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Pasos de tango

En algún cafetín de la porteña calle de Las Heras solía verme con Ernesto Sábato. Charlas inolvidables sobre política, literatura, etcétera, que siempre derivaban hacia el tango. Ernesto, con el apasionamiento irradiante de su alma cálida, se embebía en el tema. Nos interrumpíamos para recitar una letra o tararear una melodía. El extraordinario escritor se engolfaba con frecuencia en la ardo rosa apología del tango metafisico, ese que otea profundidades en la amarga inspiración de En rique Santos Discépolo. Buenos Aires es una ciudad, compleja y misteriosa. Misterio que nunca conseguirá descifrar totalmente quien prescinda de las pistas patéticas y populares del tango. Una herida sangrante en el corazón del espíritu porteño. Ramón Gómez de la Serna, genial descubridor de los secretos mejor guardados, escribió con aguda precisión: "Tocan otras músicas para que se cierren las heridas, pero el tango toca y canta para qué se abran, para que sigan abiertas... Para meter el dedo en ellas". Junto a su melancólico entendimiento de la vida late en el tango un angustioso aliento de protesta. Nacido en el suburbio hace algo más de un siglo, antes de entronizarse como canción ciudadana, expresión de la gran urbe, fue el canto arrabalero, el baile de los barrios desposeídos, por donde transitan el pícaro y el emigrante desafortunado, el buscavidas y el compadrito. Gentes de gallofa y cuchillo que ven crecer ante sus ojos la capital opulenta, orgullosa y deslumbrante.

El tango, surge con la emoción del desafío. Compases que acompañan a las desolaciones de la marginación, bueno para ser bailado en las casas de lenocinio y en los patios de los conventillos pobretones, y que al recibir el don de la palabra introduce en las letras la germanía rea y carcelaria, el lunfardo, cuyo vocabulario alcanzará a imponerse como contribución viva y popular en el habla rioplatense.

Con lógica defensiva, la oligarquía tradicional, que tanto hizo por convertir a la infinitud de la pampa en potente manantial de riqueza, lo ignoró en un principio, pero el tango, que llevaba dentro una auténtica y comprometida verdad de palpitante belleza, se tomó una impredecible revancha: voló sobre los mares y conquistó a los pocos años de nacer nada menos que a París, el sueño pertinaz de los dirigentes de la capital argentina.

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La vieja y cara Lutecia no sólo lo mimó, sino que, con su poderoso influjo, lo proyectó mundo adelante. Primero los cabarés y después los salones de la belle époque se dejaron poseer por las eróticas languideces de las melodías platenses. Una conquista en toda regla. Danza y canción. universalizadas que comenzaron a levantar las peanas del mito.

Nuestro popular novelista Vicente Blasco Ibáñez, al que jamás abandonaría su levantino instinto mercantil, puso bastante más que un grano de arena en la escalada mitificadora. Los cuatro jinetes del Apocalipsis, clásico y reconocido best-seller, novela pensada para saltar fronteras y servir a la causa de Francia en la guerra de 1914, volaría del ámbito literario para asaltar el lienzo de plata, que era como los cronistas relamidos de entonces denominaban el cine. Rodolfo Valentino, encarnación arquetípica del latin lover, bailando el tango con elocuencia machista en un cabaré parisiense como protagonista de la adaptación del libro de Blasco Ibáñez, hizo algo más que añadir una estrofa a la leyenda en vivo de la danza argentina: canceló la deuda que el tango tenía con París.

El tango, para entonces, ya se había adueñado de las noches españolas. La pasión tan guera vibraba por todas partes.

No faltaba una orquesta argentina en los cabarés de nota y los grandes intérpretes del tango, comenzando por Gardel, cantaban en ellos. Tuvimos un color tango y el representativo dibujante Penagos, cronista artístico de aquellos años, estilizó a la nueva mujer española, la que se arrancó el corsé y se cortó la melena a lo garçon, entregándose a los provocativos abandonos de la nostálgica danza. Y hasta a las chicas de alterne se les llamaba tanguistas, porque para ser contratadas tenían que acreditar su profesionalidad en el baile de moda.

Nuestra sociedad evolucionaba en todos los sentidos. Las revolucionarias trepidaciones del jazz impondrían los ritmos afroamericanos. Se relegaba a los rincones del suspiro a los valses y los tangos, mientras este último perfilaba sus perfeccionamientos en su cuna del Plata. Se literaturizan las letras bajo la invasión de la lírica modernista (no en balde Rubén Darío proyecta Prosas profanas sobre "el regio Buenos Aires" y compone la Marcha triunfal en la isla de Martín García, entre las ondas del estuario).

El tango se intelectualiza. Y no sólo en las letras. Los mejores, escritores argentinos acometen en sus ensayos el tema tanguero, entremezclando literatura, historia y sociología. Buscan en él su contribución al espíritu y a las señas de identidad de la patria toda. Suena la hora dorada del tango, tanto por los reconocimientos absolutos como por la profundización en sus esencias y la legitimación de sus formas.

Mariano Mores, muchas de cuyas melodías se complementaron con la poesía honda y desgarrada de Enrique Santos Discépolo, ha venido a España a rememorarnos aquella época áurea. Mores, compositor de tangos tan universales como Uno y Adiós, pampa mía, ha acertado a poner en pie un trozo vivo del arte y la personalidad del. país hermano. Presencia y nostalgia convergen en su montaje escénico.

La vida es memoria. Y revivo a un Mores juvenil, sentado al piano de un ilustre príncipe polaco en el exilio, explicándome el mestizaje creador de la castiza música arrabalera, cuando el tango era ya historia y representación de la idiosincrasia argentina.

Waldo Frank, en su ferviente y polémico libro América hispana, sentencia: "El tango es la danza popular más profunda del mundo". Ernesto Sábato, saltándose la apreciación comparativa de Frank, afirma que fue Discépolo quien acertó con la "definición más entrañable y, exacta" del tango: "Es un pensamiento triste que se baila".

es escritor y ex embajador de España.

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