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Tribuna:LA FINANCIACIÓN DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS / 1
Tribuna
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El problema

El artículo 13 de la Ley Orgánica de Financiación de las CC.AA (LOFCA) dispone que el porcentaje de participación que tienen las comunidades autónomas en los ingresos del Estado será objeto de revisión, cuando se produzcan determinados supuestos (ampliación de competencias, reformas fiscales y cesión de tributos) y, también, añade la ley, "cuando transcurridos cinco años después de su puesta en vigor, sea solicitada dicha revisión por el Estado o por la comunidad autónoma".Los porcentajes vigentes -y la metodología para su determinación- fueran fijados en la Ley de Presupuestos para 1987 (artículo 62) y ya en esta norma se advertía que los referidos porcentajes se fijaban para el quinquenio 1987-1991, lo cual suponía aceptar de antemano que tenían que revisarse al finalizar ese periodo. En consecuencia, la ley de presupuestos para 1992 ahora en proceso de elaboración debería incorporar los nuevos porcentajes de participación aplicables a partir del próximo año.

Sin embargo, la cuestión parece que no va a resultar tan sencilla. Con motivo de la revisión de los porcentajes de participación, lo que algunas comunidades han acabado plantaendo es una revisión del propio modelo de financiación en el contexto de un nuevo pacto autonómico, cuestión que, como es obvio, va mucho más allá del ajuste de unos porcentajes.

El tema se veía venir porque, desde hace ya tiempo, daba la impresión de que el sistema de financiación vigente no le gustaba a casi nadie. Cataluña, como paradigrna de comunidad desarrollada, había denunciado en múltiples ocasiones la falta de autonomía financiera del modelo, reclamando algún tipo de territorialización impositiva y corresponsabdización con la hacienda central en las tareas gestoras. Por su parte, las comunidades menos desarrolladas han entendido, en general, que el grado de solidaridad que introduce el sistema vigente es muy moderado y no permite salvar en un plazo razonable las brechas históricas existentes entre comunidades, en lo que respecta al nivel de los servicios públicos. De hecho, nunca se ha puesto en marcha un mecanismo que garantice con carácter general un nivel mínimo de sevicios públicos, tal como aconsejaría una política seria de redistribución, y como ordena la propia LOFCA.

Y, hasta incluso la hacienda central, si bien es cierto que disfruta del poder que otorga distribuir el dinero entre las comunidades, tiene en cambio que soportar todo el coste político de la exacción fiscal sin que nadie se lo agradezca, y, mucho menos, en público.

Cuando confluyen tantas opiniones desfavorables al sistema vigente no es extraño que se piense en modificarlo. Si un sistema de financiación autonómica en un contexto político descentralizado como el nuestro no facilita el ejercicio de la autonomía financiera a las CC.AA., ni satisface los criterios de solidaridad -entre otras cosas porque realmente de la forma en que distribuye los recursos ignoramos cuál pueda ser el resultado redistributivo-, parece llegado el momento de plantearse su reforma. El sistema centralista que funcionó satisfactoriamente durante el periodo transitorio, no parece apropiado para afrontar el momento presente.

Mapa de referencia

Quizá la forma más directa de abordar la cuestión consista en pergenar un sintético mapa de referencia. Así, decimos que un modelo financiero es centralista cuando las exacciones sobre los ciudadanos las establece fundamentalmente la hacienda central, mientras que las otras haciendas -sean autonómicas o locales- obtienen la mayor parte de sus ingresos de transferencias procedentes de aquélla. Por el contrario, diremos que un modelo financiero es descentralizado cuando cada hacienda establece sus propias exacciones, de las cuales deriva la mayor parte de sus ingresos sin perjuicio, como veremos más adelante, de las transferencias redistributivas que, en su caso, efectúe la hacienda central.Como es obvio, en la realidad nos encontraremos con situaciones intermedias en las que no será difícil pese a todo, distinguir el polo de atracción dominante. Así, en nuestro caso, habida cuenta de la práctica inexistencia de exacciones propias en las CC.AA. no cabe duda que estamos situados en la zona de los modelos centralistas.

Los dos modelos sucintamente descritos no pueden interpretarse como alternativas abiertas a la opción. Existe una estrecha correspondencia entre el modelo de financiación múltiple y la organización política del Estado. Los modelos financieros centralistas se acomodan mejor en países con Estados muy centralizados, mientras que los países políticamente descentralizados requieren modelos de financiación de análoga naturaleza. Y ésta es,. en mi opinión, la clave explicativa de gran parte de las fricciones y tensiones que surgen en nuestro caso: hemos seguido manteniendo, en esencia, un modelo de financiación autonómica centralista mientras que la organización política del Estado resultaba cada vez más descentralizada.

En efecto, en un modelo financieramente centralizado los gobiernos autónomos no disponen, prácticamente, de impuestos propios, no tienen capacidad para ejercer la autonomía financiera que, en definitiva, equivale a poder decidir el volumen y la composición de sus ingresos. Esta limitación en el terreno financiero frecuentemente resultará asimétrica si se enfrenta con las competencias de que disponen las comunidades en otras áreas. Sin embargo, no se trata de una cuestión estética. Si las CC.AA. carecen de vías propias suficientes para obtener recursos, cuando necesiten más dinero no les quedará otra posibilidad que presionar a la hacienda central para que ésta aumente sus transferencias. Por tanto, las continuas demandas de recursos por parte de algunas CC.AA. no constituyen un mal congénito de éstas, sino del actual sistema de financiación.

Si estuviéramos en un contexto políticamente centralista donde los gobiernos regionales apenas tienen fuerza política, estas presiones por más recursos podrían controlarse fácilmente desde el gobierno central; pero, cuando nos movemos como es el caso en un sistema políticamente descentralizado en el que, más allá, de las coyunturas políticas, la presencia política de los gobiernos autónomos es importante, la presión financiera de éstos sobre la hacienda central acabará resultando insostenible.

Para la hacienda autonómica constituye ciertamente una tentación obtener recursos sin tener que soportar el coste político de exaccionar a sus ciudadanos-votantes. Desgraciadamente, también a veces funciona la tentación en el Gobierno central de obtener compensaciones políticas a cambio de dinero y quizá esa espúrea confluencia de intereses en la que ha concedido una vida más larga de la que debiera al vigente sistema de financiación.

En mi opinión, sólo existe una forma de salir de ese círculo de lucha y complacencia que consiste en que los gobiernos autonómicos dispongan de sus propias exacciones y que éstas constituyan para las comunidades más ricas, el único o fundamental renglón de su presupuesto de ingresos. Sólo de esta forma, la necesidad de mayores recursos se canalizará correctamente hacia la población propia, hacia los votantes del gobierno autónomo que los precisa, lo cual constituye la mejor garantía para atemperar los deseos de gasto.

José V. Sevilla Segura es economista.

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