Muerte en la familia
Con la desaparición de Rajiv Gandhi se interrumpe la línea 'dinástica' en el país
Rajiv, hijo de Indira, nieto de Nehru, tercero de una dinastía que se ha debatido entre la tentación imperial y la repugnancia de ceder a la misma, ya no recuperará jamás el poder.Con el último de los Gandhl muere una cierta idea de la India, una vocación, una familia. Mueren los Gandhi, y con ello puede entrar en un gravísimo proceso de desintegración el partido del Congreso, que si ha sido mucho, y muchas veces malo, para su país, lo suponía también todo en una patria a la que le faltan raíces y a la que le sobran división, y sectarismo.
Rajiv Gandhi seguramente no era un estadista excepcional y su carrera política -todavía apenas debutante- presentará, a la postre, quizá más sombras que luces, pero, con todo, garantizaba para dentro y para fuera la estabilidad de una formación política, que es lo único que a casi medio siglo de la independencia articula a la India como Estado.
Dos fuerzas políticas
Con Rajiv no muere la nación, e incluso puede argumentarse que el país precisaba librarse -aunque ciertamente no de esta manera- de una arcaica visión de sí mismo, percibida a través de la figura redentora del paterfamilias, del semidiós reencarnado -carga que llevaba tan mal el fallecido- del emperador eternamente añorado, pero sí, en cambio, puede comenzar a morir el partido del Congreso, que es todavía hoy, con sus lacras y miserias, la única versión laica y posible de una India de todos. Sólo ha habido en la India contemporánea dos fuerzas políticas que pudieran optar al apelativo de nacionales: el Congreso y el hinduismo extremo, expresado en la actualidad en el partido Bahratiya, pero refugiado a la vez en mil asociaciones fundamentalistas, nazis de esvástica, jomeinis con babuchas y desdén de fakir, que se disputan la frustración de una cultura ancestral supuestamente arrinconada primero y mal servida después por la gobernación del Congreso. La muerte de Rajiv Gandhi traza un espeso interrogante sobre lo que pueda dar de sí en el futuro la pugna entre esas dos grandes tradiciones nacionales.
Jawaharlal Nehru, seguidor occidentalizante del gran agitador de la India moderna, Mohandas Gandhi, el Mahatma, fundó con la independencia, en 1947, la India que aún hoy conocemos. Fue el renuente iniciador de una dinastía que gobernaba y daba orden a un Estado, todo lo laico que probablemente cabe esperar del melting pot indostánico. Educado en Inglaterra, hablaba mejor el inglés que el urdu o el hindi, y soñó un día que un socialismo no doctrinario era el mejor medio para sacar al subcontinente de la miseria y del atraso. -Fue algo así como si la India independiente extrajera del inmediato pasado colonial lo mejor que Gran Bretaña podía fabricar en padres de la patria; su hija, Indira Gandhl ( por su matrimonio con el parsi Feroze Gandhi) fue el intento de calculada marcha atrás, de recuperación teatral de unos valores que a la vez bloquearan el camino al integrismo hindú; de sus años de Gobierno es el culto a la Madre India, Madre Indira, confundidas como una reencarnación de la diosa Kali; nigromancia y modernismo, un todo indisoluble y probablemente intencionado en la corte de la nueva emperatriz; Rajiv Gandhi, por su parte, educado aunque sin espectaculares éxitos académicos, puesto que no terminó ninguna carrera, en el Trinity college de Cambridge, y piloto de líneas aéreas por formación profesional, habría querido ser la síntesis de esas dos visiones: la India de siempre, pero que se moderniza según sus propias leyes, para competir con los grandes del planeta.
Nacido el 20 de agosto de 1944 en Bombay, casado en 1968 con la italiana Sonia Maino -eventualmente convertida al hinduismo- a la que conoció en la universidad británica, quiso hacer de su vida una sosegada versión de esa tecnocracia que creía tan necesaria para su país. Nada en él predisponía. al liderazgo. De pequeño cuentan que era tierno, reservado, sencillo, adorador de su abuelo, pero como abuelo Jawaharlal, no como gobernante Nehru. Toda su juventud conservó un osito de peluche que le había regalado en su infancia el patriarca imponente y cariñoso, cuando con él pasaba largas temporadas entre los lagos y la luz de Cachemira. El rigor dinástico le exigiría, sin embargo, el sacrificio más grande de su vida: el de dejar de ser Rajiv para convertirse en un nuevo Gandhl sucesor de los Nehru.
La muerte en accidente d aviación de su hermano menor Sanjay, predestinado por Indira para heredar el trono, sacó a Rajiv de su funcional anonimato. Y el asesinato de su madre, el 31 de octubre de 1984, vino a darle el tirón definitivo que le transformaría, tras una apresurada elección intramuros del partido, en el nuevo primer ministro de la mayor democracia de la tierra Su figura joven pero no agresiva tersa faz de un mensaje escrito con modernos ordenadores, pero fabricados en la India, apogeo de un autoctonismo ligado, sin embargo, a lo foráneo, le dio el mayor triunfo electoral de la historia del país. Todo era posible en ese diciembre de 1984, cuando obtenía más de dos tercios de los escaños en la cámara baja. Todo era posible, menos en la India.
En los cinco años que mediaron hasta las elecciones de noviembre de 1989, su imagen envejeció, su reputación se tiñó de sombras corrompidas, su sueño se hizo onírico, y las viejas mañas del partido en el poder se dice que pudieron con su amateur entrega. Cuando se vio derrotado en la última contienda electoral, Gandhi se hallaba en medio de un complejo proceso de reconstrucción política. Se había visto obligado a convertirse en un profesional como cualquier otro, aura perdida. A la inocencia había sucedido la treta, a la visión inspirada, la añagaza para mantenerse en el poder. Versiones, sin duda, al menos parcialmente interesadas. Pero, a su derrota, una vez más se probó el implacable axioma de la política nacional de la India.
El Congreso quizá no sepa gobernar, pero nadie es capaz de gobernar sin el Congreso.
El fracaso de su sucesor, Vishwariap Pratap Singh, él mismo un tránsfuga bientencionado del Congreso, y del último jefe de Gobierno, Chandra Shekar, que sólo se sostenía en el Parlamento por el apoyo que le prestaba el propio Gandhi, le habían dado una nueva oportunidad de enmendar errores. El líder del Congreso se presentaba ante estas elecciones como favorito para recuperar el cetro. Esa segunda ocasión le habría, quizá, permitido ser por primera vez él mismo. Ni sucesor obligado, ni monarca a la fuerza. Un nuevo Rajiv Gandhi, ya político, pero quizá no para siempre divorciado de algunas creadoras ilusiones.
Las votaciones en curso, si no se suspenden, pueden ser las del sufragio póstumo que conviertan a Gandhl en algo que en la India ha dado siempre mucho juego: el martirologio. El propio Mahatma murió asesinado por un ultraortodoxo del hinduismo, Naturam Godse, y su espectro, tanto por su obra como por su muerte, concisa escenografía del dolor, acecha todavía los recuerda de una India que no ha logrado aún su definitiva incorporación al presente. Sin embargo, si la muerte de Mohandas Gandhi tuvo algo de sacrificio fundacional, la desaparición de Rajiv parece un tocar a muerto diferente. ¿Quién encarnará ahora la imagen tranquilizadora del Partido del Congreso?
La elección de 1989
En las elecciones de 1989 el electorado pudo elegir entre una versión dinástica y la independencia de los mitos fundacionales, para caer en el mito de que se podía ser independiente de la propia historia. Rajiv Gandhi sucumbió entonces, pero hoy de nuevo parecía próximo a reincorporarse en el poder. La algarada lejos del regazo familiar y dinástico, cualquiera que sea ahora el resultado electoral, ha -sido bastante menos que afortunada. La tragedia que nos viene es la de que el vacío que puede crear un partido del Congreso en confusión, sea llenado por esa otra corriente nacional, minoritaria, pero que bulle en todas las pulsiones de la gran tierra hindú, a riesgo de destruir el ya precario equilibrio que es la India.
Sea lo que fuere lo que haya de depararnos el futuro, el subcontinente que amanece hoy, 22 de mayo, se encuentra, como no había ocurrido nunca desde la independencia, sin un Nerhu o un Gandhi en el poder o pronto a tomar el relevo, como lo hizo Indira tras la muerte de Lal Bahadur Shastri al fin de los 60.
El Congreso, coalición escasamente santa de mezquinos intereses pero también de vastas aspiraciones, debería demostrar ahora que es capaz de seguir encarnando a una India en la que quepan, incluso en el disturbio civil, lo mejor de musulmanes, sijs, comunistas, cristianos, intocables, parsis, y todo lo que constituye el otro en un país al que la ultraderecha religiosa quisiera convertir en uno.
El mérito de Rajiv Gandhi, quizá el único pero no por ello sin grandeza, era el de que seguía simbolizando una versión, aunque deteriorada, de la casa de todos indostánica. Por ello, la historia comienza hoy de nuevo en la India. Nadie sabe aún, sin embargo, para qué.
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