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Tribuna:
Tribuna
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¿Por que arde España?

El autor del artículo hace hincapié en que la desidia, la imprudencia y la negligencia de los ciudadanos son la causa principal de los incendios forestales en España, que cada año arrasan 200.000 hectáreas de terreno, y considera meros tópicos que estos siniestros estén motivados por intereses económicos.

Es triste, pero un año más la negligencia generalizada de una amplia nómina de ciudadanos españoles, favorecida por una climatología especialmente desfavorable, ha hecho buenas las previsiones más pesimistas sobre los incendios forestales, y sólo a finales de agosto el fuego había recorrido ya más de doscientas mil hectáreas.De mantenerse las cifras en esta magnitud, y para ello necesitaríamos un otoño con lluvias generalizadas, estaríamos ante lo que podría denominarse un año normal, dentro de lo anormal que ciertamente resulta aceptar como normal el ver quemarse tal superficie cada año. Sin embargo, resulta difícil ser optimistas: en otoño, acabadas las faenas agrícolas, suele comenzar la danza de las llamas en el Cantábrico cuando el viento sur anima a pastores y ganaderos a quemar tojos y brezales.

Los hombres y las máquinas movilizados por las comunidades autónomas, de quienes depende en exclusiva la prevención y la extinción de los incendios forestales desde 1985, así como los aviones y helicópteros desplegados por el Icona en su ayuda, habrán evitado que los incendios alcanzaran proporciones mayores. En el camino, varias personas habrán perdido la vida, el fuego dejará oscuras cicatrices en nuestra tierra, y entre quienes compartimos directa o indirectamente la responsabilidad de la lucha contra el fuego pesará una cierta sensación de impotencia ante la absurda actitud de una sociedad que se pega fuego a sí misma sin llegar a tener conciencia de la gravedad de lo que hace.

Entretanto, los ciudadanos se preguntan: ¿por qué, arde España?

El hombre de la calle posiblemente crea que estamos ante una peligrosa epidemia de piromanía: los montes se habrían llenado de fanáticos enloquecidos de la cerilla a los que se sumarían desaprensivos compradores de madera y avaros urbanizadores en esa tarea de destruir los bosques. Eso sin contar con los del Icona, que, dicen, provocan incendios para tener trabajo. En definitiva, locos y especuladores tras los cuales se vislumbraría, organizándolos de manera secreta, alguna multinacional del crimen.

Pero la realidad es bien distinta, y las estadísticas no apuntan precisamente por ahí: España arde en un 80% por descuido y negligencia, actos si no involuntarios al menos sin verdadero ánimo de dañar, pero no por ello menos culpables. En ellos se ven involucrados pastores, agricultores, ganaderos, forestales, cazadores, turistas y un largo etcétera de ciudadanos corrientes a quienes en un momento dado se les habrá escapado el fuego que habían prendido para quemar unos matorrales, calentarse la comida o deshacerse de algunos residuos, acciones estas que son todas evitables si fuéramos capaces de tomar conciencia del riesgo que siempre entraña el fuego en el monte.

Es cierto que también caerán rayos y se desprenderán líneas eléctricas que harán saltar las llamas, y algunas personas por venganza o descontento contra su vecino o contra toda la sociedad, o simplemente por locura, provocarán incendios. Pero estas causas, todas ellas difícilmente evitables, en conjunto no suponen más del 20% de los incendios.

¿Imaginan lo que sería enfrentarse solamente a esa escasa cuarta o quinta parte de los incendios con los medios actuales? Además, en la prevención de tales incendios, en especial los criminales o las piromanías, intervienen acciones policiales o sanitarias muy específicas.

Jugar con fuego

La verdadera legión de inconscientes descuidados que hacemos arder España por los cuatro costados cada verano somos personas corrientes que andamos de mil formas distintas jugando con fuego por el campo y, más avispados que nadie, pensamos que aquello de perder el control del fuego jamás habrá de ocurrirnos a nosotros.

Afortunadamente, entre nuestros hijos, los más pequeños, en edad escolar, esta sensibilidad es muy diferente, gracias a las eficaces campanas de educación ambiental, cuyo éxito reside principalmente en sus maestros.

Ciertamente, eso, lo corriente, no llama la atención: lo destacable reside en el pirómano, al que se ha creído ver huir corriendo; en el artefacto incendiario que después se demuestra ser un cartucho caído de los fuegos artificiales de las fiestas de un pueblo cercano, cuando no la pretendida existencia de mafias organizadas que queman por no se sabe qué oscuros motivos. Y así los bulos se propagan, crecen y se erigen en verdad absoluta. De esta forma, usted, yo y todos los demás continuaremos con el fuego por el campo convencidos de nuestra inocencia y en la creencia de que son otros, venidos de fuera, los causantes de los fuegos que, por descuido, hayan escapado a nuestro control.

Si eso es así, cabría preguntarse: ¿por qué hay hoy más incendios, si el hombre siempre ha andado con cerillas y chisqueros por el campo?

Hasta los años sesenta, España era profundamente rural e incluso el campo más marginal estaba habitado. Se recogían las leñas, se pastaba toda brizna verde que brotase del suelo y se cultivaban los rincones más inverosímiles. Resultaba así difícil que se propagara cualquier fuego, pues enseguida se encontraba con algún terreno raso, limpio de combustible, donde se detenía y extinguía. Hoy nadie recoge las leñas muertas; ya no se usan los caminos y una espesa alfombra de vegetación, seca y fácil de quemar, tapiza el paisaje. Se sabe dónde empieza un fuego pero ya no sabernos dónde acabará, pues ya no existen aquellas barreras que lo detenían.

Este abandono súbito del campo ha propiciado la invasión de los matorrales en esa carrera de la naturaleza por recuperar los espacios que el hombre le arrebató antaño.

Estamos pagando, sin duda, un duro tributo al desarrollo, al mayor nivel de vida, y, si el paisaje vegetal ha cambiado profundamente en 30 años, no ha sucedido lo mismo con nuestras costumbres. En un momento tan peligroso de la evolución de la vegetación como éste en el que nos encontramos, seguimos empeñados en quemar y quemar, ignorando las recomendaciones, convencidos además de nuestra inocencia, pero borrando del mapa 200.000 hectáreas cada año.

Una evidencia lo confirma: la orilla sur del Mediterráneo, la africana, más verde y boscosa de lo que muchos podrían suponer, pero evidentemente seca, arde mucho menos que la orilla norte, ocupada por Portugal, España, Francia, Italia, Yugoslavia, Grecia y Turquía. En estos países más desarrollados ya no es posible ver, como en Marruecos, Argelia, Túnez o Egipto, a numerosos rebaños de cabras y ovejas pastando junto a gentes nómadas recogiendo cualquier mata que pueda servir de combustible.

Por ello es cada vez más necesaria la educación y sensibilización ciudadana para modificar el comportamiento de nuestra sociedad ante el fuego forestal. A ello se han venido dedicando año tras año presupuestos importantes en campañas publicitarias y de concienciación directa, por el Estado y las comunidades autónomas, tratando de llevar al ánimo de los españoles no sólo la gravedad de los problemas ambientales que el incendio forestal conlleva, sino de manera muy especial los peligros a que nos enfrentamos al usar indebidamente el fuego en el monte. En esta tarea han colaborado este año asociaciones ecologistas y sindicatos cuya voz probablemente llegue con más intensidad que la de la Administración hasta lo más profundo de la sociedad.

Para el éxito de esta empresa, que daría como fruto el tener que ocuparse solamente de los incendios inevitables o, lo que es lo mismo, de la quinta parte de los que hoy se producen, es necesario lograr de un lado un amplio consenso social sobre la necesidad de atajar el problema desde sus raíces, evitando la tentación constante de instrumentalizarlo políticamente esgrimiendo nuestra tragedia anual contra quien gobierna. Téngase en cuenta que hoy la adscripción política de los gobiernos de las comunidades autónomas, responsables de la prevención y la lucha contra los incendios forestales, es muy diversa, y las acusaciones de presunta incapacidad ante este problema acabarán volviéndose contra unos y contra otros.

Tópicos

Por otra parte, es preciso desterrar para siempre los tópicos que hoy predominan incluso entre las personas más sinceramente preocupadas por la conservación de la naturaleza. Los incendios se producen en su mayoría en lugares recónditos, territorios marginales de difícil aprovechamiento. ¿Quién puede seriamente creer que detrás de ellos hay intenciones urbanizadoras? Además, debe quedar claro, no hay ninguna relación entre la calificación urbanística del suelo, que corresponde en primera instancia a los ayuntamientos, y que tales parcelas se hallen o no arboladas, quemadas o sin quemar. Por otro lado, si lo que se quema es sobre todo arbolado inmaduro, sin aprovechamiento comercial, y el fuego no distingue entre maderas útiles e inútiles para la industria, ¿quién puede seriamente entrever la mano de las papeleras o los fabricantes de tableros detrás de los incendios? Lo más que conseguirían sería quedarse sin materia prima en el futuro. ¿Y los pirómanos? Resulta dificilmente creíble que en un incendio que dura ya dos o tres días, alrededor del cual circulan muchos cientos de personas y vehículos, haya personas -a las que se asegura haber visto huir corriendo- atizando el fuego, en un ejercicio no ya de enajenación, sino de arriesgada aventura, por ser fácilmente descubiertas.

A fuer de sencillo, no somos capaces de entender que la desidia, la imprudencia, la negligencia, el hacer caso omiso a las recomendaciones de las comunidades autónomas o del Icona que nos piden que no hagamos fuego en los montes bajo ninguna circunstancia son la causa principal de los incendios forestales, y además la causa más triste, por absurda y cotidiana.

es director general del Instituto Nacional para la Conservación de la Naturaleza (Icona), del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.

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