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47º FESTIVAL DE VENECIA

Un desconocido cineasta malayo da una lección de cine al famoso James Ivory

A. FERNÁNDEZ SANTOS ENVIADO ESPECIAL Después de varias jornadas llenas de cine aparente, ayer llegó por fin a la Mostra veneciana el cine de verdad. En la sesión de lujo se proyectó El señor y la señora Bridge, un brillantísimo pero hueco filme de¡ estadounidense James Ivory, el famoso director de Una habitación con vistas. Horas después, en la sesión de relleno, surgió lo que se espera de un festival de esta especie: cine puro. No procedía de las grandes fábricas de imágenes de Europa y América, sino de Malasia. Su título es El muro, y su director, el impronunciable Adoor Gopalakrishnan.

La confrontación entre El señor y la señora Bridge y El muro con virtió a la Mostra durante unas horas en un auténtico festival de cine. El filme de Ivory es bonito y convincente, pero su contrincante malayo es una joya cinematográfica -el año pasado el filme chino Ciudad doliente, fue el que ganó merecidamente el León de Oro

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La petulancia del Primer Mundo atestó hasta la bandera la sesión donde se proyectó la película norteamericana, mientras la sesión donde se exhibió la malaya ocurrió casi a sala vacía: dos o tres docenas de periodistas, que se quedaron boquiabiertos por el vapuleo que el Tercer Mundo asestó inesperadamente a quienes su desprecio les hizo desertar de una pantalla con imágenes creadas por un intruso indio, un impertinente poblador del trasero del planeta, que osaba cotejar su humilde obra con la de un opulento occidental.

Centenares de periodistas, después del eléctrico boca a boca que corrió por el Lido tras la proyección de El muro andan por ahí, sonados y mendicantes, pidiendo para ellos una nueva proyección de esta hermosa película.

Vayamos por partes. El señor y la señora Bridge se ve bien muy bien, como todas las películas dirigidas por Ivory. El contenido de sus imágenes es solvente, delicado, primorosamente interpretado por Paul Newman y Joanne Woodward (que pueden optar con justicia al premio de interpretación) y minuciosamente adornado por el incontestable buen gusto de Ivory para la reconstrucción de interiores de época, en esta ocasión la que preludió a la II Guerra Mundial en el universo quieto y cerrado de la alta burguesía provinciana del sur de los Estados Unidos.

Todo este conjunto de preciosismos encubre en la nueva -como ocurría en las anteriores- película de este refinado cineasta a un, al parecer irremediable, vacío de fondo, un vacío adherido como una piel a la blanda sensibilidad de Ivory que es un cincasta epidérmico donde los haya, expertísimo en parecer más de lo que realmente es.

Abrumador regusto

En este sentido, El señor y la señora Bridge puede ser la más equilibrada -de sus obras, pues pretende menos que las prece dentes y por consiguiente consigue más que ellas. Pero en lapantalla persiste el abrumador regusto de Ivory hacia la cáscara de los comportamientos, a falta de intensidad intelectual y emocional para saber penetrar en la médula de estos.

El muro no sólo está en las antípodas geográficas de El señory la señora Bridge, sino también en sus antípodas estéticas. No hay en ella ningún preciosismo, ni el menor desperdicio de tiempo rilmico en dudosas elegancias meramente ornamentales. Va derecha al grano y, olvidándose de la cáscara, penetra con rectitud en esa zona medular de la vida humana a la que la sofisticada superficialidad de Ivory no tiene acceso. Y así, casi dando la sensación de que no se propone nada, el cineasta malayo de nombre impronunciable conmueve las (últimamente muy desabastecidas) viejas raíces del asombro y la emoción.

He aquí (merece esta vez enunciarse) la historia. Estamos en la época en que Gandhi, en la India, era arrestado un día sí y el siguiente también por la policía colonial británica. Un joven poeta y escritor de cuentos (Basheer, totalmente verídico) es arrestado por actividades antibritánicas y encarcelado.

Allí encuentra a una veintena de presos políticos con los que entabla una entrañable batalla de amistad y con ellos conforma un grupo humano apiñado, solidario, casi enamorado, cerrado sobre sí mismo. Pasan los meses y a los presos les llega la noticia de una amnistía para todos, salvo para Basheer. Y este se queda solo, completamente solo en el gran caserón cercado por un enorme muro gris. Busca nuevos amigos: una ardilla, un árbol, las plantas del huerto carcelario, las bandadas de tordos que se cobijan en la cresta del gran muro en los días de lluvia. Habla con ellos. Pero un día, al otro lado del muro, una voz de mujer contesta a su soliloquio. Al otro lado del muro está la cárcel de mujeres. Y se entabla un idilio del hombre con la voz que proviene del otro lado del muro. Un día, y otro y otro.

Pasan meses. Y un día llega otro anuncio: hay una nueva amnistía y Basheer está por fin libre. El hombre se niega a salir de la cárcel. Comprende que a partir de ahora el mundo exterior será para él otra prisión, pero está, sin salida, sin posible amnistía, el signo de una nueva condena infinitamente más larga, la cadena perpetua de la falsa libertad.

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