MANUEL AZCÁRATE La muerte de Yugoslavia
Escribo estas líneas cuando las noticias que llegan de Yugoslavia indican divisiones en el Ejército, dificultades para que se imponga el alto el fuego pactado con la Comunidad Europea. Pero, al margen de los combates, el hecho que está entrando en la conciencia de los europeos es que Yugoslavia vive un proceso que parece conducir a su desaparición como uno de los Estados que forman parte de nuestro continente. Su existencia como tal no se remonta a una época muy lejana: nació a finales de la Primera Guerra Mundial. Ha habido dos intentos de dar cierta homogeneidad a los eslavos del Sur en el marco de un Estado: el de la monarquía de los Karageorgevic entre 1918 y 1941, y el de Tito a partir de 1945. Ni uno ni otro han obtenido un resultado satisfactorio.No me parecen convincentes las explicaciones que atribuyen estos fracasos a una incompatibilidad inmanente de los diversos pueblos yugoslavos. Existen Estados que integran componentes tan dispares -por la historia y la cultura- y que, sin embargo, funcionan bien. Baste citar el caso de Suiza. El éxito de una construcción estatal depende de condiciones históricas; pero luego la política hace que sea un éxito o un revés. Conviene recordar que el inicio de la crisis yugoslava, precisamente en Eslovenia, no partió de una reivindicación nacional, sino esencialmente política. Era una demanda de democracia y pluralismo frente al sistema comunista autoritario de partido único que representaba el poder federal. Fue el dirigente comunista serbio Milosevic quien, al buscar en el nacionalismo una base de masas para conservar el monopolio comunista, encendió la respuesta nacionalista en Eslovenia y en Croacia. Con ello deshizo lo que quedaba de la fórmula titista para estructurar Yugoslavia. La novedad de esta fórmula consistía en eliminar la hegemonía serbia, típica de la etapa de 1918-1940. Tito era croata y quiso hacer del comunismo el cemento del nuevo Estado. Ahora, en la disgregación yugoslava, el hundimiento comunista precede -y en cierto modo provoca- la explosión de los nacionalismos.
Sin embargo, incluso después de la proclamación de la independencia de Eslovenia y de Croacia, el pasado 25 de junio, los puentes no estaban rotos. Ni Liubliana ni Zagreb excluían la posibilidad de recrear una nueva asociación entre repúblicas yugoslavas. En este orden, la batalla en torno al presidente de la presidencia (valga la redundancia) es significativa. Tal cargo, que cambia cada año por rotación, correspondía en mayo al croata Mesic. Serbia (con sus aliados) le impidió tomar posesión, dejando al país sin órgano supremo de poder. Era una comedia de la confusión: Serbia, mientras propugnaba la continuidad de Yugoslavia, impedía el funcionamiento de su Constitución. En cambio Croacia, en vísperas de su independencia, exigía que Mesic ocupase la presidencia de una Yugoslavia de la que quiere separarse. ¿Qué hay detrás de estos absurdos? Probablemente un deseo de conservar nexos de cara al futuro, y de poner trabas, desde el poder civil, a la acción militar. En todo caso, había un terreno de negociación ante el cual los políticos yugoslavos demostraron escaso, sentido común y ninguna flexibilidad.
Lo cierto es que la gestión de la Comunidad Europea permitió, en un plazo rápido, que Mesic ocupase la presidencia, lo que coloca en sus manos, al menos en términos constitucionales, el mando de las Fuerzas Armadas. Por otra parte, la troika comunitaria logró dejar abierta la posibilidad de que Yugoslavia siga existiendo: la tregua de tres meses, aceptada por el Gobierno federal y por las repúblicas, tiene como razón de ser que éstas puedan negociar un nuevo sistema de relaciones entre sí. Con un futuro abierto. Si en ocasiones anteriores la CE había hecho hincapié en la intangibilidad de las fronteras -proclamada en el Acta de Helsinski de 1975-, en las visitas más recientes a Belgrado y a Zagreb el tono era más matizado. Alemania aboga con fuerza por una posición más flexible. Desde el momento en que se excluye una solución impuesta por la fuerza, ante la voluntad independentista en Eslovenia y Croacia, no es lógico eliminar la eventualidad de un reconocimiento de las nuevas repúblicas.
Pero otro factor ha dramatizado al máximo la situación: las acciones del Ejército. Los vaivenes en su actitud -anuncios de que aplastará las secesiones, declaraciones de que observará el alto el fuego- delatan que se entrecruzan en su seno tendencias contradictorias, originadas por su historia, reforzadas por la educación que ha recibido. Sus ataduras con el comunismo se remontan a su mismo nacimiento: Ejército y partido surgen juntos de la lucha guerrillera contra la ocupación hitleriana. Además, muchos de sus mandos son serbios, y el nacionalismo de Milosevic ejerce sobre ellos gran influencia. Estos factores empujan a la beligerancia contra Eslovenia y Croacia. En cambio, su propia composición multinacional actúa en sentido contrario: desde los primeros días hubo deserciones y síntomas de división.
Ahora, con Mesic de presidente de la presidencia, se ha creado una situación original: una acción militar -no concertada entre las repúblicas- sólo puede realizarse a costa de una ruptura de la legalidad absolutamente descarada. A croatas y eslovenos les interesa que se obedezca la Constitución.
Pero la acción del Ejército ha abierto ya heridas quizá incurables durante décadas. Los disparos, las muertes, han acrecido las enormes dificultades para los proyectos de una nueva asociación que dé cierta continuidad a la realidad yugoslava. Puede ser una tragedia para Europa. La insistencia de la CE en evitar el estallido de Yugoslavia responde a razones serias.
Sin duda, cada pueblo tiene derecho a decidir su suerte. Pero es absurdo que, en fases pasionales -que pueden durar sólo unos años- se cambien fronteras a troche y moche. En la transición española, sin la flexibilidad de Madrid en el tema nacional, hubiesen podido ocurrir hechos lamentables. En el caso de la URSS, si se logra formar una nueva unión, será sobre todo gracias a que Rusia, la república más poderosa, defiende la descentralización y ayuda así a mantener la relación entre repúblicas. Serbia desempeña un papel exactamente contrario: defiende el viejo sistema centralista, y su voluntad hegemónica es un factor de repulsión para las otras repúblicas.
En todo caso, ante el futuro, lo más fácil para Europa es reconocer una Eslovenia independiente. Croacia plantea un complejo problema de fronteras, con un 10% de población serbia. Las luchas armadas de estos días complican que una negociación permita resolverlo. Pero está, sobre todo, la otra Yugoslavia. Macedonia, con fronteras poco seguras: ni búlgaros ni griegos admiten la existencia de una nación macedonia. Kosovo, cuya población albanesa sufre hoy la represión serbia, situado al lado de una Albania en transición. En Serbia, si Milosevic se enfrenta a una oposición creciente, en ésta el principal ingrediente es un nacionalismo aún más extremista que el suyo. El esfuerzo por elaborar, sobre bases nuevas, una asociación confederal entre los eslavos del Sur merece, sin duda, ser estimulado por Europa. Sería un esfuerzo por introducir elementos de racionalidad en un problema que está descarrilando por vías de violencia y pasión. El envío de observadores por la Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea puede ser un elemento de esperanza. Los buenos oficios de la CE deben facilitar la negociación. Incluso si se hace ineludible registrar la muerte de Yugoslavia convendría reducir al mínimo las consecuencias negativas.
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