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La última autopsia

El decano de los forenses de Madrid dice adiós a una dilatada carrera de 36 años

J. A. HERNÁNDEZ, En la sala de autopsias del Instituto Anatómico Forense de Madrid no se distinguen los ricos de los pobres. En ese último trance no hay linajes ni estirpes: todos presentan los mismos cueros y rostros desencajados. Idéntico tratamiento que en su día recibieron Bing Crosby o Tyrone Power dispensó el viernes pasado José Antonio García Andrade, decano de los forenses de Madrid, a un atracador que se precipitó al vacío desde un noveno piso cuando huía de la policía. Nadie conoce mejor que García Andrade la inexorable fugacidad del ser. "O lo poquito que en realidad somos", en palabras de un mozo del instituto.

El domingo día 9 fue un día muy especial para García Andrade. Su ojos semiempañados vivían una mezcla de "melancolía y cabreo". Melancolía porque el mozo acaba de introducir en la cámara frigorífica a su último paciente. Y cabreo porque, pese a sentirse en plenitud de facultades, la ley y sus 65 años le obligan a retirarse.

José Antonio, como le llamaba el grupo de amigos y colegas que se acercaron al anatómico el domingo para rendirle un homenaje, salió muy triste de la sala de autopsias. Había "hecho hablar" a su último paciente, un enfermo mental que se había ahorcado. No era, sin embargo, un paciente más. Justo al final de su carrera, en su última guardia con el Juzgado de Instrucción 44, le había tocado vivir un hecho insólito.

Horas antes, el propio García Andrade había luchado por salvarle la vida. El padre del suicida acudió el sábado al juzgado de guardia. Su hijo se había encerrado en una habitación de la casa y amenazaba con quitarse la vida. El hombre, desesperado, quería que el forense certificara el empeoramiento mental de su hijo. Había que llevarlo urgentemente a un centro psiquiátrico. Cuando García Andrade, el secretario del juzgado y un policía llegaron al domicilio, el pestillo de la puerta del cuarto estaba echado y no era posible pasar. De pronto, el propio suicida descorrió el cerrojo. Entraron a toda prisa en la habitación. En medio de los espasmos y sacudidas del joven -mientras el policía suspendía en el aire al suicida-, García Andrade se afanaba en aflojar la cuerda y liberarle el cuello. Todo fue inútil. Al día siguiente su cuerpo estaba sobre una de las cinco mesas -todas con su respectivo cadáver- de la sala de autopsias. Y frente a él, García Andrade y sus ayudantes. Con el bisturí y la sierra preparados.

Siempre que la muerte es violenta, la autopsia es inevitable. "Recuerdo el caso", explicaba García Andrade, "del camión que atropelló a un anciano y le destrozó. Aparentemente, era fácil hallar la causa del fallecimiento. Sin embargo, la autopsia reveló que el anciano había sufrido una hemorragia interna y, tambaleándose, fue a caer al paso del vehículo; el conductor quedó libre de culpa". Los sinsabores del oficio son notoriamente compensados por su fin: la labor de investigación, el ayudar a esclarecer las causas de una muerte.

Escudriñar en lo más profundo de las entrañas de "varios miles de cadáveres" ha convertido al decano de los forenses de Madrid "en un vitalista convencido". "Mi trabajo me ha hecho amar la vida profundamente: te das cuenta de que una existencia puede acabar muchas veces en una fracción de segundo", cuenta mientras secciona con el temple de la experiencia las vísceras de su último paciente.

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