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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los anacronismos

EL LENGUAJE "tribal" del PSOE, al que hacía alusión Felipe González el pasado domingo, está inaugurando una etapa en la que los anacronismos se vuelven dominantes. Al mismo tiempo que el presidente del Gobierno avanzaba en Roma en la unidad política y económica de Europa, el vicepresidente del mismo Gobierno caminaba en Sevilla en el sentido contrario. Y no sólo en la dirección opuesta a la de los mandatarios de los Doce, sino también de los conceptos que el propio González exponía en el recién celebrado congreso socialista: "Llevamos ocho años gobernando y en ocho años hemos hecho el mayor proceso de liberalización económica que ha conocido nuestro país; en ocho años hemos fortalecido los resortes de la economía libre, abierta y competitiva, y queremos seguir fortaleciéndolos".Alfonso Guerra establecía mientras tanto -aunque en el mejor de los casos fuese como figura literaria- una vuelta a las leyes de hierro (en este caso para los beneficios), algo antinómico en sí mismo con esa liberalización en la que se halla envuelto nuestro país como proyecto histórico; algo que pertenece ya, hasta en los países más avanzados de la socialdemocracia, al pasado más autárquico de los mismos. Con ello no sólo entraba en desacuerdo con la práctica del Gabinete, sino que oscurecía el resto de un sugerente debate sobre Economía y socialismo que se estaba celebrando en la capital andaluza y que ha quedado en la oscuridad. El vicepresidente ponía la guinda a una semana en la que a los anacronismos economicistas ha añadido las descalificaciones gratuitas y los insultos.

No es lo mismo que un político cualquiera insulte o menosprecie a otros políticos a que lo haga el vicepresidente del Gobierno. Un Gobierno que, como recordó hace poco Felipe González, no es sólo el de los socialistas, sino el de España. Desde un Gobierno que representa al conjunto de los ciudadanos no se puede ofender impunemente, con descalificaciones genéricas y no argumentadas, a los millones de electores que han otorgado su confianza a otros partidos. Considerar iletrados a todos los políticos de derecha o evocar los crímenes del estalinismo a propósito de la oposición de izquierda refleja un sectarismo extremo.

A los comentarios de Alfonso Guerra sobre las creencias religiosas de algunos políticos del Partido Popular, aderezados con gracias sobre monjas y alféreces, ha respondido Fraga mentando la bicha de la masonería. Es un efecto dominó que puede perturbar cuestiones tan sensibles como la de la estrategia antiterrorista, en la que la oposición conservadora ha atravesado una peligrosa línea al plantear públicamente la cuestión de la reinserción; un tema que requiere más que cualquier otro del consenso tácito de todas las fuerzas políticas. Tampoco se entiende cómo se puede descalificar globalmente al Partido Popular y luego demandar su consenso, por ejemplo, en el pacto de competitividad, tan necesario para la Europa de 1993.

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Alfonso Guerra ya era un personaje insólito antes del estallido del escándalo de sus hermanos. Negociador hábil, su influencia en el consenso constitucional o en la normalización de las relaciones con la Iglesia católica están fuera de duda. Pero su discurso político, mezcla de retórica izquierdista y pragmatismo acomodaticio, ha ido revelando su anacronismo a medida que las pautas democráticas iban asentándose en la conciencia de los ciudadanos.

Sin embargo, Guerra ha sido salvado, paradójicamente, por el escándalo familiar. El acoso que siguió al estallido del caso suscitó un movimiento de defensa unánime, de desagravio, en el seno del PSOE y acabó arrastrando al presidente del Gobierno, que unció su propio porvenir político al de su número dos. El hecho es que ha pasado un año y nadie puede poner la mano en el fuego sobre la salida de la crisis que paraliza al Gobierno o, al menos, cuya credibilidad y autoridad merma.

Felipe González no puede desautorizar las salidas de tono de Guerra, incluso aquellas que él jamás osaría pronunciar, sin explicar por qué no ha dejado el Gabinete. Y no lo ha hecho, seguramente, porque una decisión drástica podría poner en peligro las relaciones entre el Gobierno y un partido que acaba de exaltar a Guerra. Como esos cetáceos que se lanzan con su último aliento a las playas, Alfonso Guerra no cesa de dar motivos para su ritual ejecución a manos de los suyos. Con una última voluntad: que quede la impresión de que el motivo de sus desgracias han sido sus avanzadas ideas de izquierdista. Esto sí que es contrabando ideológico.

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