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El basurero de la historia

El mismo día 7 de noviembre de 1917 (25 de octubre, según el calendario ruso), en que los bolcheviques tomaron el Palacio de: Invierno, en la reunión que por la noche celebró el Congreso de los sóviets en un lugar cercano -todavía entre el fragor de los cañonazos y cuando aún estaba en el aire el desenlace final de la lucha- se produjo un bien conocido, áspero y violento enfrentamiento verbal entre Trotski y Martov, el líder de los mencheviques, los socialdemócratas rusos. Las palabras que entonces pronunció Trotski, rechazando la proposición de Martov a favor de una solución negociada de la insurrección, se hicieron clásicas: "Lo que ha tenido lugar", gritó, su semblante pálido y cruel, la voz rica y poderosa, el tono desdeñoso y gélido, como le describió John Reed, testigo de los hechos, "es una insurrección, no una conspiración.. . Nuestra insurreccion ha triunfado y ahora nos proponéis: renunciad a vuestra victoria, negociad. ¿Con quién?", preguntó. "¿Con quién hay que llegar a un acuerdo? ¿Con ese puñado patético que acaba de irse ... ? No hay nadie en Rusia que los apoye... No, un compromiso no nos vale. A los que se han ido y a los que hacen tales propuestas les decimos: ¡sois gentes aisladas y tristes; habéis fracasado; vuestro papel ha terminado! ¡Id donde pertenecéis: al basurero de la historia!".La contestación de Martov es tal vez menos conocida, pero difícilmente menos memorable: "Un día comprenderéis", acertó a susurrar, mientras abandonaba la reunión, "el crimen en el que estáis participando".

El hecho mismo de que fuera Martov precisamente el blanco del desahogo de Trotski resulta, en perspectiva, revelador. Primero, por la propia personafidad de Martov, aquel tipo "extraordinariamente atractivo", según Gorki, de aspecto enfermizo y desaliñado; hombre vacilante, dubitativo, incapaz para la acción, intelectual brillante, culto, judío -como Trotski-, que tuvo influencia extraordinaria en el joven Lenin, de quien era casi coetáneo y, buen amigo desde 1895 ("¡qué espléndido camarada y qué hombre tan absolutamente sincero!", diría de él Lenin a Gorki, lamentándose, después de la revolución, de que Martov no estuviera con ellos).

Pero además, por las razones mismas de las diferencias entre Martov y los bolcheviques. En la citada reunión del 25 de octubre, Martov se manifestó a favor de la formación de un Gobierno socialista de coalición y de la apertura de un proceso democrático y constituyente. Quería, pues, una revolución democrática, no un golpe de Estado bolchevique. Venía arguyendo en esa dirección desde hacía algún tiempo, por lo menos desde 1903, año en que se produjo la escisión entre bolcheviques y mencheviques, y lo hacía porque veía en los bolcheviques, con razón, una organización de conspiradores, y no un verdadero partido obrero y socialdemócrata, que él concebía como una estructura abierta y de amplia base, y no, como Lenin, como un pequeño núcleo de revolucionarios audaces decididos a la acción.

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Las diferencias eran, pues, sustanciales. Indican cuando menos que los acontecimientos de octubre de 1917 pudieron haber concluido de otra forma. Apuntan hacia la razón última de la naturaleza represiva y totalitaria del comunismo soviético, asunto de amplísimo y apasionado debate histórico. Así, se ha dicho que la dictadura era inevitable y hasta natural, dado que Rusia era en 1917 un país carente de toda tradición de derechos civiles, y el pueblo ruso, un pueblo atrasado y sin cultura. O que fue resultado de unas determinadas circunstancias: atraso económico y necesidad de industrialización, aislamiento internacional de la URSS, guerra civil, fracaso de la revolución en Alemania y Hungría y limitación del socialismo a un solo país. O bien se ha querido hallar la explicación en la lógica misma del proceso revolucionario, que, de acuerdo con una supuesta tipología de las revoluciones, habría progresado a través de fases -insurrección popular, desbordamiento radical, lucha por el poder en el interior de la élite revolucionaria- hasta buscar su estabilidad final mediante políticas de orden y autoridad y la degeneración burocrática y policial de la revolución.

Tales explicaciones eluden lo esencial. El totalitarismo soviético no fue ni una degradación del leninismo ni el resultado de unas determinadas condiciones históricas. Fue la consecuencia lógica de una determinada concepción estratégica y política, y, en esencia, de dos hechos: de que en octubre de 1917 tomara el poder un partido minoritario y de que se tratase además de un partido estructurado antidemocrática y autoritariamente. Como dijo Rosa Luxemburgo, era la misma concepción leninista del partido revolucionario lo que explicaba el carácter represivo y dictatorial de la revolución bolchevique (como había intuido certeramente Martov mucho antes).

La Revolución de Octubre de 1917 no fue una revolución proletaria. Ni siquiera fue una revolución de masas, como lo fueron, dentro del mismo proceso, la revolución de febrero de aquel año -espontánea, popular y acéfala-, que derribó al régimen zarista, o las mismas jornadas de julio, aquellas formidables movilizaciones populares dirigidas por los bolcheviques contra el Gobierno provisional que reemplazó a aquél. En octubre lucharon dos fuerzas relativamente pequeñas: los batallones que protegían al Gobierno de Kerensky y los destacamentos de la Guardia Roja bolchevique (por lo que Trotski pudo decir con arrogancia y con verdad que sin él y sin Lenin no habría habido revolución). La victoria no llevó al poder a los obreros y a los campesinos, sino a los dirigentes de un partido que proyectaban éste como el partido único que monopolizaría el poder en nombre de los trabajadores. La idea insurreccional de la revolución, la concepción del partido como vanguardia, la tesis del ejercicio del poder por una minoría revolucionaria, ésas fueron las claves de todo. Lo demás -eso que se engloba genéricamente tras la coartada del estalinismo- vino de ahí. El gesto de Martov abandonando la reunión de los sóviets tuvo así un valor emblemático: venía a proclamar que la revolución rusa sería, en adelante, una revolución sin horizontes democráticos.

La historia rusa de 1917 a nuestro días y la historia de la Europa del Este desde 1945 prueban que aquello del basurero de la historia no era una simple metáfora literaria (como el propio Trotski comprobaría trágicamente). Fueron varios (¿ocho, 10?) los millones de víctimas de las colectivizaciones, los millones de no comunistas (y aun comunistas) exterminados o condenados a trabajos forzados bajo las dictaduras comunistas. El partido de Martov, por ejemplo, no sobrevivió a la oleada represiva de 1919-1921: miles de mencheviques fueron entonces encarcelados. Martov tuvo más suerte. Pudo exiliarse en Alemania, donde murió tuberculoso en 1923, muy poco tiempo antes de que lo hiciera su antiguo amigo Lenin, quien, con todo, le guardó afecto hasta el Final. Parece que preguntó por él -señalando su nombre en un papel, pues Lenin pasó los últimos meses de su vida paralizado y sin habla- poco antes de morir, y que en cierta ocasión, durante su enfermedad, se le oyó murmurar apenadamente: "Y dicen que Martov también se está muriendo".

Martov, pues, murió mucho antes de que llegara el día en que al fin se comprendería la verdadera realidad de lo que ocurrió en octubre de 1917. Ese día, a lo que parece, ha llegado sólo ahora: lo certifican clamorosamente los acontecimientos de la Europa del Este de estos últimos años. Ellos nos permiten ver ya -o eso esperamos- con nueva luz el basurero de la historia.

J. P. Fusi Aizpurúa es catedrático de Historia de la Universidad Complutense.

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