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La estrategia de la mujer fatal

No pocas personas de mi entorno profesional tienen la sensación de que vamos a presenciar un cierto despertar del debate íntelectual sobre la cosa pública del letargo en que se hallaba sumido. Por un lado, piensan, todas las incertidumbres que hoy acechan retrairán a los profesionales de la vida pública, ya que las diversas argucias retóricas que suelen emplear empezarán a resultarles inservibles. Por otro lado, siguen razonando, en esas circunstancias es de esperar que los intelectuales, académicos o no, condesciendan a enredarse en discusiones periodísticas, con su firma o disfrazados de editorialistas. Tengo la sensación de que esto ha ocurrido en EL PAíS el día 2 de mayo, cuando en páginas contiguas se editorializa sobre la protesta sindical contra el decreto sobre reducción de prestaciones al desempleo, y Víctor Pérez Díaz contrasta un año 1992 rico en gestos con la falta de realizaciones de calado profundo en materias como inversión, relaciones industriales, infraestructuras o capital humano.Mi pretensión en este artículo es contribuir a este presunto renacer del debate intelectual a través de unos comentarios, precisamente sobre la protesta sindical y algunas políticas de importancia real, engarzados al hilo de unas reflexiones sobre el déficit público, pero con la vista puesta en el manejo político de las medidas que irán conformando el plan de convergencia que Maastricht exige. Me parece que ahí está el quid del éxito de la política económica en un futuro inmediato, en su manejo político, y a este respecto deseo poner en evidencia la estrategia de mujer fatal que el Gobierno ha llevado hasta ahora y recomendar su sustitución por una estrategia alternativa que llamaré estrategia del triángulo. Comenzaré por mis reflexiones sobre el déficit público.

Supongamos que sea bueno reducir el déficit público. Como conocemos la tendencia del sector público a gastarse en su totalidad cualquier incremento del ingreso, la necesaria reducción de gasto exige conocer dónde se originan los abusos. A pesar de que, con dos excepciones, ninguna autonomía ha violado los límites impuestos por la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), es bien cierto que esos límites admiten un nivel de gasto preocupante, que de hecho se está efectuando. Sin embargo, el Gobierno no ha tenido más remedio que aflorar el déficit de Sanidad y del subsidio de desempleo (que o bien eran desconocidos, o bien habían sido convenientemente ocultados), así como reconocer que la preparación de los fastos de 1992 ha sido responsable de no poca parte de los déficit recientes. Como, además, el capítulo presupuestario que más ha crecido, central y autonómicamente, es el primero, no hay más remedio que concluir que, en cualquiera de los casos mencionados, el origen del excesivo gasto es el descontrol o la imprevisión del Gobierno y de la Administración.

Pero ¿es realmente bueno reducir el déficit público? La editorial mencionada parece no tener dudas al respecto, pues afirma que lo contrario significa apostar por la ineficiencia y que dicha ineficiencia impone sacrificios precisamente a los sectores más débiles de la sociedad. A pesar de que estas afirmaciones no están firmemente establecidas (pues no se sabe de verdad cuál es el coste social de la inflación que presurniblemente el déficit público generaría), es hoy parte de la retórica oficial que la estabilidad monetaria (imposible de alcanzar con déficit público, continúa la retórica) es un bien en sí mismo, la única forma de lograr un crecimiento sostenido. Admitiré esto y daré un paso más. Si es un bien, se trata de un bien público (puesto que nadie puede excluirme de su disfrute) que me beneficia a mí aunque no pague por él. Como es bien sabido, en estos casos hay problemas de free-riding (pues a todos les conviene saltarse a la torera el sacrificio que les corresponde, supuesto que los demás lo aceptan) que traen consigo una provisión del bien público (estabilidad monetaria en nuestro caso) por debajo del óptimo. Ante esta situación, quizá cabrían pactos y exordios a la solidaridad; pero lo más seguro sería la puesta en marcha de mecanismos de implementación de la cantidad óptima del bien público, estabilidad monetaria. Éstos son conocidos por los economistas y consisten en que el Gobierno implante un juego en el que cada jugador (por ejemplo, cada autonomía) quede confrontado con el resultado social de sus acciones. Nada hay de esto en el reciente pacto autonómico.

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Lo que sí ha hecho el Gobiemo es publicar el popularmente llamado decretazo. Las reformas estructurales que en él se proponen son básicamente razonables, pero algunasjustificaciones que enfatizan la posible virtualidad incentivadora de la intensidad en la búsqueda de empleo de la reducción en el subsidio, no son evidentes en contextos dinámicos realistas. Parece pues razonable admitir, con la editorial de EL PAÍS citada, que su justificación última es no ensanchar el agujero del Inem. Pero lo que me interesa destacar es que este agujero se ha generado ante las mismas narices de sus gestores y a través de un uso, quizá insolidario pero inteligente, de los portillos que las sucesivas reformas de las figuras contractuales efectuadas por el Gobierno han dejado abiertos a la pericia de trabajadores y empresarios.

De las tres consideraciones sobre el déficit público efectuadas hasta ahora se sigue que los problemas del déficit público han sido causados o permitidos por ese mismo Gobierno, que ahora predica su reducción drástica mucho más allá de las exigencias de Maastricht. Corregir errores es bueno; pero a veces puede ser políticamente difícil, como creo que es el caso en esta ocasión.

Lo normal en una democracia asentada habría sido que los errores mencionados se hubieran pagado en las umas con la consiguiente pérdida del poder; pero como en los últimos 10 años (y posiblemente en los próximos cinco) la alternancia en el poder ha sido como una entelequia sin virtualidad real alguna, los errores han salido baratos; habrían salido incluso gratis si no hubiera sido por los sindicatos. De hecho, todo el manejo político de la economía en los últimos años sólo ha exigido soslayar el obstáculo de la opinión sindical y de sus posibles movilizaciones. Y esto se ha hecho de una manera peculiar.

En efecto, las relaciones entre Gobierno y sindicatos recuerdan mucho a ese juego repetido, bien conocido, en el que un jugador (el Gobierno) puede desviarse cuantas veces quiera de la solución cooperativa en su propio beneficio, porque sabe que el otro jugador (el sindicato) nunca se vengará de una de esas desviaciones con otra desviación, porque esto sería peor para él. El resultado de semejante escenario es que la solución del juego es una trayectoria no cooperativa en la que el Gobierno hace en todo momento lo que le da la gana. A esta manera de manejar la polítim económica le prodríamos llamar la estrategia de la mujer fatal, porque en ella, el Gobierno, como una mujer fatal, engaña a su rendido amante cuantas vexs quiere, sabiendo que este úl:imo le perdonará cada vez, puesto que, engañado una vez más y estando totalmente enganchado, lo mejor para él es ídmitir la oferta de la cruel imante de empezar de nuevo ina relación eterna aun a sabiendas de que volverá a ser enrañado.

Lo malo de una solución ,omo la reseñada, fuera del nundo de la teoría de los juegos, es que, en realidad, el imante sistemáticamente engaíado puede un día hartarse y, in un rapto de dignidad, pegare el gustazo de cambiar de jue;o tomando actitudes que seían irracionales en el juego. Algo de esto había en el empeciiamiento de Fraga en abstenere en el referéndum sobre la OTAN: hubiera ido a su favor votar afirmativamente, pero le resultaba intolerable la arbitrariedad del poder. Mi impresión personal es que en lo que nos concierne aquí, y una vez convalidado el decretazo por el Parlamento, los sindicatos pueden estar cerca de romper la baraja y la paz social, aunque esto pudiera significar un suicidio.

Es posible que esto, el suicidio sindical, sea el objetivo de algunos; pero a mí me parece demasiado insensato como para contemplarlo. Por eso creo que el manejo de la convergencia pasa por ganarse la confianza sindical comprometiéndose a no utilizar más la estrategia de la mujer fatal. Es posible que no haya forma de hacer creíble un compromiso tal, pero hay algunas cosas que podrían ayudar, desde gestos a realidades. Pensemos en congelar los sueldos de los políticos, ¿por qué no?, pero pensemos también en una reforma en serio de la Administración o en la puesta en marcha de una vez del Consejo Económico Social. Cuando se ha incumplido una promesa inicial de aumentar la tasa de cobertura del subsidio de desempleo y se amenaza con lo que equivale a su reducción, quizá no basten ya gestos o buenas palabras: es imprescindible que se dediquen recursos de manera irreversible a lo que de verdad nos hace competitivos y garantiza empleo a largo plazo: la educación general, la formación profesional reglada (y no la ocupacional) y las infraestructuras. Políticas de esta naturaleza podrían hacerse algo creíbles si el Gobierno estableciera compromisos al respecto con el sector privado, cofinanciando, por ejemplo, centros educativos e infraestructuras. De esta manera pasaríamos de la estrategia de la mujer fatal a la estrategia del triángulo, que no sólo haría posibles algunas de las realizaciones que Pérez Díaz menciona como desatendidas, sino que, sobre todo, sería más aceptable para los sindicatos: el tercero en discordia contribuiría a disciplinar los caprichos y arbitrariedades de esa mujer fatal que es cualquier Gobierno sin alternativas.

Juan Urrutia es catedrátido de Fundamentos del Análisis Económico de la Universidad Carlos III de Madrid.

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