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Formas de hablar

Fernando Savater

En las dos últimas semanas me han llamado la atención muy significativamente dos aseveraciones contundentes a las que la Prensa ha concedido cierta efímera relevancia. Ambas son interesantes porque proceden de autoridades de sentido de este mundo, la primera ya algo marchita, pero aún no descartable (Iglesia católica), y la segunda en pleno auge (ciencia). Ambas me interesan porque tienen incidencia ética, directa en el primer caso e indirecta en el segundo. Y lo más destacable de ambas no es el tratamiento de fondo que apuntan para la cuestión que plantean (bastante trivial y hasta intelectualmente miserable en los dos casos), sino lo que se revela a través de esa forma de hablar chocante o impresionista como reclamo para la atención pública. Veámoslas de una en una.La primera emana de un documento pastoral vaticano y establece un paralelismo entre la adicción a la pornografía y la adicción a la droga: según éste, el erotismo sería la droga blanda, paso previo a la droga dura de la pornografía, y de ahí a la esclavitud definitiva. La conclusión a sacar supongo que será el rearme moral en ambos casos y el apoyo a la legislación menos permisiva sobre adquisición y uso de productos tan dañinos. Dejemos de lado ahora la competencia técnica que en cuestiones eróticas ha de concederse a quienes se presentan a sí mismos como castrados voluntarios. Lo más notable es la franqueza con la que los profesionales de la represión asumen que para fomentar aceptablemente la prohibición pública de algo referido al deseo de cada cual lo mejor es asimilar el caso a la cuestión de la droga. Siempre que haya que justificar la persecución puritana de un tipo de placer o modo de vida desaprobado por algún tipo de inquisición, siempre que haya que prohibir al individuo hacer algo que no ataca en principio a nadie más que a sí mismo (y aun esto, sólo en opinión de un observador exterior), siempre que se pretendan convertir en amenaza social inaceptable los efectos y riesgos de la libertad de las personas, es aconsejable remitirse al llamado problema de la droga, paradigma actual de la transgresión abominable.

Hay que, agradecer a los padres vaticanos esta luminosa aproximación entre salvación del alma y salud del cuerpo, entre el vicio de derrochar lo que debe emplearse en procrear y el de dilapidar lo que hay que guardar para producir. Algunos, desde nuestra malicia laica, nos lo habíamos supuesto, pero es muy reconfortante que ya quede definitivamente claro. En efecto, la pornografía crea una adicción tan real -y tan fantástica- como cualquiera de las Ramadas drogas; cuanto más se la prohíbe y sataniza, cuanto más se la rodea de los fastos de la transgresión, más fuerza atractiva y esclavizadora cobra entre sus víctimas. Tanto la pornografía como el uso de ciertas sustancias pueden ser hábitos discutibles, en ciertos aspectos perjudiciales para la salud psíquica o física, pero no llegan a ser definitivamente nefastos hasta que se convierten en obsesión. Y para hacerse obsesivos no bastan determinismos lúbricos o químicos, sino que se precisa toda una persecución en regla, las infatigables alarmas retóricas de los predicadores, los cantos de sirenas de la policía, los ministros reunidos en consejo para atajar el mal que amenaza a las raíces de la sociedad, la desinteresada colaboración de gánsteres, curas y doctores. Así nacieron las colas de automovilistas rumbo a Perpiñán o Biarritz para ver El último tango, así los jóvenes desencajados que rondan la noche en busca de la dosis deliciosamente ¡legal. El peligro es gravísimo: ¿no recuerdan ustedes que en ciertas épocas la masturbación reblandecía hasta el raquitismo la médula espinal? Pues hoy la cocaína lleva el mismo camino, y por la misma razón clínico-teológica...

La segunda de estas grandes noticias proviene del científico Richard Dawkins, biólogo reputado que no trepida al afirmar con lógico contento: "Nuestra misión en la Tierra consiste en perpetuar los genes. En realidad, sólo somos unas máquinas que existimos en función de la supervivencia de los genes". Dejo de lado ahora la, discusión científica de la cuestión evolutiva aquí implicada, porque en realidad hablar de la "misión" que tenemos en la Tierra y sobre "lo que somos en realidad" es cosa tan científica como la teosofía de madame Blavatsky. Lo que quisiera señalar es la prima de credibilidad que recibe en nuestro tiempo cualquier doctrina que promulga la insignificancia del elemento personal e irrepetible en el individuo humano. Cuanto contribuye a reforzar el mito oscurantista de la muerte del sujeto y del individuo, esa superstición totalitaria de la modernidad antiilustrada, merece aquiescente reverencia. Para Dawkins, estamos en el mundo destinados (no se sabe por qué o por quién) a perpetuar los genes; para otros, nuestra misión consiste en aumentar y acumular el capital, o en propiciar la emancipación del proletariado, o en liberar la nacionalidad oprimida a la que debemos nuestra identidad, o en permanecer a la espera del segundo advenimiento del olvidado y, mayúsculo Ser, o en chorradas semejantes y variopintas. El sentido de la existencia de cada cuál provendrá de la consideración al por mayor del material humano. Incluso los más liberales anticolectivistas en lo político aceptan colectivismos ontológicos para cimentar el sentido de lo que la libertad inventa socialmente cada día. La consideración masiva y despersonalizada siempre es realista (aunque en verdad no se trate sino de una disparatada forma de hablar, como en Richard Dawkins), mientras que la insistencia en que nada significa nada salvo aquello a lo que interpersonalmente damos significado queda como idealismo anticuado. Que luego nadie se queje.

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¿Semejanzas entre ambas proposiciones? En la primera, la superstición represiva se legitima científicamente; en la segunda, la ideología cientificista se propone como teología del presente y teocracia del inminente mañana. La libertad individual es en ambos casos algo ilusoriamente peligroso, peligrosamente ilusorio. Y este mensaje: a todo el que dimita de su responsabilidad y de los riesgos que comporta saberse libre nunca le faltará la bendición dogmática de un saber eclesial superior, venga de Juan Pablo II o de Konrad Lorenz.

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