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Visión global

Un espectro obsesiona a los militares chilenos: el fantasma de Francisco Franco. En España, el dictador murió convencido de que había atado todos los cabos sueltos, y de que los había atado bien. Pero, en los meses que siguieron a la muerte de Franco, su tela de araña de poder vacuo fue desenmarañada por los ciudadanos españoles.En Chile, el dictador Augusto Pinochet y sus partidarios también creen que han atado todos los cabos sueltos, haciendo del nuevo Gobierno democrático de Chile un mero apéndice de los militares.

El recuerdo de Franco crea incertidumbre en los cuarteles militares chilenos, así como en los sectores civiles moderados que respaldaron los 16 años de régimen militar, pero que ahora deben participar para asegurar la viabilidad del sistema democrático que se inaugura en Chile.

En las últimas semanas del régimen militar, Pinochet y sus portavoces intentaron intimidar al presidente Patricio Aylwin con una lluvia de amenazas. "Estaré vigilando y escuchando", dijo el dictador en una de sus giras de despedida a través del territorio chileno, "porque no debemos consentir ningún abuso en nombre de la libertad".

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La dictadura chilena es la última en desaparecer del cono sur del América Latina -después de Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay- y deja tras de sí muchas trampas en su intento de mantener del poder la parte del león.

El general Pinochet continúa como jefe del Ejército. Los tribunales civiles y militares son nombrados por los jefes de las fuerzas armadas. Toda la enseñanza de las fuerzas armadas la dicta su jefe, no el Gobierno. Las fuerzas armadas pueden comprar y vender sin ningún tipo de control económico o político del Gobierno o Congreso. El presidente de Chile no tiene poder para ordenar el retiro de un oficial de las fuerzas armadas. La Dirección de Inteligencia Nacional Anticomunista (DINA), que dirigió la represión bajo Pinochet, destruyó todos sus archivos antes de disolverse. Y ningún juez o miembro del Gobierno puede indagar la identidad de ninguno de los anteriores miembros de la DINA.

El esfuerzo de Pinochet para atar' los cabos sueltos no está exento de aspectos ridículos. Por ejemplo, ordenó que se transfiriera a la jefatura del Ejército -es decir, a sí mismo- la flota de Mercedes-Benz presidenciales, dejando a Aylwin sin coches y sin presupuesto para comprarlos. Vendió el aeropuerto de Quinteros, propiedad de la fuerza aérea chilena, a uno de sus amigos, y la agencia de noticias Orbe fue a parar a manos de otro amigo.

En total, Pinochet es responsable de unas 40 leyes nuevas creadas para asfixiar al Gobierno democrático de Patricio Aylwin.

A pesar de todo esto, es posible que Chile tenga una transición democrática sin intervención militar. Incluso si Pinochet disfruta de su papel como jefe del Ejército durante algún tiempo, desaparecerá lentamente como un viejo ridículo.

Podrá hacer muy poco cuando el Congreso apoye la iniciativa de Aylwin de retirarle forzosamente. Los sondeos de opinión indican que, mientras que los chilenos tienen una imagen positiva de los militares, desprecian y odian a Pinochet, sus edecanes y los hombres de su servicio secreto.

Chile tiene ahora un presidente civil, un ministro de Defensa civil y secretarios civiles de las fuerzas armadas. Es más, ahora Chile tiene un Congreso en el que están representadas todas las fuerzas políticas del país, incluidas la extrema derecha y la extrema izquierda. El fracaso del partido comunista, que no ganó ni un solo escaño en las recientes elecciones a pesar de ser el partido comunista mayor, más antiguo y mejor organizado de América Latina, es una prueba más de la moderación que dirige la vida política de Chile.

Sin embargo, los latinoamericanos saben bien que la democracia no se puede asegurar sólo con un Gobierno elegido con libertad. También tiene que existir la garantía de un sistema legal democrático que trace las líneas maestras mínimas para la igualdad social y la justicia. Las víctimas de la represión y sus familias, que llevaron sobre sus espaldas la carga de 16 años de desapariciones, torturas, procedimientos judiciales ilegales y acusaciones inventadas, se lo pedirán a Aylwin.

Cuando el presidente argentino Raúl Alfonsín sucedió a la dictadura militar, en diciembre de 1983, envió a prisión a los jefes de la represión y abolló la ley de amnistía promulgada para los militares por los militares antes de abandonar el poder.

En Uruguay, el Gobierno del presidente Julio Sanguinetti respetó la ley de amnistía para los militares, pero fue obligado a someter su decisión a un plebiscito. El pueblo de Uruguay, que votó la democracia por abrumadora mayoría en 1985, aprobó la amnistía militar en 1985. No quisieron poner en peligro la democracia. Optaron no por olvidar o perdonar, sino por dar la espalda.

El Gobierno chileno parece inclinado a tomar un tercer camino. No habrá amnistía general para los prisioneros políticos encarcelados por la dictadura, pero todos los procesos a los que fueron sujetos serán revisados judicialmente.

Para estos prisioneros, la libertad llegará porque ninguno de los procesos contra ellos fue legal. Sus condenas violaron las normas jurídicas. Hubo secuestros, torturas y falsificación de pruebas.

La Iglesia católica ha ayudado a acelerar el proceso al permitir utilizar documentos almacenados en los archivos de su Vicariato de Solidaridad, incluidos los expedientes de 700 personas desaparecidas. El nuevo Gobierno ha prometido investigar estos casos hasta que sean resueltos.

El ministro de Justicia, Francisco Cumplido, ha dicho que aquellos casos que el ministerio sea incapaz de investigar serán entregados a una comisión especial. Es más, el Gobierno de Aylwin indemnizará a todas las víctimas o a sus familias.

Las relaciones entre los militares, el Gobierno civil y las angustiadas víctimas de las violaciones de los derechos humanos han sido tradicionalmente la causa principal de tensión en los primeros meses de transición democrática en los países del Cono Sur.

Los hombres que Aylwin ha llevado a su Gobierno reconocen esto. Constituyen una nueva generación formada en la clandestinidad, en el exilio o en la lucha por los derechos humanos en Chile durante la dictadura. Han formado un Gobierno

,amistoso, con ideas claras, deseosos de luchar duro sin demagogia. Son un reflejo del espíritu del propio presidente.

"Cuando yo tenía 20 años y mi generación tenía 20 años",, dijo Aylwin en 1987, "había muchas injusticias en este país y mucha desigualdad, pero había libertad. Estábamos orgullosos de la democracia chilena. Los hombres de aquella época se propusieron -algunos en el marco de las ideas sociales cristianas, otros en el marco de las ideas socialistas, y otros más radicales- terminar con las injusticias y transformar el país, construyendo un nuevo Chile que sería justo, humano y solidario, y que conservaría la libertad. Cincuenta años después hay más injusticia y no tenemos libertad. Somos una generación fracasada".

Ahora que está en el poder, la decisión de la sobria y realista generación de Aylwin de invertir este riguroso veredicto es en sí misma la mejor garantía de que la transición de Chile a la democracia será un éxito.

Jacobo Timerman periodista argentino, dirigió el diario La Opinión. Copyright 1990, New Perspectives Quaterly. Distribuido por Los Angeles Times Syndicate

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