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Izquierda y nueva política internacional

Como con la Babilonia del cante flamenco, así ha sucedido con el hundimiento del comunismo y el derrumbe del muro de Berlín. Inesperadamente surgió ante nuestros ojos un mundo ignorado y mucho más complejo que el escenario internacional que había regido durante cerca de medio siglo; un paisaje, aunque nuclear, placentero, pues su aceptación o su imposición suponía la instalación en un esquematismo absolutamente irracional, pero tremendamente cómodo, ya que eludía todo esfuerzo intelectual.Esta aproximación, muy simplista y sin lugar para matices, imperaba desde 1945 en las relaciones internacionales y en su complejo ideológico. De tal forma que incluso hablar de izquierda y derecha en la política internacional puede resultar de una elementalidad sospechosa. Durante décadas hubo varias izquierdas o seudoizquierdas, afectadas todas ellas por el morbo de la guerra fría. Con las cosas en su límite extremo podía hablarse de una izquierda comunista y de una izquierda socialista. Términos demasiado equívocos; más exacto sería afirmar que una izquierda se alineaba con la socialdemocracia y otra izquierda se encuadraba en las filas de un variopinto comunismo; con todo el hueco que se quiera dejar para grupitos y grupúsculos que, en el fondo, eran variantes de las dos grandes líneas.

La primera, la izquierda de raíz socialista, tenía que luchar en dos frentes; uno, el interior, donde entablaba sus batallas parlamentarias y electorales para demostrar, sobre el terreno, su capacidad real para acciones de gobierno reformadoras; el otro, exterior, donde tuvo que soportar, eran tiempos oscuros, el baldón del anticomunismo que le arrojaban al rostro otras fuerzas supuestamente más situadas a la izquierda. Durante la guerra fría, la socialdemocracia tuvo que acompañar a otras opciones políticas cuyo anticomunismo no ocultaba su conservadurismo y su reaccionarismo.

La otra izquierda, la comunista, se acostumbró fácilmente a la ingestión de sapos y culebras, ya que la posición de la Unión Soviética se -aclamaba como la única correcta ante el avance del imperialismo. La descripción, de esquematismo dramático, es de extrapolación imposible. Hay que trasladarse a los tiempos de Argelia, Vietnam o playa Girón; cuando la lucha contra el imperialismo lo justificaba todo y lavaba culpas y errores. Eran tiempos en los que no se quería recordar Budapest (1957) y aún no había sucedido Praga (1968).

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Sería superfluo aclarar que esta división de la izquierda seproducía exclusivamente en los países democráticos; en los Estados comunistas no había lugar para distingos y metafisicas. Situación que ignoraba o quería ignorar la izquierda comunista, crítica- denodada en los sistemas capitalistas y fiel escudero en los pretendidos baluartes antiimperialistas.

Situación tan maniquea hizo posible un acomodamiento mecánico y una respuesta automática ante cualquier tipo de estímulo. Lo blanco y lo negro en un espectro dual donde no cabían los matices. No es ahora, quizá nunca lo sea, el momento de tirarlo todo por la borda en una ceremonia pública de autoflagelación. Los años del pasado siempre conservarán el perfume de la juventud. Jamás se escribió nada favorable a los re-negados, pero tampoco deben alzarse monumentos conmemorativos para recordar los errores y para celebrar los crímenes.

Lo que ahora importa es festejar la llegada de la claridad, de una luz alumbrada por la complejidad. Ya no hay que alinearse junto a un Este que no existe para combatir un Oeste al que pertenecemos. Sin embargo, la desaparición de aquella entelequia geoideológica no es motivo suficiente para abrazar alborozados la causa de un mundo que no es precisamente el mejor de los deseables.

Al margen de opiniones individuales, hoy por hoy, la única izquierda posible es la ocupada por el socialismo. En cuyo interior han de caber distintas opciones; pero que ya no serán alternativas ideológicas contrapuestas, sino puntualizaciones concretas y variedad de criterios sobre porblemas específicos.

En esta perspectiva, las ruinas M muro de Berlín acabaron también con no pocos malentendidos y comportamientos perversos.

Ahora, cada cual deberá asumir, libremente y sin complejos freudianos, su propio compromiso, palabra que, por cierto ' continúa siendo absolutamente válida para definir posiciones políticas y planteamientos éticos; extremos absolutamente imprescindibles en un horizonte que arteramente pretende unificarlo todo.

Pero antes es necesario sortear una tentación: enterrado el comunismo, desaparecieron los problemas y se diluyeron las diferencias. Aceptar este enunciado equivaldría a renunciar a lo posible; es decir, a lo deseable y a lo perfectible. Situada en un Norte confortable, por ahora, la izquierda posible, la socialista, no puede ignorar las discriminaciones imperantes en la zona inferior de la frontera infamante ni tampoco en el interior del propio paraíso.

La izquierda del Norte tienemucho que decir frente a la discriminación reinante en su zona de privilegios: desde la mujer hasta el emigrante, pasando por las bolsas de marginación, hay todo un mundo para su actuación. Pero tampoco puede olvidar al Sur. En el pasado, la izquierda europea quiso liderar causas ajenas, dirigirlas y encauzarlas. La solidaridad fue decisiva; pero el paternalismo resultó nefasto. No se trata, ahora, de renegar del tercermundismo, insulto definitivo con el que se nos descalificaba.

La cuestión, en 1992, estriba en que el Norte continúa mirando hacia el Sur con ojos de mercado, de buen cubero y de mayor aprovechamiento. La izquierda ha de diseñar una visión del mundo unificado, que excluya la dualidad, y donde las palabras orden y justicia no tengan valores diferentes.

Ha llegado la hora más difícil y más importante en un mundo que, pese a todos los pesares, continúa escindido y está muy lejos de conocer el fin de la historia. Para la izquierda, la política es una historia interminable, sin metas y sin paraísos. Un mundo en progreso jamás puede finalizar. Otra cosa es que se acepte complacidamente un escenario en el que se camuflen las palabras y se silencien los sufrimientos. Podría ser una posición entre otras muchas; pero, desde luego, no es la postura de una izquierda que no puede ni quiere renunciar a su vocación transformadora.

Roberto Mesa es catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense.

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