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La muralla europea

A estas alturas nadie pone en duda la necesidad histórica de construir juntos Europa, aunque algunos no nos dejemos arrastrar tan fácilmente por los cantos de sirena que anuncian las excelencias y las bondades, sin mal alguno, de tan esperanzadora aventura.Porque al mismo tiempo que defendemos una Europa unida, sin discriminaciones de países ni de personas, cuestionamos la forma en que se está llevando a cabo y el modelo que se perfila, a la vista de los primeros esbozos.

Nos preguntamos si lo que estamos haciendo es una reproducción a gran escala del modelo neoliberal y conservador dominante hoy en muchos de sus países. Una Europa de la supremacía unilateral de lo económico sobre lo político, la competitividad desenfrenada como único motor del progreso, el nacionalismo europeísta frente a los otros extranjeros y el Tercer Mundo, la defensa a ultranza de la seguridad como valor absoluto, la exaltación de los nuevos héroes y mitos que representan todo eso.

Lo anterior puede ser un camino peligroso, incluso suicida. Una de las normas que han de guiar la construcción de esta Europa emergente es la solidaridad y el respeto a los derechos socioeconómicos y libertades de las personas y de los pueblos. Hoy, tras el acceso de una relativa mayoría de nuestras sociedades a un cierto bienestar, eso se traduce en la defensa de las minorías crónicamente marginadas, integradas por los parados, los pobres, los jóvenes sin futuro, las mujeres discriminadas, los ancianos abandonados, que constituyen una de las lacras y a la vez uno de los desafíos más importantes de los países desarrollados y aparentemente satisfechos.

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Los extranjeros, refugiados por razones políticas, sociales, étnicas o religiosas, desplazados, emigrantes, forman hoy parte de esas minorías marginadas y representan, por sus características y número, el nuevo fenómeno -fantasma para algunos- que recorre Europa.

Hasta hace poco todavía, el Viejo Continente los acogía, en unos casos por necesidades de mano de obra barata, en otros por motivos humanitarios y de asilo, virtudes que han forjado la dignidad de nuestros países.

Sorprendentemente, cuando nace el horizonte deslumbrante de 1992, los Gobiernos de la Comunidad Europea y otros europeos han tomado la decisión de limpiar su suelo de estos extranjeros. Con tal objetivo se están adoptando las más duras medidas para impedir su entrada: expulsar y devolver a muchos de los que están dentro de nuestras fronteras, en ocasiones, a sus países de origen, con gran peligro para sus vidas y libertad; reducir al mínimo las concesiones de asilo y refugio y los permisos de residencia y trabajo; hostigar sin descanso a los que permanecen dentro, sin posibilidad de legalizar su situación ni retornar a sus países, mediante detenciones, internamientos y amenazas constantes.

Durante este año de 1989, la Comunidad tiene el propósito de establecer una directiva de. armonización de normas sobre refugio y asilo. Los países firmantes en 1985 de los acuerdos sobre extranjeros, denominados de Schengen (Francia, Alemania Occidental y el Benelux), se disponen a modificarlos con nuevas medidas restrictivas, que incluyen un plan de red informática sobré datos personales que haga tristemente solidarios a esos países en sellar sin fisuras sus fronteras a lo no europeo y lo no poderoso. Este grupo de países -que amenaza extenderse como fichas de dominó- y el activo Grupo de Trevi trabajan en secreto, al margen de los Parlamentos nacionales, del Parlamento Europeo y de la opinión pública.

Europa, pues, se propone erigirse en fortaleza inexpugnable para los extranjeros. Y a España, por su situación geográfica y sus relaciones con África y América Latina, se le ha impuesto el papel de gendarme principal, encargado de guardar las fronteras comunitarias. Papel que choca abiertamente con sus verdaderos intereses nacionales, su tradicional espíritu de hospitalidad y sus deberes de reciprocidad y de justicia, particularmente con los pueblos de América Latina, donde tantos millones de exiliados y emigrantes españoles han sido siempre acogidos como hermanos. No hay más que ver las reacciones que han producido las recientes disposiciones del Ministerio del Interior, de exigir billete cerrado de ida y vuelta y una cantidad desorbitada de dinero para poder- entrar en España, entre los Gobiernos y los ciudadanos latinoamericanos. Sólo hace falta ahora que se ceda de nuevo a las presiones de la Comunidad para que a estos mismos ciudadanos de América Latina se les pida visado de entrada y se les restrinjan al máximo las concesiones de nacionalidad española. ¡Bonita manera de conmemorar el V Centenario!

Para justificar todo eso se esgrimen motivos de lucha contra el paro y se presentan razones de autodefensa frente al narcotráfico, la delincuencia y el terrorismo. Una vez más el cajón de sastre de la seguridad del Estado, a la que la Audiencia Nacional ha elevado hace unos días, por cierto, a la categoría de "derecho fundamental" (!).

No se puede negar la necesidad de que los Estados velen por el trabajo de sus nacionales y se defiendan de los fenómenos apuntados. Sin embargo, el problema de los narcotraficantes, los delincuentes y los terroristas no se puede confundir con el de los emigrantes y refugiados, y su tratamiento requiere métodos adecuados y diferenciados. Se ha demostrado que las medidas aplicadas contra estos últimos no arrojan resultados positivos en la lucha contra esos males.

En cuanto al desempleo, el problema no reside en la interesada contraposición entre parado nacional y parado extranjero, sino entre minorías marginadas y una amplia capa de privilegiados, fruto de un modelo desarrollista que divide a nuestras sociedades y las separa de otros pueblos, antiguas colonias que tanto han contribuido al bienestar de los países desarrollados.

Europa teme que el flujo ascendente de extranjeros que llaman a sus puertas desborde su capacidad de acogida. Es cierto que sus posibilidades en este sentido no son infinitas. Sin embargo, las medidas drásticas que se están aplicando no van destinadas a regular y evitar ese posible techo, sino a desalojar a una parte importante de los que se encuentran dentro e impedir la entrada de la mayoría de los que llegan.

Esa política lleva en su seno analógica involutiva que no se para en las fronteras exteriores.

Por este camino, y a la sombra del actual discurso de los Gobiernos sobre emigrantes y asilados, va surgiendo el rostro de una Europa inquietante. Una Europa que pretende, ilusoriamente, configurar su identidad sobre un bienestar convertido en isla, frente a la pobreza interior y exterior que la rodea, sin una conciencia clara de que su destino está íntimamente ligado al de todos los ciudadanos y pueblos; de que comparte un futuro con todos ellos que sólo se logrará en el común desarrollo de la igualdad y el respeto de los derechos de la persona y los pueblos. Una Europa donde se hace presente la dialéctica amigo-nacional enemigo-extranjero, con sus brotes xenófobos y segregacionistas, que adquiere extremos radicales en ciertos grupos sociales y avanza peligrosamente entre los Gobiernos. Una Europa fortaleza en la que los paladines de la seguridad y el orden cobran protagonismo y afianzan su poder en las instituciones del Estado, de la Comunidad, con unos ministerios del Interior crecientemente autónomos en decisiones que no sintonizan a menudo con el espíritu del Estado de derecho, que preparan "espacios policiales europeos", todo ello sin el necesario control de las instancias parlamentarias y de la anestesiada opinión pública. Ante ese panorama, el problema de los refugiados emigrantes no es más que un síntoma de algo mucho más profundo.

Sin alarmismo, hay que permanecer activamente alertas ante el desarrollo del fenómeno. Los movimientos xenófobos han sólido ser siempre en la historia pájaros de mal agüero, en el mejor de los casos anuncio de vientos autoritarios. La construcción de una Europa nueva y unida significa, ante todo, una Europa más democrática y solidaria.

Hay que propugnar para Europa una cultura que haga de ella un continente abierto a la libertad y al trabajo de las personas; y que frene la ciega dinámica actual, en la que España ha iniciado un papel protagonista más bien propio del novicio que quiere hacer méritos en la comunidad aplicando una política que ni le interesa ni le corresponde, consistente en levantar una muralla a lo extranjero y lo diferente. Hay que abrir esa muralla europea excluyente y sustituirla por un proyecto integrador y positivo.

Suscriben este artículo Faustino Lastra Javier Alfaya, Jaime Sartorius, Manuel Ballesteros, José Miguel Martínez y González del Campo, José Antonio Gimbernat, Cristina Almeida y Manuela Carmena.

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