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Tribuna
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El precio de una victoria

Mientras la conducta sanguinaria y suicida de Sadam Husein y el Estado Mayor iraquí no merece más comentario que la execración de su anexión de Kuwait, debido a la transparente y monocorde tozudez de su posición, en cambio resulta urgente e imprescidible someter a juicio los argumentos y actuaciones, las motivaciones y los fines profundos de la conducta de la Administración estadounidense. Ese será el objetivo de estas reflexiones que escribimos la misma noche en que las tropas aliadas, dirigidas por Washington, han iniciado las hostilidades bombardeando Bagdad, y mientras crece la convicción de que la abyecta alternativa bélica no ha podido triunfar sin la activa cooperación de los dos bandos. Como dice el refrán: "Dos no se pelean si uno no quiere".En primer término, hay que considerar que la postura norteamericana está marcada por una sospecha que se remonta a los orígenes del conflicto. Se trata de una sospecha gravísima, según la cual Estados Unidos fingió una actitud de tolerancia o aparentó no darse por enterado de las pretensiones invasoras que las autoridades iraquíes transmitieron secretamente a la Embajada estadounidense antes de la anexión militar de Kuwait. Difícil, por no decir imposible, de corroborar, esta sospecha no puede ser empleada y no se empleará como elemento de valoración en nuestras interpretaciones. Sin embargo, no puede ni debe ser olvidada, porque expresa las dudas legítimas de una opinión pública escarmentada ante la dilatada tradición de complós que caracteriza a las administraciones y aparatos de inteligencia e información de Estados Unidos.

Refiriéndonos ya a hechos verificables, el primer acto significativo de Washington fue la temprana, descomunal e incesante afluencia de tropas y armas a la zona: la sombría amenaza de esa presencia impidió que fructificara cualquier solución regional; actuó como elemento de presión sobre las naciones del área más adversas a Bagdad, pronto integradas en un frente antiiraquí, y ha arrastrado las distintas coyunturas del conflicto hacia la irreversible alternativa bélica actual.

Pretextando el inaceptable coste de una presencia indefinida de sus tropas en el área, Estados Unidos minó luego la efectividad del embargo impuesto el 6 de agosto por las Naciones Unidas sobre Irak, presionando para que la medida tuviera una duración aplazo fijo. Sin embargo, el freno provisional de su belicosidad y la postergación de sus objetivos le supusieron buenos dividendos: hasta 28 Estados se enrolaron en el frente de naciones intervencionistas patrocinado por los norteamericanos; otros países fueron adhiriéndose a la línea estadounidense de intransigencia diplomática; por último, su renuncia a tomarse ]ajusticia por su mano, su bien orquestada (y novedosa) decisión de plegarse a las decisiones colegiadas de las Naciones Unidas, colocó a Washington en una situación inmejorable para liderar la sacralización del nuevo orden internacional. En adelante, los auténticos fines de Washington, la irrefrenable y nada condescendiente persecución de su proyecto de consolidación económica e imperial en la zona, se camuflan y se benefician de la máscara de paladín de la nueva era, de justiciero ejecutor de la lucha de la libertad contra los tiranos que se ha adjudicado y airea a los cuatro vientos.

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El plazo del embargo, cuya efectividad no ha preocupado excesivamente a los norteamericanos, tal y como han revelado numerosas publicaciones internacionales, culmina, como era de esperar, precipitadamente y sin lograr sus objetivos. La encrucijada que se abre es, entonces sí, decisiva, y Estados Unidos obtiene un éxito espectacular y lamentable al lograr que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se incline hacia las posturas belicistas y punitivas que Washington propicia: la resolución 678 le deja las manos libres, como cabeza de fila de los Estados que cooperan con Kuwait, para "usar todos los medios necesarios para hacer respetar y aplicar la resolución 660", que conminaba a Sadam Husein a la retirada de Kuwait, y contiene también un abominable ultimátum, incompatible con las tradiciones de mediación en conflictos, que desde aquel momento actuará como espoleta de acción retardada de la guerra. Para lograr la mayoría necesaria en el Consejo de Seguridad, formado por 15 países, y la ausencia de veto por parte de las cinco naciones que componen el consejo permanente, Estados Unidos manipula insidiosamente la sumisión disfrazada de autonomía de algunos países europeos, la dependencia en que su dramática situación interior coloca a los rusos y la necesidad de los chinos de romper el aislamiento en que se hallaban.

En adelante, a Estados Unidos le basta con fortificar la santa alianza que ha forjado. Baker recorre incesantemente el mundo, asegurándose de que ningún miembro del rebaño abandone el redil de las consignas fijadas: no a cualquier contrapartida territorial que prime la retirada de Irak; no a la vinculación de la invasión de Kuwait con la situación de Palestina y Oriente Próximo; no a las propuestas de celebración de conferencias internacionales sobre los problemas de la región; no a cualquier ingenua pretensión de que las tropas estadounidenses y aliadas abandonen la región tras la retirada voluntaria de Sadam Husein; no a cualquier forma de auténtica negociación. Un humorista reflejó hace días con acierto el pensamiento norteamericano en un chiste con la siguiente leyenda: "Husein es tan peligroso que si le ofrecemos una vía de solución es capaz de aceptarla".

Efectivamente, si Estados Unidos se ha negado recalcitrantemente a considerar la posibilidad de una conferencia internacional tras el repliegue de Irak, no es, como ha repetido, porque rechace primar la aventura de Sadam Husein, sino porque no está dispuesto a restituir la justicia que, desde hace tanto tiempo y para tantos problemas regionales, solicitan los árabes; porque en realidad aspira a afianzar su dominación y la de sus aliados, y porque desea dar un aviso al irredentismo de las naciones árabes dividiéndolas y sometiéndolas a su férula. De manera que la ínica e inamovible proposición que Irak ha recibido desde el principio del conflicto hasta el desastroso estallido bélico ha sido la mezquina, afrentosa y temeraria conminación a una retirada incondicional, hecho que ratifica el escandaloso sometimiento del Consejo de Seguridad, sirviendo de coartada a los planes de Washington, así como la suplantación del derecho y del ánimo de conciliación que debía presidir la conducta de las Naciones Unidas por la lógica belicista.

En consecuencia, y aun descartando las sospechas antes referidas, el examen de los sucesivos movimientos de Washington nos ratifica en la siguiente y tétrica conclusión: ha sabido explotar sin escrúpulos la arrogancia militarista de Husein hasta acorralar a Irak entre la espada de la guerra y la pared de una retirada incondicional a costes inaceptables. No ha mostrado ni un átomo de ese espíritu de conciliación que, a cambio de concesiones mínimas a las que el resto de los países alineados en uno y otro bando han estado dispuestos a someterse en diversos momentos, hubiera podido reconducir la situación hacia posiciones más armoniosas y justas para todos. Tampoco ha vacilado acerca de la inconveniencia de desencadenar una guerra de devastadores resultados para Irak, los países de la zona y sus propios soldados, de incalculables consecuencias políticas, económicas y ecológicas para todo el mundo, y de efectos mucho más destructivos que el entuerto que

Pasa a la página siguiente

El precio de una victoria

Viene de la página anteriorpretenden corregir, ya que generarán una situación mundial mucho más agresiva, exasperada e inestable.

Si Baker, el secretario de Estado norteamericano, se ha referido una y otra vez a los errores de cálculo de sus oponentes es porque sabe muy bien que en comparación con los refinados e implacables cálculos propios, en comparación con el esfuerzo planificador y la ciencia de la toma de decisiones apropiadas a un fin que dominan los think thanks del Pentágono y del Gobierno norteamericano, la capacidad previsora y programadora de la inteligencia iraquí está a años luz. Entre ambos países no hay sólo una abismal diferencia en tecnología y potencial militar, lo que condena a la guerra a convertirse en una matanza, también la hay en cuanto a las respectivas capacidades para canalizar los propios apoyos y minar los ajenos, estudiar prospectivamente los movimientos políticos del adversario, gestionar la batalla psicológica y publicitaria, y en definitiva, coordinar el conjunto de procesos capaces de unificar el aparato militar y la diplomacia como un todo indisoluble y encaminado al mismo fin.

Quien no esté ciego puede ver con claridad que ese único fin que ha impulsado a Estados Unidos es la victoria cueste lo que cueste. Una victoria que va a registrarse en el campo de batalla tras el arrasamiento militar de Irak, pero que también se hubiera producido de darse la otra alternativa, o sea, la retirada incondicional. Pese a la fundamental diferencia en coste de vidas y destrucción que marca ambas alternativas, no hay que perder de vista que en caso de retirarse voluntariamente, Irak hubiera tenido que pagar igualmente fuertes contrapartidas y resignarse a su conversión en protectorado sometido a vigilancia económica, política y militar, mi - entras las naciones árabes hubieran tenido que doblegarse a la constitución de algún organismo similar a la OTAN en la zona. En definitiva, la victoria que Estados Unidos ha buscado con taimada perseverancia consiste en acrecentar su dominio económico, político y militar, en imponer su imperium en una zona energética y estratégica vital, liquidando la potencia militar iraquí, forzando la disensión de la frágil solidaridad árabe contra Israel y manteniendo una tensión favorable a los intereses comerciales de su hipertrofiada industria armamentista y a la expansión de su empresa nacional de seguridad. La inexorable voluntad de victoria ha impedido a Estados Unidos cualquier veleidad conciliatoria, lo ha vuelto irreductible a cualquier concesión que pudiera empañar la primacía y la sumisión ajena que espera conseguir, lo ha llevado a sacríficarlo todo y, sin reparar en medios, a manipularlo todo.

Es evidente que, sea cual sea la duración de la guerra ya en curso, los norteamericanos van a obtener por la vía más sangrienta, trágica y onerosa la siniestra victoria que querían. Pero también resulta claro que su calculada operación no va a pasar inadvertida, pese a la actividad que despliegan las fuerzas maquilladoras que pretenden erigirlos en libertadores. Tendrá consecuencias, las está teniendo ya. Sectores crecientes de la poblacíón mundial advierten con pánico la catadura del prometido nuevo orden internacional, que nace de este parto prematuro y con cesárea: desorden en realidad, ya que consolida la injusticia, está hipotecado por la doble moral, deslegitimado por la desigualdad de los códigos de derecho que se aplican a unos y a otros, perturbado por la institucionalización de la compraventa de los apoyos recíprocos y, sometido a los caprichos del gran patrón. Jóvenes y viejos empiezan a alinearse contra esa aniquilación de la diplomacia política, consistente en convertirla en un instrumento más de aparatos militares movidos por la exclusiva e ilimitada voluntad de victoria. Antimilitaristas de todos los pueblos se alzan contra la inhumanidad de aquellos Estados que, relegando a la nada al contendiente y considerando una ingenuidad antediluviana la mutua concesión, la voluntad de entendimiento o la transacción política beneficiosa para los bandos opuestos, sólo entienden estas viejas virtudes como mentiras tácticas que cooperan eficazmente con los objetivos de su militarizado amor propio. Medio planeta se ha movilizado ya contra la guerra en curso. ¡Ojalá pronto lo haga también contra esa diabólica manera de planificar la propia victoria, calculando, provocando y aprovechando sin escrúpulos el acorralamiento del adversario, para aplastarlo sin vacilaciones en nombre de una justicia traicionada!,

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