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Democracias 'for export'

El ministro de Relaciones Exteriores de México, Fernando Solana Morales, encontró hace poco una expresión que define muy bien la manera en que la propuesta democrática universal de los llamados países centrales comienza a ser percibida en la periferia: democracia de exportación, la llamó. Es decir, una democracia que, como muchas marcas prestigiosas, se transforma en subproducto cuando está destinada a mercados lejanos, de paladar más bien bronco. Solana Morales habló de la aspiración de algunos países industrializados a "exportar y aun universalizar la idea comercial de la democracia, en la que poca o ninguna diferencia queda entre la venta de productos y la de candidatos", en un contexto de fuerte polémica nacional acerca de las condiciones en que debe realizarse el acuerdo de libre asociación México-Estados Unidos.La idea de comparar la democracia liberal con un producto comercial es muy pertinente porque, al menos según la experiencia de los países latinoamericanos, baja y sube de precio y hasta aparece o desaparece del mercado de acuerdo con los intereses de los países que ejercen el monopolio. Es comprensible que el simple enunciado democracia = mercancía resulte escandaloso, porque no se trata de un bien cualquiera. Pero nos guste o no está en el mercado. Unos lo poseen y otros no. Los que lo poseen están dispuestos a introducirlo en otros mercados siempre que su posesión por terceros no ponga en peligro la obtención de otros bienes que les resultan indispensables para su propia libertad. Si ese peligro aparece, retiran el producto democracia del mercado en cuestión, propician la oferta de algún sucedáneo o miran púdicamente hacia otro lado si el reemplazo se llama dictadura.

Metáforas aparte, es bastante difícil creer seriamente en la convicción democrática universal de los países industrializados -al menos en la de sus Gobiernos- después de comparar su actitud ante las resoluciones de las Naciones Unidas respecto a Panamá, Israel e Irak. O en su respeto a las normas del derecho internacional, después de su vergonzosa pasividad ante el desprecio de Estados Unidos, a la condena de la Corte Internacional de La Haya por su agresión a Nicaragua. ¿Qué clase de democracia es la que se defiende en Kuwait? ¿Qué tipo de democracia representan los aliados Arabia Saudí, Siria o los Emiratos? Las grandes democracias consideran a la democracia y al derecho internacional, sin excluir los derechos humanos, como valores universales en teoría, pero extraordinariamente elásticos en su aplicación concreta.

Para mantener la ficción de su defensa de la democracia como valor universal, algunos líderes hacen gala de un notable descaro. El presidente George Bush, que justificó la invasión militar a Panamá sólo porque su general dictador estaba acusado por un tribunal norteamericano, aseguró que la presencia militar en el Golfo "no obedece al propósito de defender los intereses petroleros, sino al principio ideológico de combatir la agresión contra un país soberano". Nada de qué asombrarse mientras aliados como el Gobierno socialista francés continúen vetando con una mano una condena del Consejo de Seguridad de la ONU a la invasión a Panamá y aprobando con la otra la condena a la invasión a Kuwait. Deux poids, deux mesures; el dicho francés calza como un guante al cretinismo internacional.

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Pero además se ha invertido lo obvio: cualquiera que hoy llame la atención sobre esa doble moral tiene que justificar primero su profesión de fe democrática afirmando que Sadam. Husein es un dictador execrable. Me pregunto por qué los intelectuales y medios de comunicación que están aportando el necesario consenso a la ocupación del golfo Pérsico no le piden cuentas a quienes opinaban hace menos de tres meses que Husein era un confiable líder árabe y ahora lo comparan con Hitler; que consideraban golfos y dictadores a Hassan II y Hafez el Assad y ahora los colman de elogios. En este mundo, la patente democrática la dan en Estados Unidos o en Europa, y para obtenerla, el único requisito es ponerse de su lado.

Desde el punto de vista de la moral, la democracia y el derecho internacional, el problema no es sólo el juicio que merezca Sadam Husein o la ocupación de Kuwait, sino la credibilidad de quienes tienen el derecho, acordado por las Naciones Unidas, de actuar como gendarmes mundiales en nombre de tan elevados principios. Lo que "el resto del mundo" ve no son sólo los pésimos antecedentes internacionales de los más conspicuos miembros de la cruzada. Hay otros aspectos a considerar. El ideal democrático moderno tiene apenas dos siglos desde que fue cabalmente formulado y, salvo en el Reino Unido y Estados Unidos -las dos potencias imperiales del periodo-, su aplicación concreta en el resto de los países data, grosso modo, de fines de la II Guerra Mundial. Aun así quedan muchos problemas por resolver: Margaret Thatcher y George Bush gobiernan en mayoría, con el 30% de los votos del electorado; François Mitterrand, con el 42%. En Estados Unidos, el abstencionista es de lejos el mayor partido nacional. En el plano de la igualdad, es notorio que el fenómeno del confort mayoritario es muy reciente -unas décadas apenas- y que en todos los países, sobre todo en Estados Unidos, no sólo queda mucho por hacer, sino que la situación empeora.

¿Qué puede esperar entonces de la democracia el resto de los países del mundo si el orden económico internacional les impone una crisis sin salida, y ni siquiera la idea de democracia universal es respetada por quienes la detentan? ¿Qué pensarán los ciudadanos de los países endeudados que soportan ajustes implacables dictados por el Fondo Monetario Internacional al ver que la deuda de Egipto es condonada de la noche a la mañana sólo porque apoya a Estados Unidos en este trance? El sentimiento de que "lo nuestro es vuestro y lo vuestro es vuestro" no puede menos que expandirse, y con él, la idea de que la democracia es una patraña y un lujo de ricos.

En una reciente conferencia pronunciada en Madrid, Alain Touraine dijo que a los países democráticos latinoamericanos se les abren tres caminos en la crisis actual: el populismo tradicional, que conduce al caos; el liberalismo puro y duro ("a la norteamericana", dijo), que provoca graves desigualdades y probablemente también el caos por vía de las tensiones sociales, y por último, la "vía europea". Es decir, democracias con fuerte participación de un Estado moderno y eficaz, mediador entre sectores y regulador de las desigualdades excesivas. Por cierto, una recomendación razonable y atractiva. Pero el Gobierno latinoamericano (o asiático, o africano) que emprendiera ese camino debería empezar por crear un sistema fiscal digno de ese nombre, que afectaría de inmediato y en primer lugar a las grandes empresas transnacionales. Luego, entre otras cosas, defender el valor de sus materias primas y proteger su industria, al menos por un tiempo, de la competencia multinacional. Esto provocaría, primero, desinversión; luego, fuga de capitales, y luego, muy probablemente, un golpe de Estado con el auspicio o la tolerancia de los países sede de las empresas afectadas.

Esa es la historia de América Latina. Si Europa realmente quiere irradiar su modelo democrático, lo que debe cambiar no es su discurso, sino su política. Abandonar la doble moral para que la idea de la democracia se abra camino y consolide sin reticencias, para que el derecho internacional sea igual para todos. Y como no hay democracia donde no hay justicia, Europa debe auspiciar con energía un nuevo orden económico internacional sobre la base, por ejemplo, del hoy olvidado Informe de la Comisión Norte-Sur, presidida hace una década por Willy Brandt. Así se podría facilitar a las jóvenes democracias los medios que a las de los países industrializados les procuró la renta colonial y un periodo de acumulación interna durante el que la democracia, si la había, no merecía ese nombre.

De otro modo, la democracia será, en el mejor de los casos, como el vino de Burdeos. Cierta vez, un vigneron francés me dijo, con una sonrisa pícara: "Sabe usted, en este vino se han reunido la tierra, el sol y la experiencia de la humanidad. Todos lo quieren, pero la región es pequeña y la producción, limitada. Por eso, a medida que se aleja de aquí se va transformando en otra cosa. Del otro lado del mundo sólo beben la ilusión del burdeos, y a veces, ni eso".

Carlos Gabetta es periodista y ensayista argentino.

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