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La 'perestroika' de Europa

Creíamos que el siglo XXI empezaba en 1992. Pensábamos que ésta era la fecha mágica. No ha sido así. El siglo XXI lo ha anticipado la perestroika, no el mercado interior único. Por una vez, el discurso político ha ocupado el lugar preeminente que le corresponde, frente a la estrategia economicista.Lo que acontece en Europa oriental es de tal magnitud que cuesta traba o asimilarlo.

Las transformaciones que están sufriendo los países de lo que se llamó con cinismo socialismo real expresan espectacularmente un viraje completo, una verdadera reestructuración en las relaciones de poder internacionales que han existido desde la Il Guerra Mundial. El orden de la posguerra se ha venido abajo.

Ese orden se proyectó sobre Europa a través de tres elementos esenciales: la política keynesiana de dirección nacional de una economía de crecimiento, consumo de masas y pleno empleo en el Oeste, y dirección planificada centralmente y estatalizada en el Este; el bipolarismo político, montado sobre dos grandes superpotencias hegemónicas y dos pactos militares, ejemplificado en la división férrea del continente, y la existencia de dos organizaciones económicas regionales (Comecón y CE) muy diferentes en su configuración y eficacia, pero coincidentes en su débil poder político supranacional.

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Este esquema y sus elementos han terminado por estallar, pero el desencadenamiento de tal suceso no empezó en el Este. Hay que remontarse probablemente a la crisis del petróleo de 1973 para situar el epicentro del terremoto. A partir de entonces se quebró el keynesianismo en el Oeste, incapaz el Estado de gestionar por sí solo la vida económica, y en el Este terminó el antiguo crecimiento de tasas del 10%. cuando la tozuda industrialización pesada y la no apertura a la economía de servicios Regaron a su agotamiento. Europa occidental pudo recuperarse porque un sistema político abierto y una economía más flexible lo permitieron, pero el rígido modelo oriental no resistió. A pesar de todo, en nuestro lado se acabó el pleno empleo, se debilitaron la fuerza sindical y las políticas de bienestar y ha emergido la lamentable e insolidaria sociedad de los dos tercios y de la degradación moral (corrupción y pérdida de valores humanos), física (drogadicción) y ecológica. Y ahí seguimos, sin una clara expresión o salida política aún, que nos acecha, por tanto, a la vuelta de la esquina

En cuanto a la política de bloques y su correlativo imperialismo dual, otro componente del orden de la posguerra, sufre de una obsolescencia galopante.

No sólo Europa oriental se aleja de la órbita soviética. Europa occidental va a tomar, con toda seguridad, una orientación más europea y menos atlántica. El atlantismo, que tiene unas evidentes connotaciones agresivas, es un fenómeno ligado a la división artificial de Europa y tiene menos sentido en un continente dibujado con nuevos trazos. Porque el mundo que se adivina -y se desea- para la década de los noventa deberá integrar el valor del pluralismo como parte de su personalidad más honda.

El tercer gran elemento de la Europa del siglo XX ha sido un sistema económico comercial regional sin integración ni poder político fuera de los Estados miembros y con dependencia de la potencia hegemónica. Este sistema también sufrirá su particular perestroika. El Comecon está herido de muerte. La Comunidad Europea, aparentemente boyante, va a empezar pronto a acusar el golpe que supone la nueva situación.

La CE, con su alma mercantil y neoliberal, también ha sido en buena medida un subproducto de la filosofía bipolar. La CE es la más fuerte estructura comercial del mundo, pero sigue siendo una criatura de los Estados que la componen, sin competencias europeas propias ni órganos de poder autónomos, y con un Parlamento desvalido. La CE es un enano político. El vuelco en el Este replantea incluso la estrategia de 1992, construida sobre una concepción del continente como gran hipermercado, sin auténtica dimensión social y política

Ya no cabe obviar por más tiempo la gran asignatura pendiente de Europa desde los carolingios y retardada por la división de la guerra fría: su constitución como entidad política. Tal vez estemos ya dentro de una fase constituyente para Europa. Es una refundación lo que los europeos necesitamos para no ser engullidos de nuevo no sólo por la tecnología de EE UU o Japón, sino también por la penetración poderosa de las multinacionales sin patria y sin regulación política y jurídica supranacional.

Es el momento de Europa. Al Viejo Continente se le presentan diversas vías alternativas a transitar en esta irrepetible coyuntura histórica, pero, básicamente, sólo puede elegir entre tres opciones: la disgregación, la mercantilización o la unión política. Las tres son posibles. La disgregación es a lo que llevaría un alejamiento de la gran Alemania, unido al aislacionismo del Reino Unido y Francia, con relaciones bilaterales privilegiadas con EE UU, y Europa oriental abandonada a su suerte. La mercantilización es el triste destino de Europa si la CE se agota en un proyecto de mero libre mercado o se enroca en su supremacía financiera. La unión política es, en fin, el objetivo que permitiría una política progresista para

Europa. La unión política es un camino complejo, aún por diseñar, que puede necesitar una previa etapa confederal, con la integración modulada de todos los países que comparten los valores democráticos y de solidaridad y con respeto a las peculiaridades nacionales. Es la fórmula más adecuada, seguramente para integrar la cuestión alemana, el más formidable de los desafíos políticos de la hora presente.

Una Europa independiente y plural, en fin, podría y debería establecer relaciones justas con los países del Tercer Mundo. No sólo por razones altruistas. El Tercer Mundo se va constituyendo en el mejor cliente comercial de Europa: por cada dólar que enviamos de ayuda al Tercer Mundo le vendemos nueve en mercancías. El Tercer Mundo es exportador neto de capital a Occidente -los pobres financian a los ricos- a través de la deuda (43.000 millones de dólares en 1988). Esta parte mayoritaria de la humanidad -el 80% a finales de siglo- no podría soportar que surgieran unos nuevos bloques Norte-Sur, con una lógica aún más depredadora y agresiva que ya ha mostrado su ferocidad en la década que termina. El Tercer Mundo ha descendido con vértigo en su insufrible nivel de vida (en África, el producto nacional bruto descendió en el último decenio) y ha seguido tratando en beneficio de las potencias antes coloniales. Mientras, la industria militar y de armamento se ha consolidado -junto al tráfico de drogas como la más rentable de un mundo desquiciado.

Vivimos el fin de una historia, no de la historia, y comienza otra. A la izquierda le corresponde crear un pensamiento y un proyecto que ofrecer, por el que luchar en la nueva época que tenemos junto a nosotros. Difícilmente caben objetivos emancipadores y de progreso en el mero nivel nacional ante la profunda internacionalización y de la compleja economía de los servicios y de la información. Por eso es necesaria una estrategia europea de cambio, de solidaridad, de paz y de desarrollo de los derechos humanos, que tenga en cuenta los factores inquietantes que se presentan casi cada minuto ante nuestros ojos perplejos y asombrados; un proyecto que pueda seguir planteándose un horizonte de superación de lo que cabalmente procede denominar fase de neoliberalismo desregulado, cuyos aspectos críticos -empezando por el declinante, pero implacable imperio norteamericanohan estado ocultos por los días que ahora conmueven al mundo.

Suscriben este artículo, además de Diego Garrido y José Miguel Martínez González del Campo Cristina Almeida, José Antonio Gimbernat, Faustino Lastra, María Gómez Mendoza, Jaime Sartorius, Juan José Rodríguez Ugarte, Luis Velasco y Fernando Galindo.

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