González y Aznar
NI A Felipe González ni a José María Aznar les pagan para que sean amigos o se caigan bien, pero la ciudadanía sí tiene derecho a esperar de ellos que su eventual antipatía mutua no dificulte las relaciones entre el presidente del Gobierno y el líder del primer partido de la oposición.El fundamento último de esas relaciones, destinadas a contrastar periódicamente los puntos de vista respectivos sobre asuntos de interés general, es la responsabilidad que Gobierno y oposición comparten en la continuidad y fortalecimiento del sistema democrático; la debilidad de éste perjudicaría a las formaciones que ambos dirigentes encabezan en la misma medida en que favorecería a partidos abiertamente antidemocráticos o, como mínimo, dados al aventurerismo político. Sin necesidad de dramatizar en exceso, las recientes elecciones celebradas en Francia, Italia y Alemania dan alguna pista sobre los riesgos de deslegitimación que laten en la actual situación.
El equipo encabezado por Aznar ha combinado la voluntad de centrar el mensaje del partido que heredó de Fraga con una actitud de oposición frontal al Gobierno. Esa oposición se ha distinguido de la desarrollada por su antecesor en dos aspectos principales: la deliberada intención deslegitimadora del Gobierno y la voluntad de dirigir las baterías directamente contra Felipe González. Acusaciones como la de haber "roto el equilibrio constitucional en beneficio propio" o comentarios como el que comparaba la situación actual con la existente durante el franquismo contribuyeron a cimentar la antipatía del presidente del Gobierno hacia su interlocutor del miércoles. Recíprocamente, la manifiesta preferencia por Fraga como interlocutor para los asuntos de Estado y el desdén demostrado en debates como el del estado de la nación hacia su sucesor -que sólo con motivo de la guerra del Golfo había sido recibido en La Moncloa- ahondaron la desconfianza de Aznar.
El mes pasado se advirtió desde el PSOE que González no recibiría al presidente del Partido Popular mientras éste no dejase de "insultar a los socialistas". Alguien respondió desde el PP amenazando con bloquear la resolución de los asuntos que requieren el consenso entre ambos partidos en tanto no, se fijase una fecha para la entrevista de sus dirigentes en La Moncloa. Ese tipo de desplantes desprestigian a las instituciones y estimulan los peores reflejos de desconfianza hacia los partidos. Aunque sólo fuera para hablar de ese asunto, el encuentro del miércoles habría estado justificado.
Por una parte, la rivalidad política no justifica la descalificación sistemática del proyecto de Aznar, negándole, bien su condición de alternativa, bien que pueda considerársele de centro-derecha (y no sólo conservadora). Por otra, Aznar no ha sido capaz, hasta ahora, de combinar su crítica radical al Ejecutivo con un mensaje en positivo que se distancie tanto de la práctica desarrollada por los socialistas como de la demagogia populista y vagamente ácrata que con frecuencia se le opone. Sus críticas -al plan de convergencia o al sistema de elección del Tribunal Constitucional- resultarían más convincentes si fueran apoyadas por proyectos o argumentos alternativos.
De otro lado, el objetivo de centrar el mensaje pasa también por una actitud menos tortuosa en las relaciones con el Gobierno legítimo: amenazar con bloquear las negociaciones si no había entrevista y considerar luego como un éxito no haber conseguido acercamiento alguno digno de mención resulta incoherente. Los avances logrados por los populares merced a su oposición sin tregua no deberían hacerles ignorar que el afianzamiento de una alternativa de centro-derecha pasa también por convencer a ese sector del electorado moderado que viene votando al PSOE desde 1986 que los jóvenes dirigentes del PP son políticos responsables y razonables, capaces de llegar a acuerdos cuando así convenga a los intereses generales. Aznar ha desaprovechado otra oportunidad.
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