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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una carta sin valor

MÁS DE un año de debates y el intento fallido de la cumbre de Madrid han sido necesarios para que la Comisión Europea apruebe por fin el proyecto de Carta Social Europea, especie de catálogo de los derechos fundamentales de los trabajadores. Un texto tan esperado no ha podido tener alumbramiento peor recibido: por una parte, no ha logrado disipar el rechazo de los empresarios ni calmar la radical oposición de la primera ministra británica, Margaret Thatcher; por otra, la Confederación Europea de Sindicatos ha convocado una manifestación de protesta en Bruselas el próximo miércoles 18 para llamar la atención sobre el desequilibrio entre unas normas sociales que consideran demasiado moderadas, y que no son vinculantes, y los cientos de directivas económicas de obligado cumplimiento.La presidencia francesa, que debe presentar el proyecto en la cumbre de Estrasburgo, en diciembre, trata de cubrirse de antemano, y, por boca de la ministra Edith Cresson, ha anunciado que acaso no sea posible conseguir la unanimidad por el veto británico. El Gobierno francés, igual que antes el español, definió la Carta Social como una de las prioridades de su mandato comunitario. Como último recurso tratará de conseguir el voto de 11 jefes de Estado y de Gobierno de la CE y formular una declaración solemne que nadie sabe muy bien para qué puede servir al tratarse de un tema que requiere la unanimidad.

Desde que el pasado 27 de septiembre la Comisión Europea trazó la bisectriz entre las dos tendencias enfrentadas, no ha dejado de aumentar el número de quienes defienden un texto no vinculante. Sin discutir su valor simbólico o el grado de compromiso político que pueda reflejar una declaración solemne, la Carta Social Europea, como referencia fundamental para el mundo del trabajo comunitario, va a quedar reducida a un simple instrumento abstracto.

La declaración propuesta reconoce el derecho a "un salario decente", aunque la Comisión Europea ya ha anticipado que no existe vocación de definirlo. También reconoce el derecho de huelga, "bajo la reserva de excepciones específicas en la legislación existente", lo cual da pie a suponer que será un recurso sometido a 12 baremos. El derecho a la información, consulta y participación de los trabajadores en la empresa, a pesar de su formulación, será el gran caballo de batalla, en especial en las multinacionales europeas. Y, junto a la protección social, la formación profesional continuada, que debe ser obligatoria para los jóvenes de entre 16 y 18 años, constituye quizá el aspecto más novedoso. Ningún avance, sin embargo, sobre el derecho a descanso semanal o sobre la duración de jornada.

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Si el cuadro de derechos ofrecidos no supone ninguna mejora obligada en cualquiera de los Estados de la CE puede incluso cuestionarse su conveniencia. Si el propio proyecto afirma que el articulado no puede servir de excusa para retroceder en los derechos adquiridos en cada país cabe preguntarse cuál es el alcance político del texto. De momento, la propuesta no ha levantado más que rechazos, bien por su inutilidad, como afirman los sindicatos, bien porque no hay que poner puertas al campo, como argumentan los empresarios. Pero si la mera formulación de la igualdad en las condiciones jurídicas de acceso al trabajo, que en nada mejora las legislaciones nacionales existentes, da pie a la división en el interior de la CE, cabe preguntarse qué podría pasar si se estuvieran discutiendo ya reformas sociales que implicaran pérdidas netas de soberanía nacional, inversiones y gasto.

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