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Legitimidad y Estado

Los viejos Estados nacionales de la Europa occidental están demostrando ser beneficiarios de unos depósitos de lealtad ciudadana superiores a lo esperado desde algunas instancias políticas. El hecho resulta comprensible; el artefacto estatal surge en la modernidad europea por causas complejas en que la guerra y la coerción necesaria para llevar adelante las cada vez más complicadas empresas bélicas ocupan un lugar destacado. Quizá en los últimos años, sobre la senda abierta por algunos de los iniciales estudiosos de la cuestión, se. ha insistido demasiado en el significado de esos factores bélicos. Es posible que de este modo se hayan oscurecido, además de otras explicaciones para la génesis del Estado de preferente orientación económica, social y política, el aspecto pacificador en el orden interno y la lenta lucha por la introducción del derecho en las relaciones sociales inherente al despliegue histórico de los nuevos instrumentos de organización política.Con independencia de la cuestión de los orígenes, lo cierto es que desde el momento en que esos Estados nacionales asumieron su presente condición liberal-democrática como conclusión de un proceso secular, los beneficios del artefacto estatal se han impuesto sobradamente a sus componentes coercitivos. Aquellos logros políticos de los que los europeos nos podemos sentir hoy más orgullosos (la vigencia real de los derechos y las libertades individuales, el equilibrio entre libertad e igualdad que supone la idea de Estado social de derecho, incluso la conservación misma de la paz en el ámbito occidental) han sido posibles gracias al buen funcionamiento de un orden de Estados nacionales democráticos que, por la naturaleza misma de las cosas, aspira a prolongarse en la CE resultante de la convergencia económica, social y cultural de la región.

Por muy apreciada que haya sido esta convergencia en el grueso del Viejo Continente, los ciudadanos europeos han tendido a verla como un proceso en que la superación estatal habría de ser en todo caso el resultado final, nunca un requisito que pusiera en marcha alguna de las fases de la integración. La conciencia acerca de la profunda historicidad de los Estados no ha sido razón suficiente para poner en cuestión unos artefactos que han organizado con innegable eficacia la vida de los europeos durante siglos y, finalmente, del mundo en su conjunto.

No parece arriesgado afirmar que el Estado de los españoles presenta algunas singularidades dentro de este panorama de ponderada y relativa solidez de los Estados europeos. En otros tiempos se hubiera recurrido a las peculiaridades de nuestro proceso de construcción del Estado y de la nación para dar cuenta de la menor legitimidad y del déficit de lealtad que aparenta nuestro Estado. Se ha abusado tanto del casticismo, del casticismo ingenuo y del casticismo políticamente interesado a la hora de explicar ese proceso, que todavía hace pocos años implicaba algún riesgo defender la sustancial equiparación del caso español con el grueso de los ejemplos europeos, una vez que se superara la injustificada tentación de presentar el modelo británico o francés como las pautas inamovibles de formación del Estado nacional.

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El Estado español que sale del traumático siglo de hierro, el que va a vivir momentos de paz anormalmente prolongados en el siglo de las luces y una dificil asimilación de la planta política liberal en el siglo XIX, es un Estado seguro de su identidad, prácticamente incuestionado en su condición de Estado nacional, envidiado más de una vez por esta circunstancia en la vida europea. No puede minusvalorarse el significado de- la conmoción con que se cierra el siglo XIX; resulta evidente la significación del catalanismo político a partir de la primera década del siglo XX y la más modesta presencia del nacionalismo sabiniano a lo largo del primer tercio de este siglo; se dieron tensiones disgregadoras en la coyuntura republicana, aunque en absoluto fueron comparables a la de carácter social y económico que terminaron arrastrándonos a la tragedia de 1936. Pero siendo cierto todo ello, me atrevería a decir que la crisis más seria de la conciencia nacional y del Estado de los españoles, la crisis que hoy seguimos padeciendo, es la que se incuba con la brusca interrupción de nuestra tradición liberal por obra del franquismo, la lucha contra la dictadura y el proceso de transición.

Implica alguna simplificación el atribuir a los movimientos nacionalistas de signo periférico y a sus ocasionales aliados de aquellos años toda la responsabilidad en el aparente déficit de legitimidad de nuestra organización estatal. Aunque no sea el momento adecuado para abordar el tema, es inevitable recordar la contribución al problema de una poderosa corriente de derecha hiperconservadora y reaccionaria a la que costó mucho tiempo sustituir su identificación con el trono y el altar por la lealtad al Estado y a la nación, una lealtad que resultó siempre cautelosa y reticente, como terminaría poniendo de manifiesto la incapacidad del franquismo para cerrar la guerra civil mediante un proceso de auténtica reconciliación nacional. En el otro extremo, no puede olvidarse la notable contribución de un anarquismo español que, en su doble manifestación de anarcosindicalismo revolucionario e hiperindividualismo anarquizante, fue siempre un formidable obstáculo a la construcción de un espacio común para el entendimiento de los españoles. Cuando a ello se une la singular y perturbadora influencia del marxismo, perturbadora cuando menos para el proceso ahora considerado, se entienden las dificultades de la tradición liberal y liberal-democrática, a las que tardíamente se sumaría una significativa opción socialdemócrata, para llevar adelante un proyecto de Estado-nación democrático, socialmente avanzado, pluralista, respetuoso con otras realidades nacionales de signo cultural existentes en su seno y dispuesto a compartir con otros países europeos la construcción de la Europa unida. Con independencia de estas circunstancias coadyuvantes, habría de ser la crisis nacionalista del País Vasco y Cataluña la que contribuyó con mayor eficacia al déficit de lealtad de nuestro reemergente Estado democrático. Por razones complejas, la deslegitimación del franquismo se prolongó, por lo menos hasta 1982, en la parcial deslegitimación del Estado. La suprema irresponsabilidad desplegada ante este tema por la dictadura y sus soportes sociales se vio acompañada por la inevitable irresponsabilidad de una oposición antifranquista que no siempre supo marcar las distancias entre un régimen dictatorial, un Estado profundamente penetrado por la lógica de la dictadura y una nación de preferente carácter político, la española, con una larga historia -historia liberal en el grueso del siglo XIX y el primer tercio del XX- a sus espaldas. Se jugó entonces la arriesgada apuesta de enfrentar la legitimidad democrática a la legitimidad histórica de un viejo Estado liberal. El resultado de ello, en combinación con la dinámica propia de unos remozados nacionalismos periféricos que supieron convencer a significativos sectores del electorado vasco y catalán de las ventajas inherentes a una situación de singularidad, sería la consolidación de unas significativas opciones nacionalistas empeñadas en construir su hegemonía con los jirones de legitimidad arrancados al Estado y la nación españoles.

El lapso de tiempo transcurrido desde la aprobación de la Constitución hasta hoy debería haber sido suficiente para una normalización de la situación. No ha si ' do así. La fuerza expansiva de la insolidaridad, la discutible convicción de que el máximo de competencias para las sucesivas comunidades autónomas implicaba la situación más ventajosa y hasta la de mayor dignidad, la sospecha de que a mayor fuerza la capacidad de intimidación sobre el Estado más reforzado se vería el correspondiente poder autonómico, han sido monedas corrientes de nuestra vida pública. A ello debe unirse la fatal tentación de todos los partidos políticos estatales, con mayor o menor énfasis, en un momento u otro, para sacar provecho de unas tensiones nacionalistas y regionalistas constituidas en reserva inagotable de eventual apoyo ciudadano.

Mi idea es que el déficit de legitimidad que afecta al Estado autonómico, y de cuyas manifestaciones sería la perversa defensa de un proceso constituyente ininterrumpido para nuestra organización territorial, no es otro que el que ha afectado al Estado y a la nación española en su conjunto. Ese déficit no parece probable que pueda ser enjugado con un entusiasmo europeísta capaz de desvirtuar el sentido funcional y racional que la construcción de Europa ha tenido hasta este momento. Es muy probable que el lamentable grito de "Europa o el caos" que se ha ido abriendo paso de modo más o menos consciente en nuestra vida pública sea la expresión más rotunda del calado del problema y del escepticismo que se ha apoderado de amplios sectores de las élites políticas en relación a la salud de nuestro Estado y nuestra nación. Es posible, sin embargo, que el escepticismo haya ido más lejos de lo que los datos aconsejan. Ni hay tensión entre la idea de Europa y España, ni la nación política española es incompatible con las otras realidades nacionales de signo cultural que puedan existir en su seno, ni la lealtad al Estado en su conjunto supone un obstáculo al notabilísimo reparto de poder introducido por el Estado de las autonomías. Corresponde, por tanto, a los agentes políticos especializados desactivar un problema que por responsabilidad de todos, pero principalmente de ellos, ha alcanzado una magnitud manifiestamente desproporcionada.

Bien mirado, aquí falta casi todo para justificar con seriedad el cuestionamiento del Estado. Ni explotación económica, ni opresión cultural, ni agravios históricos singulares, ni resistencia a la negociación por parte de los gobernantes. Por contra, tenemos un Estado y una nación de notable solidez hasta entrado el siglo XX, un sistema político democrático bien arraigado y una sociedad consciente de la hondura de las relaciones de todo orden que la articulan en un espacio español. La auténtica república encantada es hoy ese supuesto conglomerado de nacionalidades y regiones insolidarias que pretende venderse desde algunas instancias político-ideológicas a unos españoles crecientemente desconcertados. Sería imperdonable que en este marco se mantuviera un déficit de legitimidad y un regateo de lealtad a uno de los Estados occidentales que han asumido con mejor disposición el reparto de poder hacia arriba y hacia abajo exigido por los nuevos tiempos.

Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado de la UNED:

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