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Un escritor bajo la nogala

Una de las grandes adivinaciones de la crítica literaria de este tiempo es la de que no hay que explicarse una obra por la biografía o etopeya del autor, por la sencilla razón de que un autor es más que la persona individual y porque, a la hora de escribir, hay lo que puede llamarse talento, genio, o condición de escritor en todo caso, que transfigura la realidad o fabula, hace literatura en suma. Así que no seré yo el que insista en los clichés habituales en los que el escritor Miguel Delibes y su escritura han venido plasmándose y casi siendo encerrados durante bastante tiempo.El hecho de que Delibes haya narrado historias campesinas, pintado vida y personajes campesinos y descrito la naturaleza con minuciosidad topográfica y un lirismo ahogado en su mismo brote, unido al otro hecho de que Delibes -hombre sustancialmente urbano- cace, pasee, monte en bicicleta y sea alguien que se encuentra a gusto al aire libre han oscurecido o engañado el ojo de muchos lectores y aun de bastantes críticos; y de ahí han nacido glosas sociológicas, imaginaciones camperas o campesinas, y complacencias o extrañezas sobre castellanismos. Precisamente ahí donde, como en el resto de la obra delibiana, sólo hay y sólo importa el bisturí del novelista aplicándose a la carne y al alma misma de los seres humanos, desmontando y dejando en cueros vivos la trama del poder. U ofreciéndonos parábolas éticas allí donde sólo la narración y no el discurso puede enseñarmos donde estamos o hacia donde nos encaminamos. Y todo ello en un lenguaje que es agua clara de montaña.

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Los lectores beben luego apaciblemente de este agua y disfrutan con ella sin percatarse hasta mucho más tarde de que ese agua tan nítida -como la sombra de la nogala que al propio Delibes fascinó un día hasta hacerle olvidar lo que podía haber detrás de tanta umbría y frescor: un buen lumbago- es traicionera. Y quiero decir lo que digo: en ese lenguaje, en esas historias, apuntes o parábolas delibianas tan sencillas va una implacable visión lúcida y amarga del mundo y de los hombres: una visión barroca más que agustiniana, pero con frecuencia feroz.

Por esto mismo resulta tan consolador, acompañador o inocente en su escritura: tanto como, siendo igualmente implacable en su mirada en la vida cotidiana, resulta cálido y divertido. La procesión siempre va por dentro: la de la ternura se encubre con el sarcasmo, la de la negrura con el manantial tan puro del decir y del apuntar hacia alguna raya luminosa en el alcor, la de la ferocidad de la naturaleza con su hermosura vista a lo ancho en una prosa lenta que abarca una planicie, la del nudo de víboras del corazón humano o de la bruticie del poder con la ironía y la comicidad. A lo largo de toda su obra, cualquiera que sea la historia que nos cuente.

El narrador es siempre todo oídos, y el novelista anda con un farol como Diógenes para encontrar un hombre, que ya Mauniac nos dijo que se veía y se deseaba en su tiempo para hallar algo todavía humano y singular con grosor narrable y significativo. De manera que no es por idilismos, arcadismos o ecologismos ni aficiones venatorias o residencias campesinas por lo que en Delibes hay historias campesinas o naturaleza. Están ahí como están otras historias urbanas o se alza la fábula de parábola de un náufrago: porque el escritor ha hallado ahí la materia que va a transfigurar y decir lo que quiere con palabras y con un ritmo narrativo que son como el riachuelo o el aire claros y fríos que tanto le gustan.

Gran parte de la zoología delibiana es a mi entender alegoría, como la hoja roja del librillo de fumar lo es para el pobre jubilado de la novela de este nombre. Pero ya digo que, contado todo esto al sol y al agua clara como Delibes lo hace, no parece más que calmosa charla y frescor. Y eso ayuda a vivir. Pero no porque Delibes ofrezca el oro y el moro a sus lectores en torno a ilusiones ni esperanzas. Lo que ocurre es que nos hace respirar en una mañana con neblina azul, o nos lleva a un teso a ver las avutardas, o nos hace esperar la lluvia; y nos sentimos vivos. Y nada hay que sea más importante en literatura seguramente que esta conciencia del lector que, leyendo, se sorprende viviendo; porque el autor le ha fabricado un territorio. Como bajo la copa de una gran nogala, pongamos por ejemplo en este caso.

es escritor y periodista. Premio Castilla y León de las Letras 1989.

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