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NECROLÓGICAS

Antonio Carretero, magistrado y fundador de Justicia Democrática

Es difícil aceptar la muerte de Antonio. Ha sido una crueldad innecesaria. Fue tan extraordinariamente atento con la vida, tanta atención puso en vivir a fondo, que la vida no ha podido ser más desatenta con él. Como su admirado camarada Pablo Neruda, no tendría más remedio que confesar que ha vivido. Pero con Antonio no reza aquello del poeta "tanto penar para morirse uno". Si acaso, tanto vivir, tanto crear, tanto luchar.Antonio fue, en tiempos de mediocridad y felonía, una genial anticipación de lo que es ser un juez democrático, es decir, un juez rebelde ante el poder, entrañÚdo en el sentido de la justicia y en la pasión por la igualdad de su pueblo; un juez revolucionario poi-que era, de verdad, amante de la libertad y sabía de sobra que ésta es indisociable de la igualdad y de la dignidad de todos los seres humanos. Fue, por ello, en la larga noche de piedra de la dictadura, uno de los fundadores de Justicia Democrática, uno de sus más tenaces inspiradores, y, al mismo tiempo, por su profundo compromiso con una democracia ambiciosa, un comunista convencido.

Pero nada más lejos de la personalidad de Antonio que la dialéctica amigo/enemigo propia de las militancias apostólicas. Jamás le oí juicios implacables sobre personas ideológicamente distantes. No era sólo por su sentido de la humanidad, por su respeto a todo ser humano, sino también por su sentido del humor. No puedo sino recordar aquella anécdota de los jardines de Valldemosa.'Había sido invitado a dar una conferencia en Mallorca y, después, con otros compañeros y con la inevitable compañía de un gobernador franquista de la ultraderecha, se fue a visitar aquellos hermosos parajes. Cuando le preguntó al gobernador coronel cómo se llamaban aquellos jardines por donde pasearon Chopin y la Sand, el pretor respondió sin inmutarse: "Jardines de Carrero Blanco". La infrenable hilaridad de Antonio mosqueó no poco al senor gobernador. Frente a la ridiculez, la risa, no el encono.

Antonio no ha sido un juez cualquiera, un profesor cualquiera, un psicólogo o un sociólogo común. Ha sido, sobre todo, un ciudadano extraordinariamente lucido, imaginativo, luchador y creador. Ha sido un verdadero lujo para sus amigos, para sus compañeros y para su profesión. Su sentido de la lealtad, su compromiso con la solidaridad y con la justicia y la luz de su inteligencia quedan entre nosotros.

Su muerte es una mutilación de nuestro universo humano, una horrible amputación. Como Rubén Darío, hay que rogar por Antonio a nuestros dioses: "Ellos le guarden siempre. Amén".

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