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Tribuna
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¿Después de ETA, qué?

Después de ETA, la paz; después de la barbarie, el derecho; después de la violencia, el diálogo político. Creo que expreso así el deseo de una inmensa mayoría de dentro y fuera del País Vasco. Pero esta meta, tan fácil de expresar, se esconde en un horizonte amenazado, cubierto de nubarrones. Considero que es necesario abrir un debate público que plantee claramente el estado de la cuestión y disipe las nieblas que amenazan al diálogo político. No otra cosa pueden pretender estas reflexiones, por supuesto discutibles.Porque ¿quiénes son los sujetos legitimados para decidir sobre la jerarquía de las cuestiones y sobre las mediaciones necesarias para poder llegar a una paz tan deseada? Con la misma facilidad podríamos responder a esta pregunta si nos limitáramos a afirmar que, obviamente, son los representantes del pueblo vasco, sus instituciones democráticas y los representantes institucionales del Estado español los legitimados para entablar inmediatamente este diálogo. Euskadi, entendiendo por tal lo que hoy define a la comunidad autónoma, sigue constituyendo un ámbito social discutido por proyectos políticos que, en sus diferencias, llegan al antagonismo tanto en el modo de concebir los sujetos como en los programas estratégicos y tácticos. A estas alturas no es previsible que la desaparición del terrorismo desemboque automáticamente en la paz, en el triunfo del derecho e incluso en un diálogo político viable. Parece más realista pensar en un proceso largo, plagado de ambigüedades en el uso de los nombres con experiencias personales difícilmente transferibles y discursos ideológicos cargados de dogmatismo. Los dialogantes deberán demostrar que están dotados para la comprensión y la generosidad. La Constitución y el Estatuto serán los puntos obligados de referencia. Pero ¿bastará la invocación a estos textos legales?

El hecho de que estas propuestas hayan llegado a ser pertinentes constituye, sin embargo, una de las mejores noticias que pueden darse a nuestras gentes, atormentadas por la criminalidad inútil del terrorismo. Nadie puede olvidar a los artífices que hicieron posible un nuevo estado de la cuestión: el dolor de las víctimas; la eficacia de las fuerzas de orden público; el Pacto de Ajuria Enea, refrendado unánimemente en Madrid; el movimiento silencioso por la paz de la sociedad vasca; la política de las instituciones penitenciarias; la constancia del Gobierno central; el recuerdo de los principios éticos de los obispos vascos, pocas veces comprendido; la colaboración crítica de los medios de comunicación, y el estoicismo de tantos empresarios que se jugaron vida y hacienda. No sería justo olvidar, a la hora del diálogo político, tanto dolor y sacrificio.

La sangre vertida no ha podido ser más inútil y perniciosa. Hay que deshacer el error de que el Estatuto de Gernika fue una concesión generosa forzada por la violencia terrorista. Por el contrario, al menos desde la implantación de la democracia, no ha hecho más que oscurecer y envenenar la causa nacionalista.

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El independentismo de ETA tiene poco que ver con la autodeterminación del pueblo vasco. Lo expresaba ya ETA en el congreso de EIA (Partido para la Revolución Vasca) en 1979: "De las distintas concepciones de independencia que existen actualmente en Euskadi, sólo una es de clase: aquella que une la independencia a la revolución socialista, entendida ésta como ruptura..., y la destrucción del aparato político-militar del Estado español y francés". Se desechaban en la misma declaración otras concepciones de independencia, atribuidas a "los demócratas burgueses", como "la consecución de una Euskadi similar a la que existió antes de la abolición de los fueros, o una Euskadi similar a la de otros países de Europa, formalmente independientes, pero que siguen dominados por el imperialismo". El eslogan "Independencia y socialismo" intentaba destruir el capitalismo como causa de la esclavitud de los pueblos.

Se comprende el error y la terrible confusión a la que han contribuido los que, al menos de hecho, implicaban con la banda terrorista a los nacionalistas demócratas. Éstos han tenido que soportar esa cruel sospecha por el hecho de defender la autodeterminación en alguno de sus diferentes sentidos, cargando con la hipotética complicidad en la violencia armada, disminuida su credibilidad para defender la causa nacionalista. Una gran parte del pueblo vasco ha sido juzgada injustamente. El abismo entre una buena parte de los vascos y el resto de España se hizo más hondo y la incomprensión y hasta el odio hicieron más difícil llevar adelante el proyecto inteligente de minar las bases de apoyo social al terrorismo. Él Pacto de Ajuría Enea contribuyó a deshacer este equívoco, y de ahí su importancia como punto crítico de inflexión contra el populismo etarra.

No me corresponde opinar sobre las vías políticas ni sobre las fronteras jurídicas de nuestro marco constitucional. Me sitúo conscientemente en el plano de los valores éticos. Palabras como convivencia, tolerancia, solidaridad, respeto al derecho diferencial de las minorías, equivalente a la de la igualdad de todos ante la ley y a la no discriminación por el hecho de ser o pensar de manera diferente, más allá de la aplicación de las leyes, son pilares de la cultura democrática. En ellos me apoyo al referirme al futuro del pueblo vasco y sus relaciones con todos los pueblos de España y Europa. Estas reflexiones no pretenden otra cosa que subrayar la importancia de la ética en la gran tarea de la pacificación.

Si somos capaces de desterrar la violencia aparecerá al desnudo la entidad política del problema con todas sus exigencias. Además de nuestro cuerpo jurídico constitucional, se podrán invocar textos jurídicos de rango internacional, como la Convención Europea de los Derechos del Hombre y la Carta Europea de Lenguas Regionales y Minoritarias (5 de diciembre de 1992). La convención se refiere exclusivamente a derechos individuales. La explosión de los nacionalismos sorprendió a Europa sin instrumentos jurídicos sobre las minorías de valor internacional. De ahí que la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa haya instado el pasado enero, como "cuestión de urgencia extrema", al Comité de Ministros de dicha organización para que apruebe un protocolo adicional a la convención que contempla los derechos de las minorías nacionales, a fin de que puedan ser protegidas por la Comisión y el Tribunal de Estrasburgo. Se prohibirá a los Estados introducir deliberadamente modificaciones demográficas en la región y divisiones administrativas o políticas que puedan constituir un atentado contra la cohesión o la identidad de una minoría nacional.

No estará de más que dejemos bien sentadas las relaciones de complementariedad y equilibrio entre la mundialización, la continentalización, lo intergubernamental y el regionalismo. La mundialización de las relaciones individuales y sociales conduce a una reafirmación de las identidades originarias. Una visión lúcida del futuro tiene que tener en cuenta esta realidad. Refugiarse en el nacionalismo de Estado clásico equivale a exacerbar los nacionalismos de las minorías, cuyas consecuencias concretas son la xenofobia y los enfrentamientos habituales. Aquellos Estados que no sean capaces de garantizar el derecho a la diferencia pagarán, a medio o largo plazo, su propia incapacidad.

Los media, los modelos de referencia, los valores y, de manera más tozuda, la interdependencia económica parecen querer homogeneizar las sociedades. De la misma manera que no pueden negarse ciertos aspectos positivos de este fenómeno, hay que aceptar la necesidad, sentida cada vez con más fuerza, de afirmar la propia ide ntidad, de los grupos y pueblos. Cualquier medida impositiva, sea del signo que fuere, especialmente en las formas de pertenencia y problemática cultural, aparte de ser de dudosa eficacia cuando no cuenta con la adhesión libre del pueblo, lleva el signo de la violencia.

Por lo que nos toca más de cerca, en la integración europea la evolución ha sido patente. Regionalización e integración constituyen las dos caras de un mismo proceso. Aunque se sienta la necesidad de una moneda única y de una política exterior común, la educación, la cultura, las infraestructuras, la ordenación del territorio, la agricultura, etcétera, son mejor administradas por entidades más próximas al ciudadano, como la región, con la que le será más fácil identificarse. Si miramos a nuestra vecina Francia, todos admiten la crisis de los ideales republicanos. De la cuestión social o lucha de clases han pasado a las cuestiones sociales o a la sociedad de las tribus. Asistimos a un movimiento pendular entre la masificación creciente y la multiplicación de minigrupos. El proceso de desagregación social o de desindividualización destruye los sujetos sociales responsables. La masa, a diferencia del proletariado antiguo, no se presenta como sujeto de la historia. Y en esta carencia de referencias anda el ciudadano perdido en busca de pertenencias próximas y sensibles, generalmente fugaces y orgiásticas. Es más cómodo intercambiar caretas de personajes famosos e introducirse momentáneamente en el alma del otro. La identidad regional, la comunidad básica económica, cultural y política está actuando como chalupa de salvación en el naufragio de la desagregación social.

No creo pecar de adivino si afirmo que todos estos hechos van a reproducirse con la misma intensidad en España. La cohesión del pueblo vasco presenta incluso más dificultades: por lo pronto, las fuerzas políticas se alinean en tomo a tres discursos difíciles de congeniar, como acaba de describir el sociólogo profesor Francisco Garmedia. Existe un proyecto constitucionalista estatal que se presenta como lectura única de la Constitución (PP y PSOE). Los nacionalistas democráticos (PNV, EA y asimilados de EE) parecen defender el espíritu del estatuto pactista-cuasifederalista. Habrá que contar, por su misma implantación social, con el proyecto rupturista-revolucionario que ha venido representando la coalición de HB. No es de mi competencia entrar en un análisis más profundo de estos proyectos. Baste anotar la dificultad de los mismos para un diálogo político, que podría plantear cuestiones de fondo como el derecho frontal y singular de los sujetos políticos y los meandros de la autodeterminación y del independentismo. No debería ser tan difícil renunciar a estas alturas a la aspiración de convertirse en Estado, ya que la integración europea lo hace absolutamente innecesario e incluso perjudicial. Las personas, como los pueblos, para relacionarse y pactar libremente necesitan únicamente reconocerse y comprender la necesaria interdependencia. Pero esto ya son estrategias políticas en las que yo no quiero entrar.

Permítame el lector, si ha tenido la paciencia de seguirme, que termine estas reflexiones con mi última consideración de carácter ético. Me refiero al tremendo problema de la reinserción, que puede llegar a ser el talón de Aquiles en la completa pacificación. Ésta es una cuestión que en modo alguno puede lograrse por decreto. Hay que dar tiempo al tiempo y esperar a que maduren las opiniones públicas de dentro y fuera de Euskadi. Planteada la cuestión desde la reconciliación ética, podemos llegar a conclusiones que, por precipitadas, tendrán la apariencia de ajenas a la justicia. La paz es el bien más grande de un pueblo y la normalización de las relaciones de Euskadi con el resto de los pueblos de España será la verdadera garantía de su unidad en la diversidad. La política es el arte de hacer posible lo necesario. La erradicación de la violencia terrorista nos va a seguir exigiendo muchos sacrificios. Sería deseable prepararse para ellos. El problema vasco compromete a todos los españoles.

José María Martín Patino es jesuita y director de la Fundación Encuentro.

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