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Asociación o barbarie

Algunos consideran que hay que interpretar el sentido del Tratado de Maastricht a partir del propio texto. Por desgracia, lo que en él se dice suscita las exégesis más contradictorias, y lo que no se dice da lugar a múltiples interpretaciones. Pero igual que una denotación adquiere sentido por su relación con su connotación, un texto se interpreta en función de su contexto.Algunos consideran que el sentido de la atroz guerra que asuela la antigua Yugoslavia debe ceffirse a la agresión serbia contra Croacia y, después, contra Bosnia-Herzegovina. Sin embargo, no se puede comprender el sentido de esta guerra sin examinar los antecedentes, las causas, las circunstancias y las consecuencias de una tragedia en cadena surgida del desmembramiento del comunismo totalitario...

Y aun así, para entender un problema de etnias y de religiones superpuestas es necesario el contexto. Igual que reducir Irak a la impotencia no resuelve los problemas de los kurdos, de, los shiíes ni de Oriente Próximo en general, tampoco la intervención urgente que se impone contra la fuerza ofensiva serbia resolvería los problemas étnicos y religiosos de la antigua Yugoslavia; además, éstos se plantean, bajo diferentes formas, en todas las naciones surgidas de los tres imperios: el otomano, el autro-húngaro y el ruso. Por desgracia, hay que hacer frente a este contexto especialmente complejo.

Por encima y en torno a estos dos diferentes contextos, hay un contexto geohistórico Común. Se trata del desencadenamiento en Europa, desde 1990, de formidables fuerzas de desmembramiento y ruptura.

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Al principio, la descomposición del imperio totalitario liberó procesos de emancipación que a su vez aceleraron dicha descomposición. Así, se hizo efectiva la legítima autoafirmación de las naciones oprimidas que aspiraban a la soberanía. Pero el contexto de crisis general, la presencia de minorías rápidamente oprimidas por las nuevas naciones en las que se encuentran enclavadas, el rebrote virulento de resentimientos seculares, transformó la primavera de los pueblos en un hervidero de nacionalismos violentos, y el proceso evolutivo, que hubiera podido y debido suscitar la creación de vínculos asociativos entre estas naciones, se transformó -en Armenia, Azerbaiyán, Georgia, Moldavia y Yugoslavia- en un proceso explosivo.

El fenómeno ha dejado a Europa occidental aturdida. Cuando los nacionalismos se habían si no extinguido, sí adormecido, y cuando se encaminaba, paso a paso, hacia una fórmula asociativa en la que el Estado-nación perdía su poder absoluto, veía surgir de repente en la esfera de los "pueblos fraternalmente unidos" exaltaciones y odios nacionalistas que parecían abolidos.

Para comprender dicho fenómeno, hay que considerar la doble consecuencia de la descomposición del totalitarismo. La primera es política: el sistema ha destruido por mucho tiempo toda posibilidad de vida y de orden democráticos; a menudo, los apparátchiki reconvertidos al nacionalismo no son todavía más que australopitecos demócratas que no entienden más que de brutalidad y artimañas en medio de una situación de crisis económica, social y política en la que es muy difícil llevar a cabo una transición civilizada. La segunda consecuencia, más profunda y decisiva, se ha ido desarrollando subterráneamente desde hace más de dos décadas, con la irremediable pérdida de la esperanza en un "futuro radiante". Como ya hemos dicho en otra ocasión, desde los años setenta, el conjunto del planeta se ve afectado por una crisis general de futuro. La desintegración de la certeza en un futuro mejor ha suscitado un retroceso generalizado hacia el pasado, ha provocado un regreso a las fuentes de identidad y ha hecho que la religión, la etnia, la nación, absorban las aspiracione.s comunitarias.

Es de destacar que el recurso al Estado-nación haya sido la expresión general en la que ha cristalizado la aspiración étnica y religiosa. Para comprenderlo, hay que entender que el Estado-nación implica una realidad mitológica extremadamente "caliente". El elemento matri-patriótico confiere entidad maternal a la madre-patria, tierra madre, hacia la que se dirige de manera natural el amor, y entidad paternal al Estado, al que se dirige de manera natural la obediencia. La pertenencia a una patria (término masculinofemenino que unifica lo paternal y lo maternal) hace efectiva la comunidad fraternal de los "hijos de la patria". Esta fraternidad mitológica agrupa a millones de individuos que carecen de vínculos consanguíneos. Es precisamente la nación la que restablece en su dimensión moderna el calor del vínculo familiar y del vínculo tribal o de clan perdido por el hecho mismo de la modernidad. Restablece en el adulto la relación arcaica de la tierna infancia en el seno del hogar protector. Al mismo tiempo, el Estado aporta fuerza, arma, autoridad, defensa. Puede comprenderse, pues, que la gente, desorientada y angustiada por la crisis de futuro y las crisis del presente, encuentre en el Estado-nación la seguridad y la comunidad que le son necesarias.

Aquí surge una paradoja. Los primeros Estados-nación europeos -Francia, España, Inglaterra, y después Rusia, Alemania, Italia- fomentaron la agrupación de etnias en unidades más vastas y, sobre todo en el caso de Francia, esa integración en el seno de la nación de etnias extremadamente heterogéneas se llevó a cabo a lo largo de varios siglos.

Una vez elaborada, la fórmula del Estado-nación constituyó el modelo emancipador para los pueblos sometidos a imperios. Para evitar la dispersión de las etnias del Imperio Otomano y del Imperio Austrohúngaro en pequeñas naciones frágiles, el Tratado de Versalles creó Estados-nación pluriétnicos como Yugoslavia, que englobaban pueblos de origen común, pero separados por siglos de destinos diferentes, y como Checoslovaquia, que englobaba a checos, eslovacos, alemanes (sudetes), rutenos y a una minoría húngara. Pero ni Checoslovaquia ni Yugoslavia tuvieron tiempo histórico secular para integrar sus etnias en una nación poliétnica. Por el contrario, la moderada dominación de los checos y la humillante dominación de la monarquía serbia favorecieron las aspiraciones centrífugas de las otras etnias.

A Hitler le resultó fácil dividir estos Estados-nación. Se creyó que una resistencia común al nazismo, después al comunismo y, en el caso de Yugoslavia, la resistencia a la amenaza estalinista, iban a hacer realidad la integración. Lo que ocurrió fue que el desastre cultural del comunismo precipitó la evolución de las etnias, incluso de las minúsculas, hacia el Estado-nación. Y estas nuevas y pequeñas naciones, al perseguir a sus minorías extranjeras, provocan a su vez en éstas el deseo de crear su propia micronación.

Todo esto choca precisamente con el contexto y con lo complejo.

Por una parte, está el contexto europeo y, más ampliamente, pllanetario. El Estado-nación, incluso en su dimensión poliétnica como Francia, es ya demasiado pequeño para hacer frente a grandes problemas que requieren ser abordados a nivel asociativo. Esto explica el proceso emprendido en Europa occidental y que ha conducido precisamente al Tratado de Maastricht.

Por otra parte, está el contexto específico de los territorios de los antiguos imperios otomano, austro-húngaro, ruso y después soviético, donde, durante siglos, diversas migraciones y colonizaciones mezclaron las poblaciones. Hay que ver el problema clave, es decir, la realidad abigarrada, mezclada, de etnias, religiones, y naciones, surgida de los imperios que no han podido transformarse en confederaciones. Semejante realidad requiere, sin duda, la soberanía nacional de las etnias que quieren emanciparse, pero esa soberanía no puede ser absoluta como en el modelo fran-

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cés clásico (y que Francia, va a superar si ratifica Maastricht), debe estar integrada en fórmulas asociativas que impliquen la igualdad de los pueblos, los derechos de las minorías, los derechos de los individuos.

Todo milita, pues, hacia un doble imperativo: reconocer las aspiraciones legítimas a la soberania, pero instituyendo el marco asociativo necesario para los intereses vitales de unos y otros, así como para los de Europa.

¿La guerra de Yugoslavia ha superado tal fórmula o, por el contrario, la impone más que nunca?

Si se consideran los acontecimientos de Yugoslavia en este contexto, resulta que la primera tragedia es la alteración de un proceso evolutivo e inevitable, que hacía caduca la antigua Yugoslavia, en un proceso explosivo que ha hecho saltar los frenos moderadores intemos sin que las potencias europeas ni la ONU hayan podido proporcionar frenos moderadores externos. Es evidente que había que reconocer el principio de soberanía de las antiguas naciones yugoslavas (incluido el del Kosovo albanés), pero también elaborar simultáneamente el marco asociativo que serviría de salvaguardia a los vínculos económicos culturales, y sobre todo a los derechos de las poblaciones eroatas, serbias, musulmanas, húngaras, macedonias y otras que se encontraran fuera de su territorio estrictamente nacional.

La patología inherente a la situación yugoslava se ha puesto de manifiesto desde el inicio del proceso de desmembramiento: la secesión croata planteó el problema de una nación serbia dramáticamente dividida en Croacia y Bosnia-Herzegovina y que había reforzado al mismo tiempo su influencia sobre Kosovo, cuna histórica de Serbia, pero poblado en realidad pbr una gran mayoría de albaneses (tras haber ejercido allí una cruel represión en 1961). La patología de una situación semejante, cargada de pestilencias, ha favorecido el ultranacionalismo serbio, vinculado al principio al Ejército federal y controlándolo después.

A falta de una nueva fórmula asociativa, la alternativa sería: o dejar a las minorías serbias de Croacia a merced de una croatización anunciada y amenazante, o apoderarse de Eslavonia y de Krajina y descroatizarlas.

Los defensores del derecho legítimo de las "naciones pequeñas" no comprendieron que el reconocimiento incondicional de Croacia debilitaba las posibifidades de encontrar una solución asociativa nueva y agravaba la conflictividad, sobre todo dada la virulencia del recuerdo que"los serbios tenían de las matanías ustachis. Creyeron favorecer una aspiración legítima sin comprender que acentuaban una peligrosa desintegración.

La guerra antisecesión se transformó rápidamente en- una despiadada guerra de destrucción, ocupación y, después, de purificación étnica. La Serbia de Milosevic ha resuelto el problema de los serbios. del exterior serbificando territorios en los que vivían serbios y no serbios, es decir, expulsando a estos últimos.. Este tipo, de purificación ya fue cometida por Stalin en 1945 con los millones de alemanes expulsados de Polonia, los Sudetes, Prusia oriental, en medio de la indiferencia general.

Pero sobre todo, la Serbia de Milosevie ha cometido un crimen histórico al asesinar a Bosnia-Herzegovina: ésta era un microcosmos de Yugoslavia en el que coexistían apaciblemente todas las etnias y. religiones. El respeto a esa Bosnia-Herzegovina, entidad asociativa por naturaleza, es lo que hubiera permítido nuevas formas asociativas entre los ex yugoslavos.

Ahora hay que temer lo peor para Kosovo, es decir, la deportación en masa de su población albanesa.

Esta concatenación de consecuencias catastróficas desborda el marco de Yugoslavia. Como ya dije el pasado mes de enero, antes del inicio del ataque a Bosnia-Herzegovina, "en caso de conflicto, la concretización de una nación musulmana en Bosnia se haría despertando el antagonismo cristiano / islámico, el nacionalismo musulmán dejaría de desarrollarse sobre una base laica para hacerlo sobre una base fundamentalista, lo que agravaría la situación, ya conflictiva, del Mediterráneo". Y aún más: se está gestando una nueva crisis balcánica, con la exaltación nacionalista griega contra la Macedonia ex yugoslava, y la ayuda, no sólo civil, de Turquía a los musulmanes de Bosnia. Turquía se muestra ya.como la legítima protectora de aquellos a los que históricamente islamizó. Antes o después, Hungría deberá preocuparse de los húngaros de Voivodina, así como de los de Rumania y Eslovaquia. Antes o después se planteará el problema de la nación albanesa de Kosovo y su ligazón con Albania.

Y hay que mirar todavía más lejos. Si no se elaboran nuevas asociaciones allí donde existía el imperio totalitario, la vía normal de solucionar las dispersiones étnicas será la rectificación forzosa de las fronteras y las deportaciones de población. Hay que temer que si la previsible coalición entre el "gran centro" de los dirigentes del complejo militar-industrial y los jefes militares instaura en Rusia un régimen autoritario nacionalista, ésta se vea impulsada a proteger por la misma vía a las minorías rusófonas dispersas por las nuevas naciones de la ex URSS. Las dificultades, reales o supuestas, de esas minorías serían el pretexto para intervenciones militares, reanexiones y purificaciones de los territorios recuperados; volvería a haber sevicias, suplicios, torturas, violaciones, matanzas, campos de internamiento, peticiones de intelectuales, y mucha menos ayuda humanitaria, mucha más indiferencia...

La Serbia de Milosevic ha querido resolver problemas vitales desencadenando una reacción en cadena desestabilizadora que afecta a toda Europa y sacrifica intereses comunes vitales de los que forman parte sus propios intereses vitales. De la misma forma que el Israel del Likud invadió Líbano sin considerar más que sus intereses nacionales inmediatos, agravando así por mucho tiempo la crisis y los males de Oriente Próximo, Serbia libaniza a Bosnia-Herzegovina, con un total desprecio del contexto balcánico y europeo, y agrava considerablemente la crisis y los males del poscomunismo.

El proceso de desinembración no ha respetado a la Europa occidental. Las diferencias de interpretación diplomática y estratégica han aumentado entre los europeos. El reconocimiento precipitado y sin condiciones de Croacia ha creado una brecha entre Francia y Alemania. La impotencia de Europa para frenar la guerra ha creado un clima de escepticismo que repercute en las intenciones de voto sobre Maastricht. No hay por qué pensar que la Europa de los Doce está al abrigo de procesos internos de desmembramiento. Por todas partes experimenta empujes regionalistas sanos, en la medida en que son descentralizadores, y empujes soberanistas igualmente sanos porque van en el sentido de soberanías-asociaciones (Cataluña). Pero hay también fuerzas disociadoras ambiguas (Liga Lombarda, "república italiana del norte"), regiones ricas que quieren echar a guetos étnicos a las regiones pobres del sur pobladas de árabes (sicilianos, calabreses). Por todas partes surgen particularismos y corporativismos miopes que pueden incluso llegar a minar la ratificación de Maastricht.

Hablemos, finalmente, de Alemania. Alemania es hoy un país ampliamente democrático, el más pacífico, el más abierto a los refugiados, el más humanitario de Europa. Pero ¿qué sería en un contexto disociativo, tras un rechazo a Maastricht, si de nuevo una crisis golpeara Europa? Como hemos escrito en estas mismas páginas (Esperanzas y miedos de Europa), "No se pueden descartar las peores hipótesis. En Occidente se incuba una crisis; vemos fermentar y ahondarse las frustraciones, ansiedades, malestares, búsquedas de culpables-cabezas de turco. La crisis todavía no se ha declarado; todavía no se podría discernir su rostro, y nadie podría todavía prever su epicentro".

Maastricht toma sentido, pues, en un contexto histórico múltiplemente incierto y trágico.

El primer sentido, y fundamental, de Maastricht, el que domina, sobrepasa y engloba a los demás es: asociación. Como hemos repetido sin cesar desde 1990, el destino de los próximos años se juega en la lucha entre las fuerzas de desmembración, disyunción, rupturas, conflictos, y las fuerzas de asociación, uniones, confederaciones, federaciones.

Hoy se ha establecido en Europa una carrera de velocidad entre los procesos de disociación y desintegración y los de asociación e integración. Maastricht es el único cerrojo posible en el Oeste contra rupturas inmensas, algunas de las cuales toman ya forma de guerra entre naciones que tienen un interés vital en la unión.

En el Este, el cerrojo debe ser Sarajevo. Al reflexionar sobre la impotencia europea ante la agonía yugoslava, vemos que se debe a:

1. El carácter balbuciente de la integración diplomática, política, militar, de los Doce; la trágica ausencia de una institución, incluso rudimentaria, de tipo "gran confederación".

2. La incomprensión de una situación inesperada y la rapidísima radicalización y expansión del conflicto.

3. La ausencia de un pensamiento / acción adecuado. El sentimiento de complejidad ha paralizado, mientras que la conciencia de complejidad habría podido suscitar una estrategia adecuada. En este sentido, habría sido necesario, desde el comienzo, formular un cuádruple imperativo. Derecho de los pueblos. Derecho de las minorías. Derecho de los individuos. Derecho de Europa. Habría sido necesario hermanar la comprensión de ¡as necesidades de soberanía, la comprensión del problema de las minorías -especialmente de la diáspora serbia-, con el rechazo de toda solución por la fuerza.

Hoy hay que hermanar la proposición de una conferencia paneuropea con la amenaza de una intervención militar en caso de negativa. Y en este caso, más que entre el todo (una ocupación imposible de Serbia) y la nada (la simple protesta), habría que pensar en la posibilidad de una ocupación militar de Sarajevo y de los pasillos de suministro con un protectorado de la ONU y/o el Consejo de Europa sobre la capital bosnia y su región.

El restablecimiento de una Bosnia-Herzegovina multiétnica es una condición previa indispensable para cualquier reasociación entre las naciones de la ex Yugoslavia. Tal reasociación no puede hacerse aisladamente. Habría que pensar en un complejo asociativo según fórmulas de geometrías variables en el que, según diferentes modalidades, intervendrían Italia, Austria, Hungría, Bulgaria, Grecia, Turquía, Albania. Cada nación se podría asociar con otras. Así habría una asociación danuviana, que iría de Rumania a la Alemania del sur, una asociación balcánica con Albania, Grecia, Bulgaria, Turquía, y que atañería especialmente a Serbia, Macedonia, Bosnia Herzegovina, y una integración futura en el Mercado Común. Sólo la concretización de la idea de una gran confederación europea, que evidentemente comprendería a Rusia y en cuyo seno habría múltiples asociaciones, permitiría entrever un futuro que, aunque problemático y difícil, sería pacífico.

Maastricht y Sarajevo son dos cabezas de puente europeas. Una todavía no ha sido instalada, por lo que no permite desarrollar un terreno asociativo. La otra, en curso de descomposición, corre el peligro de ser aníquilada. Tanto en una como en otra se libran dos batallas que, aunque diferentes, tienen la misma apuesta histórica fundamental: asociación o barbarie.

Edgar Morin es director de investigación del Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS) de Francia.

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