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Enroque en Nicaragua

La guerra civil está allí, esperando la oportunidad de una ráfaga fortuita o de un disparo nada casual. Los ingredientes desbordan la marmita: dos bandos, un fuerte antagonismo, muchos intereses en juego, influencias extranjeras, equilibrio inestable en el poder, armas por todas partes.La Unión Nacional Opositora (UNO) es una heterogénea formación de 14 partidos, desde ex somocistas y conservadores hasta comunistas, de dudosa consistencia. Pero está unida alrededor de sus principales líderes, goza de la legalidad y del prestigio de su rotundo triunfo electoral y del apoyo de Estados Unidos. En el norte del país, a tiro de mortero de los poblados y de los principales centros de producción agrícola, unos 3.500 contra sedientos de revancha esperan una orden. Del otro lado de la frontera, en Honduras, están listos otros varios miles.

El Frente Sandinista de Liberación Nacional, con algo más del 40% de los votos, es de lejos el mayor, mejor organizado y con más experiencia de todos los partidos políticos de Nicaragua. Controla los sindicatos y la mayoría de las organizaciones sociales. El Ejército Popular Sandinista, la policía y los organismos de información y seguridad son en conjunto y con mucho la fuerza militar más poderosa de Centroamérica. En los últimos 10 años, sus oficiales han incorporado a los métodos conspirativos y a las técnicas de guerrilla desarrolladas en los tiempos de la lucha antisomocista una sólida formación militar ofrecida por Cuba y otros países del área socialista.

Desde la caída de Somoza, en 1979, la sociedad nicaragüense pasó de la insurrección popular armada contra una dictadura a la lucha de clases. La actitud norteamericana no dejó resquicios a la revolución nicaragüense para probar su originalidad. Hasta principios de 1986 y a pesar de su heterodoxia (pluralismo político, economía mixta y de mercado, no alineamiento), el sandinismo parecía condenado a seguir el camino castrista a causa del bloqueo comercial y financiero norteamericano y de la presión militar de los contra, creados, financiados y entrenados por Estados Unidos. Los esfuerzos por pacificar la región centroamericana del Grupo de Contadora (México, Venezuela, Colombia y Panamá, creado en enero de 1983) chocaron sistemáticamente con la hostilidad norteamericana, a tal punto que en agosto de 1985 Argentina, Brasil, Perú y Uruguay estimaron necesario crear un grupo de apoyo. Pero desde 1985, el sector demócrata y los republicanos más moderados del Congreso norteamericano comenzaron a bloquear, aunque de manera tímida y contradictoria, la política agresiva de Ronald Reagan hacia el sandinismo. Simultáneamente, del otro lado del mundo, Mijaíl Gorbachov iniciaba su espectacular proceso de transformaciones internas y de propuestas y acciones unilaterales de distensión. Del Partido Demócrata norteamericano y en ese cambiante clima internacional nació el plan de paz materializado por el presidente de Costa Rica, Oscar Arias, en febrero de 1987 (simultáneamente, en EE UU estallaba el escándalo Irangate, que desveló la forma ilegal en que el Gobierno ayudaba a la contra). La primera reunión de los presidentes centroamericanos en Esquipulas, en mayo de 1986, había sido el paso inicial dado por sus protagonistas para pacificar y democratizar la región. Las ejemplares elecciones del 25 de febrero pasado en Nicaragua ha sido el último y hasta ahora el más importante.

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No sólo los otros países de la región, sino el resto de los de América Latina, incluyendo a Cuba, se verán afectados por la forma en que se lleve a cabo esta transición. Los sandinistas han cumplido con todos y cada uno de los compromisos que asumieron en las sucesivas reuniones de presidentes centroamericanos, ante otros líderes mundiales y con los organismos internacionales. Liberaron a todos los prisioneros de guerra y hasta a criminales somocistas legalmente condenados; cesaron unilateralmente el fuego durante largos períodos; levantaron las medidas internas de restricción política y censura justificadas por la guerra; adelantaron la fecha de las elecciones y garantizaron un proceso electoral cristalino bajo estricta observación internacional. No obtuvieron ninguna contrapartida, con lo que hubieran podido justificar al menos la alteración del calendario y las formas del proceso electoral. Por ejemplo, los acuerdos de Tela (Honduras) estipulan que la contra debía quedar disuelta el 5 de diciembre de 1989, bajo supervisión de la Comisión Internacional de Apoyo y Verificación (CIAV), de la ONU y de la Organización de Estados Americanos, cosa que no ocurrió.

El principal obstáculo que enfrenta la transición es precisamente el tema de la contra, que ahora se esgrime para justificar la necesidad de la disolución del Ejército sandinista. El presidente Bush, que dio recientemente el primer paso efectivo para apoyar una solución pacífica al anunciar el fin del bloqueo económico sigue resistiéndose a desmantelar a la contra, a pesar de las presiones internacionales. Por fortuna para Nicaragua, sus dos líderes principales, Daniel Ortega y Violeta Chamorro, parecen dispuestos a la negociación. Así como Ortega multiplica los gestos de buena voluntad y hasta comulga con el cardenal Miguel Obando, algunos líderes de la UNO manifiestan en privado que no les repugna la idea de un Gabinete de transición, incluso con Tomás Borge en el Ministerio del Interior. Pero es poco lo que depende realmente de ellos. Si en Estados Unidos triunfan las posturas ultraconservadoras, que ven en la derrota electoral sandinista la oportunidad de acabar con ese coco que los obsesiona, el sandinismo se verá obligado a cerrar filas alrededor de sus sectores más intransigentes, los ultras de ambos bandos llevarán la voz cantante. Nicaragua será ingobernable y se frenará el proceso de paz y democratización regional.

Más allá de la transición, lo realmente prometedor del proceso nicaragüense es su dinámica, inédita en América Latina, y sus posibles proyecciones. El sandinismo es presentado con frecuencia como un obstáculo a la paz interna y a la recuperación económica nicaragüense, cuando en realidad ha convertido en 10 años una república bananera en un país soberano y democrático, dotado de instituciones modernas y con un nivel político y cultural muy superior al de sus vecinos. La emergencia de un fuerte bloque de oposición al sandinismo podría concluir, si el proceso se consolida pacíficamente, en la primera revolución democrático-burguesa lat1nomericana realmente consumada, luego del fracaso de la mexicana. Al fin y al cabo, lo que ha ocurrido hasta ahora en Nicaragua es que se han nacionalizado y modernizado las instituciones, se ha iniciado una reforma agraria y un tímido proceso de industrialización y desencadenado una fuerte dinámica social. Falta que la gran burguesía, que medraba en el somocismo y saboteó a los sandinistas, acepte las nuevas reglas del juego y contribuya a superar la crisis económica.

Pero esto último dependerá de la política que adopte Estados Unidos. O de la firmeza con que frente a esa política se plante el resto del mundo. Las exigencias actuales del sandinismo están respaldadas por su propia historia y por la legalidad sandinista de Nicaragua, la única que ha conocido ese país. Bravuconadas como "entregaremos el Gobierno, pero no el poder", sólo prueban el resto de ingenuidad sandinista, porque eso ocurre sistemáticamente en América Latina, sólo que las burguesías que retienen el poder nunca lo dicen, se limitan a emplearlo.

La tesis norteamericana de que cualquier tiranía debe ser apoyada siempre que sea anticomunista, porque del comunismo no hay regreso (Jeanne Kirkpatrick dixit), ha sido desarticulada por la historia. La esquemática teoría del dominó, que orientó hasta hace poco la política internacional, debe ser reemplazada por análisis mucho más complejos y sofisticados propios del ajedrez. Luego del enroque electoral en Nicaragua, la partida centroamericana tomará el rumbo que imponga la próxima jugada de Estados Unidos.C. Gabetta es periodista argertino.

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