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Iniciativa popular

Al caer la Bastilla, lo que dijo el cortesano a Luis XVI -"Sire, esto no es una revuelta, es una revolución"- se grabó en los anales como símbolo de que hasta el latrocinio más arraigado tiene límites. Luego, durante más de un siglo, aquello tradicionalmente llamado pueblo siguió asaltando con éxito fortalezas consideradas inexpugnables en varios continentes. Que el impulso a cambiar de raíz las cosas fuera cada vez más raro no sólo obedeció a tanques, aviones y sistemas de comunicación casi instantánea, sino a que las revoluciones mismas se fueron cargando de desengaño: cuando no restauraban a los viejos dinosaurios, instauraban advenedizos igualmente voraces.Como un brusco cambio en el curso de las cosas, 1989 ha sido un año de insurgencia. Al frustrado Tiananmen siguieron los acontecimientos del este europeo y la victoria de los rebeldes rumanos, que hacen resurgir una confianza ya olvidada en el coraje del pueblo. Para acabar con el tirano tecnificado quizá deban morir cien hombres. por cada uno de los que murieron para acabar con el tirano pretecnológico, pero se diría que aún existen los dispuestos al sacrificio. A la postre, el sargento volverá su arma contra el capitán y éste la suya contra el coronel, con un desmantelamiento del mero mando que honra siempre a la dignidad humana allí donde llega a producirse. Los poetas cantan entonces un futuro de razón sin chantajes, con las academias militares como anexos a los museos de paleontología.

Mirándolo un poco más de cerca, los hechos no son tan alentadores en todas partes. Los alemanes orientales -y es de esperar que algunos países vecinos también- han incoado procesos por abuso de poder a la nomenklatura, que se dilucidarán en vistas públicas con las garantías jurídicamente exigibles. En Rumanía, por su parte, se imputó al dictador asesinar niños de forma indiscriminada o destruir el plasma de los hospitales, cargos demasiado parejos a los que se hicieron contra Herodes o María Antonieta para ser admisibles sin pruebas categóricas. El siniestro alegato del fiscal anónimo, con claros ecos del 1984 orwelliano, sugiere que la farsa de juicio y la ejecución podrían estar montadas por el sector más vivaz de la Securitate, enarbolando el peligro de la Securitate misma para liquidar sumariamente a parte de su cúpula; las policías secretas están especializadas en crear los peligros que se ofrecen a resolver, y el país podría seguir regido por la vieja casta, con incorporaciones recientes como clero ortodoxo y capital foráneo, al estilo polaco.

Sin embargo, para los integrados en el bloque no comunista, la cuestión crucial es determinar hasta qué punto las iniciativas populares en el Este buscan libertad en el sentido más creativo de la palabra o bien tratan de imitar puntualmente nuestros sistemas.

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Por lo que respecta a España en particular, no parece realista pensar que quieran realmente imitarnos. Además de acatar vitaliciamente a nuestro conducator, aceptamos que sus órdenes se convirtiesen en leyes e instituciones perdurables (don Juan Carlos y no don Juan, por ejemplo) y se plasmaran en varios artículos de la Constitución, que son precisamente los más conflictivos o anacrónicos. Por si eso fuera peco, mientras en la URSS y en la Europa oriental los jerarcas del viejo régimen son procesados por malversación (desde el hijo de Breznev en adelante), nosotros no sólo dejamos libres de: investigación a los nuestros, sino que sus sucesores del puño y la rosa paralizan cualquier iniciativa para aclarar la grandiosa corrupción actual, osando incluso acosar a la Prensa cuando roza el tema.

Por lo que respecta a casi todo el resto del llamado mundo libre, convendría también tener presente que la democracia parlamentaria se ha convertido en un sistema tan manejable para grupos con hegemonía financiera como accesible es el golpe de Estado para grupos con hegemonía militar; ya no son precisos gorilas que defiendan a tiros las ideologías más rentables, pues la capacidad para manipular el rito electoral legitima democráticamente a los elegidos por sanedrines que controlan inversión, promoción y pasatiempo de modo simultáneo sin que nadie les controle a ellos.

Atendiendo al engranaje que vende Coca-Cola como sensación de vivir, los acontecimientos del Este marcarían el fin del socialismo real o propiamente dicho, vencido por la productividad de quienes en Osaka o Taiwan levantan altares votivos a su jefe de taller y templos al director de la fábrica, mientras en la cúspide de tanto buen orden van sucediéndose Gabinetes que dimiten al aflorar incontrovertibles pruebas de soborno, aunque -cosa curiosa- ninguno acabe entre rejas; es la dineromanía como lubricante milagroso que suaviza estereofónicamente toda fricción. Atendiendo a otros, quizá muy ingenuos, los hechos del Este serían el germen de un socialismo no atado a caricaturas crueles, como la del socialismo real precisamente.

El caso es que resultan lecturas distintas de la historia, según prime una aspiración o la otra. No es infrecuente fechar en la reunión de Malta el comienzo del Estado universal y atribuir a la perestroika semejante hito. Pero el Estado universal existe desde Yalta, velado por amenazas de apocalipsis nuclear que imponían al planeta el viejo truco del policía bueno y el malo; para cubanos o vietnamitas, el policía bueno era un comisario leninista, y para filipinos o brasileños, el policía bueno era un agente de la CIA. Entre lo mucho que la humanidad debe a Gorbachov no está conciliar a ambos inspectores, sino poner en claro que llevaban casi medio siglo siendo inseparables colegas de puertas adentro e irreconciliables enemigos de puertas afuera, con enormes beneficios para ciertos sanedrines y enormes perjuicios para todos los contribuyentes del mundo.

Queda ahora por ver si el derrumbe de la ortodoxia comunista entronizará definitivamente esa huida hacia adelante del anticomunismo a ultranza. En principio al menos, la actualización o glasnost tiene como seria novedad no seguir oponiendo socialismo y radicalismo, tesis cooperativas y tesis libertarias. Con fronteras abiertas, es indudable que toda esa parte del mundo puede quedar tan fascinada como la nuestra por dineromanías, dejando inmodificado o incluso fortalecido el latrocinio principal. Sin embargo, tanta opresión puede haber enseñado al Este antídotos para evitar que sigan pagando el Estado los económicamente humildes, como desde tiempos faraónicos acontece bajo distintos pretextos.

No se trata de comunismo ni de colectivismo. Por supuesto, los capaces y diligentes tienen derecho a mucho más poder adquisitivo, aunque no a cotizar proporcionalmente mucho menos. Una solución tal, puesta ya en práctica por unos pocos países del planeta, les ha otorgado mejoras descomunales en solidaridad y calidad de vida, saneando a fondo su economía. Extendido sobre zonas más amplias, difundiría a los cuatro vientos algo inherente a cualquier organización estatal no regida por sanguijuelas: que un Gobierno centralizado sólo tiene sentido como impulsor de sucesivas descentralizaciones, orientadas a la autodeterminación plena, no ya de cada región, sino de cada valle. Cuando esto acontece -como en Suiza-, casi nadie conoce el nombre del jefe del Estado y el simple nepotismo con cargo al erario público es tan raro e infame que puede castigarse como el homicidio.

Muchos apuestan hoy por una compra del hipotecado Este, y sin duda tienen altas posibilidades de adjudicarse las subastas. Pero -en contraste con ellos- la iniciativa popular que sostiene cada vez más a la glasnost no está hipotecada a propaganda alguna. Como las sanguijuelas nunca serán autónomas, el coraje de perseguir lo justo tendrá -cuando menos- aquella exigua ventaja que Spinoza atribuyó a la verdad sobre sus imponentes adversarios: durar siempre un momento más.

Antonio Escohotado es profesor titular de Sociología de la UNED.

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