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La necesidad de un proyecto político

El debate de la nación, que es siempre un hito importante en la vida política y parlamentaria, reviste este año un carácter especial, dada la situación de incertidumbres y problemas que atraviesa el país.Existe en nuestra sociedad una sensación creciente y generalizada de pérdida de rumbo, de desorientación; la impresión de que se está cerrando una etapa de nuestra historia reciente sin que se sepa muy bien cuál será la siguiente ni qué caminos nos conducirán a ella. Parece como si los impulsos políticos, económicos y sociales que nacieron en la transición y que, en gran medida, fueron renovados con la llegada al Gobierno del partido socialista, se estuvieran agotando. Lo cual, en sí mismo, no sería nada grave si paralelamente al agotamiento del pasado hubieran ido naciendo nuevos proyectos políticos y sociales. (La historia de las naciones y de las personas no es sino una serie de impulsos sucesivos que se agotan y renuevan constantemente.) Pero la preocupación, no obstante, en nuestro caso se basa en la percepción de que ningún partido es capaz de ofrecer un proyecto político definido en estos momentos que aglutine e impulse de nuevo a los ciudadanos.

Durante algunos años, algo poco frecuente en nuestra historia, una parte importante de los españoles se han sentido partícipes de un proyecto colectivo, con fe y confianza en las instituciones y las personas públicas. Pero en los últimos años, y especialmente en los últimos meses, esta actitud se está transformando en otra de indiferencia, cuando no de insolidaridad; en un rechazo de todo lo público y colectivo, y, lo que es más grave, en una falta de credibilidad de las instituciones y las personas que las dirigen.

En el ámbito económico, el periodo de ajuste y crecimiento de los últimos años ha dado paso a una etapa de atonía e incertidumbre que podría atribuirse a una situación meramente coyuntural, superable en un próximo futuro, cuando se produzca una reactivación de la economía mundial; pero somos muchos los que sospechamos, fuera y dentro del país, que hay factores de mayor gravedad que inciden en esa atonía. Que la política económica es una nave que a pesar de su imagen de firmeza, navega un tanto a la deriva, sometida a los avatares de la situación internacional, y cada vez con menos capacidad de respuesta y de aprovechamiento de los factores diferenciales y positivos de nuestra economía.

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Ante esta situación, que no creo que pueda aún calificarse de dramática, aunque sí de preocupante, cabe adoptar posturas de conformismo suicida o de indiferencia estúpida (ambas, por desgracia, bastante frecuentes), o cabe preguntarse y reflexionar en voz alta si no estamos a tiempo de ensamblar un proyecto colectivo capaz de dar un nuevo impulso a nuestra sociedad. Pero sería una grave equivocación reducir este proyecto a un conjunto de objetivos económicos.

Lo que necesita este país es un proyecto político apoyado activamente por un amplio sector de la sociedad, que incorpore unos objetivos de renovación social, política e incluso de moral pública.

A mi juicio, el gran error de los últimos años ha sido creer que la política puede reducirse a lo institucional, y lo social, a lo económico. Padecemos la enfermedad del reduccionismo. La modernidad, concepto ya escuálido de por sí, que ha sido bandera política durante un cierto tiempo, se ha reducido a convergencia económica, y, si se analiza, esta última parece reducirse a una convergencia financiera y monetaria. Es un camino equivocado. La convergencia financiera y monetaria, los objetivos de tipos de interés, inflación, déficit, etcétera, nunca se conseguirán si no hay convergencia económica global, y esta última no será posible sin una convergencia política y social de la sociedad.

La falta de éxito en el cumplimiento de los objetivos económicos, especialmente los monetarios, de los últimos años es la mejor prueba de lo que afirmo. ¿Es que se puede pensar que España puede alcanzar la tasa de inflación de otros países líderes europeos sin tener unos niveles de productividad, unas infraestructuras y un sistema industrial, etcétera, semejantes a los de estos países? ¿Y alguien cree que se pueden alcanzar los niveles de bienestar económico de estos países sin un sistema político, una moral pública o una cohesión social semejantes?

Hay que erradicar la permanente tentación de arbitrismo que nos invade, de creer que con fijar un objetivo de inflación o de déficit se ha satisfecho un proyecto político, o que, simplificando un modelo de política liberal, se piense que si se alcanzan estos objetivos, al coste que sea, todo lo demás se nos dará por añadidura. Triste sueño que puede terminar en pesadilla.

Si en nuestro país se pretende rígidamente alcanzar los objetivos financieros y monetarios que se anuncian sin enmarcarlos dentro de un proyecto político más amplio, capaz de motivar a amplios sectores de la población y suscitar un nuevo y amplio consenso, el coste de esta política puede ser muy elevado y dramáticamente inútil. Ésta ha sido exactamente la política que se ha seguido en los últimos años, y basta comprobar la convergencia que se ha conseguido en la inflación, los tipos de interés y el presupuesto del año 1992.

Si se centra el debate del estado de la nación en la convergencia, bajo el aspecto económico del término, será un debate estéril y el origen de una nueva frustración para el país. Y no sólo será inútil políticamente, será inútil económicamente y no se habrá dado ningún paso en la auténtica convergencia de nuestra sociedad con la europea. Se habrá perdido la ocasión de cimentar un nuevo consenso social y de exponer un proyecto político que es nuestra mejor garantía de alcanzar los objetivos económicos y sociales que deseamos.

Julián Campo Sainz de Rozas es economista.

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