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El nuevo orden mundial

Este siglo ha presenciado dos grandes alteraciones de la situación del mundo. La primera sobrevino después de la Segunda Guerra Mundial y produjo la fundación de las Naciones Unidas. La segunda, que está en marcha y todavía debe consolidarse, trata de subrayar el papel central que las Naciones Unidas deben tener en los asuntos mundiales.La cuestión que se plantea en estos momentos es si se instaurará y desarrollará una estrategia de paz creíble y coherente, como resultado de los fenomenales cambios que han acaecido en 1989-1990.

Creo firmemente que una estrategia posterior a la guerra fría, para ser practicable, deberá basarse en principios que sean claramente entendidos, objetivamente recomendables y que se apliquen universalmente. Un principio que se pueda invocar en una situación pero quede minusvalorado fácilmente en otra es un principio absolutamente inútil.

No es preciso que iniciemos una investigación sobre estos principios, ya que están lúcidamente definidos en la Carta de las Naciones Unidas y han sido reivindicados recientemente. La transformación de la escena europea ha dado una poderosa expresión a dos de los principios cardinales de la referida Carta: la autodeterminación de los pueblos y el respeto a los derechos humanos.

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El fin de la guerra fría ha hecho caducos los conceptos de seguridad que no sintonizaban con los que inspiraban la Carta de las Naciones Unidas. Simultáneamente, el estallido de la crisis del golfo Pérsico ha subrayado la necesidad de lograr el retorno de la paz no por el uso unilateral de la fuerza, sino por la implicación de sanciones económicas u otras medidas, como las que indica la Carta.

De esta forma, progreso y estancamiento nos han llevado a la única base sobre la que se puede asentar un mundo pacífico y justo. Por tanto, las Naciones Unidas entran en la era posterior a la guerra fría como el principal elemento estabilizador para un mundo cambiante.

No sería justo, sin embargo, hablar en este caso de una revitalización de las Naciones Unidas. La organización mundial nunca ha estado moribunda. Es cierto que a veces se ha visto relegada, a menudo sobrepasada, mas a pesar de todo ha perseverado en concentrar sus esfuerzos en que se produjeran los requisitos elementales para mantener la paz, ha edificado pacientemente sus instituciones y ha movilizado su capacidad ejecutiva para realizar los mandatos que se le han asignado.

Sólo sus años de esfuerzo y la claridad de sus objetivos han podido capacitar a las Naciones Unidas para organizar las operaciones complejas que han desarrollado recientemente. Éstas se encaminan a administrar las transiciones pacíficas en las sociedades que son escenario de conflictos o donde han surgido disturbios. Pienso en las operaciones llevadas a cabo en Namibia y en Centroamérica.

Las posibilidades reales que tienen ahora las Naciones Unidas están sometidas a prueba por la acción colectiva, sin precedentes, decidida por el Consejo de Seguridad en el caso de la invasión de Kuwait por Irak. Sigo firme en mi convicción de que si estas medidas se basan en un sentido de equidad y aparecen con este distintivo, si se perciben como la consecuencia de un compromiso colectivo disciplinado y si no implican el abandono del esfuerzo diplomático para negociar una solución en conformidad con los principios de la Carta, las Naciones Unidas pasarán felizmente la prueba.

Estas observaciones están sugeridas por las preocupaciones actuales. Lo que hace falta, no obstante, es una filosofía a largo plazo que sirva para superar las preocupaciones Y análisis coyunturales. Nosotros no podemos predecir con precisión el futuro, aunque sean patentes los imperativos de establecer un orden mundial nuevo basado estrictamente en la paz.

Los gérmenes de la guerra deben quedar eliminados en todas las zonas del planeta. Los niveles de armamento y de fuerzas deben quedar reducidos tanto a niveles globales como regionales. El espíritu de la cooperación debe extenderse a las relaciones económicas entre las naciones. Los recursos comunes y la acción colectiva deben ser movilizados para combatir las plagas sociales, como el tráfico de drogas y el crimen internacionalizado. La degradación del medio ambiente debe detenerse. El desafío de la explosión demográfica debe encontrar una respuesta. Hay que instaurar un régimen de respeto universal a los derechos humanos.

Ninguno de estos objetivos puede ser alcanzado por una sola nación ni por un grupo de naciones, por poderosas que sean, que actúen aisladamente. Todos ellos exigen un análisis y una acción concertados. El único instrumento para tratar de plasmar esta solidaridad del espíritu es la organización de las Naciones Unidas.

No amanecerá una nueva era para el mundo sin que la debilidad y los defectos de la anterior desaparezcan. Además de los enconados conflictos políticos, una de las mayores fisuras de la vieja época es el incremento de la distancia existente entre las naciones ricas y las pobres, a causa de las fuerzas y presiones de la vida económica.

En la nueva era habrá que desarrollar un marco para relaciones económicas y equitativas.

Un mundo que no esté dividido por el telón de acero pero sí por el telón de la pobreza no puede ser el mundo seguro al que todos aspiramos. En efecto, una situación económica que no produce sino hambre y enfermedad para un amplio sector de la humanidad está condenada a ser un foco de tensión y de conflicto.

En la actualidad, el aplastante lastre de la deuda exterior y los bajos precios de las materias primas devastan las economías de muchos países en desarrollo. Simultáneamente con el crecimiento incontrolado de la población y la erosión de las estructuras sociales, en los niveles familiar y comunitario, las disparidades económicas amenazan con el desorden en todo el globo.

Igualmente, la crisis social, de la que dan testimonio los devastadores fenómenos del crimen y la droga, ha traspasado todas las fronteras, regionales y culturales. Tales problemas no pueden ser diagnosticados ni remediados por una sola nación o por un grupo de naciones. Esta cooperación llegará si se considera la Carta de las Naciones Unidas no como algo que se impone externamente sobre un Estado, sino como la ley fundamental de toda la humanidad, un corpus de principios que deben gobernar la vida de cada nación.

En un momento en que las nociones de legitimidad se desnaturalizan, la única salvaguardia contra los procesos crónicamente intratables es el recurso a los principios estatuidos en la Carta y aceptados por todas las naciones.

Concluiré tal y como he comenzado este escrito, insistiendo en la primacía de los principios. La aplicación de los principios no hará que los conflictos finalicen, pero hará que éstos desemboquen en el diálogo y los despojará de su carácter de violenta hostilidad.

La dinámica de los asuntos humanos siempre producirá nuevos puntos de choque y de fricción, pero habrá una vía civilizada de resolverlos conforme a los mejores principios de la racionalidad humana. Ésta es la promesa de las Naciones Unidas.

Copyright 1990, New Perspectives Quarterly. Distribuido por Los Angeles Times Syndicate.

Javier Pérez de Cuéllar es secretario general de las Naciones Unidas.

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