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A propósito de la Constitución

Nuestra democracia cuenta, por lógica, con pocas fechas todavía que signifiquen verdaderos grandes momentos, giros cruciales de una historia reciente que acaban por grabarse en la cabeza de quienes no han sido testigos ni actores del acontecimiento. La Constitución sí representa uno de ellos, y permanecerá, junto a la restauración de la Monarquía parlamentaria y las primeras elecciones libres, entre los puntos de partida que justifican el futuro de un país.España muda tan rápidamente de piel que las nuevas generaciones apenas imaginarán la delicada combinación de problemas y respuestas posibles que gravitaban sobre la- nueva Constitución. La virtud fundamental de nuestra Ley se cifra, por encima de su imperfecta técnica jurídica, en la capacidad de integrar proyectos concretos divergentes, cuyo precedente directo hay que remontarlo a la Carta de 1876. Ello fue posible gracias a una permanente apertura de miras, sostenida a pesar de que las circunstancias internas, de toda clase, superaban en gravedad a la media de otros países europeos. Numerosas y destacadas personalidades mantuvieron un empeño así porque de antemano habían renunciado a la acaparación del poder.

El día de hoy lleva impreso en los calendarios el color visible de las fiestas, pero, transcurridos 14 años desde entonces, importa preguntarse si este aniversario merece alguna palabra distinta a las que se acostumbra pronunciar en los actos de tinte protocolario. Claro que al gran pacto de 1978 le sientan bien las celebraciones oficiales, tanto como resultan insuficientes para quien experimente una viva inquietud por el malestar con que se despide 1992. El año que brindaba nueva ocasión de marcar otro antes y después en nuestra biografía colectiva.

Desde aquel 6 de diciembre, un poco lejano ya, han decaído bastantes ilusiones miopes. En particular, las de cuantos suponían, gratuitamente, que las libertades políticas en manos de la izquierda brillarían con un esplendor sólo comparable al progreso social impulsado por el equipo dirigente a partir, de 1982. Por encima de ese infantil desencanto, la política española entre el Gobierno y la oposición ha transcurrido durante 14 años con el suficiente acierto y respaldo popular, siempre que estuvieron en juego los mínimos requisitos del Estado democrático.

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Ahora bien, la misma perspectiva constitucional y sus leyes básicas posteriores representan el ángulo de visión privilegiado, si se desea entender buena parte de lo que nos sucede en estos momentos, señoreados por la inmovilidad estéril que lastra la última etapa del trayecto socialista. Con nocivas consecuencias para todos, puesto que cada vez será más dificil granjearse la confianza social en unas próximas elecciones generales que aguardan su turno.

En gran medida, tal alejamiento de la opinión ciudadana obedece a una sensible pérdida de sintonía que padecen instituciones centrales del sistema constitucional, cuyas respuestas quedan por debajo de los problemas que tienen por cometido encauzar. Aunque la causa definitiva del escepticismo profundo que cunde en la sociedad civil se aloja en un plano superior. En efecto, la voluntad de llegar a acuerdos con la otra parte se diluyó en la práctica a partir del predominio socialista. De nada valen las protestas escandalizadas cuando se recuerdan ambos fenómenos. Es lógico que se evite admitir el sorprendente déficit que pesa sobre el pluralismo democrático, pero parece imposible seguir como si el dato no existiera. Porque ahí está la raíz de todo un estilo de gobierno caduco, que ha multiplicado la propaganda personalista, alérgica por naturaleza a un debate en pie de igualdad, única vía limpia para informar, a la opinión pública.

A la hora de hacer balance sobre 14 ejercicios de vigencia constitucional, salta a la vista la pendiente pronunciada por la que se desliza el uso del poder. A la altura de 1992, queda sólo un rastro borroso de la fuerza innovadora que presidió la primera fase de la transición política. Conviene a todos que esta idea de la mutua lealtad, heredera del designio centrista y emblema de cualquier avance democrático, se implante en los usos de la política nacional. El espíritu de nuestra Constitución merece la devolución a la vida pública española de un equilibrio plural, de esa atmósfera natural que debería respirarse por norma en las sedes de las instituciones democráticas.

A lo largo del anterior mandato centrista, el partido gobernante buscó que los órganos principales del Estado se creasen mediante leyes orgánicas consensuadas. El consenso demuestra a la vez un máximo interés por extender la concordia y la sana humildad de saber que el partido de turno siempre está de paso por el Gobierno. Justo lo contrario de la etapa socialista, caracterizada por la presencia uniformadora de la mayoría parlamentaria en las instituciones controladoras del Ejecutivo. El colofón anunciado a todo diseño casi monolítico de la división de poderes es la artrosis del esqueleto político en una nación.

Ésta es la diferencia cualitativa entre el ayer y el hoy de la democracia constitucional, aprobada por referéndum el 6 de diciembre de 1978. Cabe pensar que las cuestiones importantes apuntan a otras carencias más urgentes de la acción cotidiana de gobierno.

Hablar ahora de procedimientos formales, cuando sobre la mesa se agolpan los problemas del saneamiento económico y las conductas personales, o la participación solidaria de las comunidades españolas, puede sonar a pérdida de tiempo. Sin embargo, el cumplimiento estricto de las previsiones que guarda la Constitución, en el ámbito de las instituciones parlamentarias y judiciales, significa la condición necesaria para que los españoles se vean a sí mismos estrechamente comprometidos otra vez con su futuro común.

José María Aznar es presidente del Partido Popular.

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