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Vuelven a bailar en Four Roses

Brindis por la agarradera de los asesinos

Una noche de merengue y tertulia en las ruinas donde duermen 80 dominicanos

Carcajadas, ojalá que llueva café en el campo, la melena del letra do Jaime Sanz de Bremond brindis, los pies descalzos y baile tropical. La habitación tiene tres camas y nueve metros cuadrados. Y en el centro, Macol, el gracioso oficial del improvisado bochinche (reunión amistosa) Empieza la noche en Four Roses, la antigua discoteca de gente guapa.Macol llegó a Madrid tres veces y regresó dos a su país. Trabaja en el restaurante El Olivo de Aravaca, donde soportaba a Manolo, el "viejo diablo gallego", que veía a los dominicanos comer y escupía: "Estos negros sólo vienen a matarse el hambre". Tenían que sujetar a Macol para que no le lanzara un plato. A los cinco días, después de una gran comilona en el burguesín -Macol no sabe pronunciar Burger King- y una tremenda borrachera, el viejo diablo murió. Desde entonces, Macol reparte clases de cinismo entre sus colegas: "Hace mucho tiempo que no viene Manolo por El Olivo. ¿Qué le pasará?", les pregunta casi a diario entre risotadas.

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Perros que ladraban

Llegó la primera vez por Lisboa, atravesó kilómetros fronterizos a pie -comida incomestible con perros que ladraban, viejos anegados que les guiaban a través de un río-, para servir la mesa en la familia del "político" Camuñas: el agua, que nunca rebasara la mitad de la copa; y los pies juntitos a la hora de servirla.

Al principio, los señoritos les dejaban devolverse visitas; ahora ni les pasan la llamadas que reciben. Tuvo que acostumbrarse a ver sangre en los filetes poco hechos, aguantarse las ganas de vomitar, bregar con alimentos desconocidos -espinacas, alcachofas...-, habituarse a una velocidad en los autobuses impensable en su tierra. "Con el calol de las tablas [asfalto] se quemarían las ruedas". Pero entonces dormía en la casa donde trabajaba.

Después se mudó al tinte -casas abandonadas, cuyas paredes manchan- de las Cuatro Rosas [Four Roses], donde convive con unos 80 compatriotas repartidos en 15 habitaciones. Macol no sabe explicar bien por qué malvive y malduerme en el tinte después de trabajar diariamente como camarero unas 10 horas. "Llego al Olivo a las nueve de la mañana y me voy cuando pasa un guardia tuerto", dice para dejar constancia de que no tiene horario de salida.

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-En Vicente Noble yo vivía bien y la gente no se muere de hambre -alega.

-¿Pero entonces por qué estás aquí? -le preguntaban otros.

-Porque sí, porque la gente viaja, y los que han venido de España regresan con plata para comprarse una casa mejor que la de madera donde yo vivía.

-¡Venga, hombre! -intercedé Valeria sin renunciar por un momento a su españolismo.

Marcelo, que viene a ser, tras sus años de militar y policía en Santo Domingo, el filósofo de las Cuatro Rosas, intercede para aclarar que en Santo Domingo no pasaban hambre, pero sí muchas necesidades.

Al rato, la conversación vuelve por los derroteros de los asesinos. Marcelo no sabía si "la cero noventa y dos" -que es como llaman a los agentes municipales- o la Guardia Civil habían disparado, pero intuyó que se trataba de una mano adiestrada: "Soy como el carpintero que pica y calla", sentencia con voz que para sí hubiese querido Séneca, mientras su mujer le pasa la mano por el cuello, "la lengua sale y después se esconde, y yo lo advertí y me callé: los asesinos no eran civiles". Su filosofía no se extiende a la política, porque al rato calificó al alcalde de Madrid de comunista y racista. -¡No, hombre! ¡Fascista y racista! -le corrigieron algunos paisanos.Su compatriota Ismael, sentado en una esquina -sólo queda un sitio en el suelo para sentarse, justo en el centro, y al rato ni ése, porque se llena de botellas para el brindis-, lee y calla. Engolfado con El coronel no tiene quien le escriba, se desprende de la alegría contenida de los otros.Dejó a medias su carrera de economista y se trajo un solo libro: un manual para servir la mesa y cocinar. A su lado, otros dos de García Márquez, que alguien de Aravaca le dejó.

Pegadito a él, otro matrimonio se acurruca, descalzos, en la cama. Ella se levanta muy discreta, corta un trozo de papel sanitario y sale. Detrás, su marido con una linterna.

Los cuartos que todavía permanecen en pie en Four Roses, antes pequeños almacenes de poco más de diez metros cuadrados, se ocupan ahora casi por entero con tres camastros por sala y dos dominicanos por colchón. Los bultos con las pertenencias se reducen al mínimo espacio, junto al catre. No se ven adornos, ni pintadas, ni fotos. Las cazadoras y abrigos empapelan los muros interiores.Entre las 15 personas que entran y salen, sólo hay tres mujeres que apenas hablan. Pero cuando sube el volumen del merengue, dos de ellas, increíblemente tímidas, saltan de la cama, se agarran y bailan.

Están contentos porque al principio le echaban la cuaba (culpa) a los propios dominicanos, por un hipotético ajuste de cuentas. Alguno dice que; cuando esos ajustes se hacen allá, primero se incendia el cortijo y después matan a todos, sin dejar rastro. No eran dominicanos los asesinos, ellos lo sabían y creen que el tiempo les dio la razón. Por eso había que mojarlo.

Cuando alguno propone el brindis, Zibao, uno de los pocos que no nació en Vicente Noble, brinda por la agarradera (detención) de los asesinos.

Enrique Reinoso, presidente de la Asociación de Dominicanos en España, haciendo gala de la prudencia de un buen político, asegura que la actitud de ellos ha de ser más de satisfacción que de alegría. Llegó a las diez de la noche, para irse media hora más tarde, pero al final se quedó hasta la una junto a María de Santos. Su integración en Madrid es buena. Trabaja, tiene una casa junto al metro de Quintana y vive con su mujer y dos hijos.

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