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¡Viva Sócrates!

Por lo visto, un periodista norteamericano retirado, un tal señor Stone, ha sacado un libro, que las prensas españolas se han apresurado a venderles a ustedes traducido bajo el título El juicio de Sócrates.

Parece ser que el autor, para darle a las cosas ese empaque de escrúpulo y seriedad científica, cuenta que para acometer su empresa se puso en su vejez, como Catón el Viejo, a estudiar griego. Uno pensaría que si se tomó ese deleitoso trabajo sería para poder entender con precisión los ambages lógicos y sutilezas que juegan en los diálogos socráticos (lo cual requiere ciertamente una buena familiaridad con el ático coloquial de esa literatura) y para meterse un poco en el interminable intento de, a través de las versiones de Platón y de Jenofonte, comparando y contrastando, discernir algo de lo que pudo acaso decir la voz de Sócrates dialogando por las calles. Pero no: al señor Stone no le interesa para nada a qué suena sócrates ni lo que dice; le interesa el personaje Sócrates, y la Democracia, y discutir una vez más de los motivos que tuviera el Jurado democrático ateniense para condenarlo a muerte a los 70 años para el cual fin le bastaba con recoger una sarta de trivialidades históricas y opiniones ramplonas sobre el caso, que unas mediocres traducciones en su lengua le hubieran igual de bien proporcionado.

(Los lectores que quieran, con motivo de este devaneo volver un poco sobre el caso disponen, entre otras, de la Vida de Sócrates, de A. Tovar, muchas veces reeditada y traducida, y, si lo quieren más escueto (oso ofrecérselo porque son libros hace años agotados y que tendrán que buscar en alguna biblioteca), el artículo Sócrates, que fabriqué hace unos 15 años para la enciclopedia Universitas, de la Editorial Salvat, tomo II, y las obras socráticas de Jenofonte que saqué un par de años antes en la colección de bolsillo de Alianza Editorial.)

El meterse con la figura de Sócrates ha sido una ocupación frecuente en este mundo desde que, vivo él y presente, Aristófanes (que en política era conservador y amigo de paces con los espartanos) la puso en Las Nubes en ridículo, cargándola con especulaciones físicas y malas mañas retóricas que no tenían mucho que ver con Sócrates, pero que daban motivo a un espléndido juego cómico, y después de muerto, la más notoria hasta ahora de las diatribas antisocráticas era la de Nietzsche que lo atacaba sobre todo porque, frente al principio puro y duro de "el más fuerte" (contra el que se lanza el Sócrates de Platón en el libro I de la República), le parecía a él que venía Sócrates a sostener la ley de los débiles y comunes, o sea, el principio mismo de toda democracia. Ahora, este señor Stone la toma con esa figura casi exactamente por lo contrario: porque Sócrates, amigo esta vez de oligarcas y hasta de regímenes espartanos, era un peligro o molestia para la Democracia, y que, en el fondo, por eso lo condenaron, lo cual al señor Stone, como demócrata que es, le hace comprender mejor, si no disculpar del todo, que el Jurado democrático ateniense lo condenara.

Cuesta enterarse de tan crasa majadería sin encolerizarse un poco, y a duras penas me avengo a rememorar un par de notas sobre la figura de Sócrates antes de volver a lo que importa.

Hace el señor Stone como si no se nos hubiera transmitido claramente que los cargos por los que se juzgó y condenó a Sócrates fueron el de corromper a los jóvenes y el de meter dioses que no eran los oficiales, o le parece muy normal y democrático que a uno se le monte un juicio con unos cargos aparentes mientras que, por lo bajo, anda otro cargo verdadero, que no es siquiera el de que a la mayoría democrática de los atenienses Sócrates les caía gordo y estaban hartos, sino eso de que no era un buen demócrata y, más bien, le gustaban los regímenes aristocráticos, cargo, por cierto, que era fácil de formular y que en las varias democracias atenienses se había muchas veces empleado. ¿Para qué habría que andar acusando a Sócrates de pervertir jóvenes y de traer otros dioses, cargos más bien insólitos y poco decentes para los ideales democráticos, si no era de eso de lo que se le acusaba?

Luego, el señor Stone, al parecer, se desentiende de que habiéndole dejado a Sócrates vivir 70 años, había pasado por regímenes de diversos colores en Atenas, entre ellos, algunos netamente oligárquicos, como el de los 30 tiranos, durante el cual a Sócrates, como en tales regímenes se suele, sabemos que los Treinta quisieron implicarlo con ellos, encargándole una gestión policiaca para atrapar a uno de la lista negra, a lo cual él respondió no dándose por enterado del encargo, así que en un tris debió de estar que en consecuencia se lo hubieran cargado a él, adelantándose así las cosas algunos años y haciéndole para la historia perecer bajo una oligarquía, en vez de bajo una Restauración de la Democracia.

¿Cómo desconocer la evidente indiferencia de Sócrates por los cambios de régimen y las actualidades políticas de Atenas?: él se dedicaba a preguntar, entre otras cosas, qué es eso de "gobernar un Estado", y esa es una pregunta que a ningún tipo de Gobierno le sienta tÁen; sólo que a Sócrates la mayor parte de su vida le tocó hacerla bajo una Democracia.

¿De dónde vienen entonces esas historias del señor Stone sobre las ideas políticas de Sócrates y sus simpatías por el régimen espartano? Ahí debe de estar lo más zafio del guisado: de los casi solos testimonios socráticos que nos quedan, los escritos de Platón y de Jenofonte, apenas sí con mil miramientos y discusión de contradicciones, han podido los filólogos ir sacando algún hilo para discernir lo que en ellos podía haber de socrático, separándolo de lo que los autores fueron atribuyéndole de sus propias ideas y sus gustos a su respectivo personaje "Sócrates". Pero, en cambio, de Platón y de Jenofonte estamos bien informados: Jenofonte, bastante limitado de entendederas y facultad dialéctica (tanto más admirable que el recuerdo de las charlas socráticas oídas en su juventud le hiciera escribir en defensa de su memoria), era un señor con ideales de derechas y declaradamente filoespartano; Platón, maravilla de lucidez y gracia en la escritura, a quien debemos por sus diálogos de juventud la mayor parte de lo que pueda habernos llegado a la voz de sócrates, sabemos que con la edad fue desarrollando ideales políticos y colaborando incluso con dictadores en ensayos para realizarlos. Pues bien, hete aquí que ahora el señor Stone le car-

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¡Viva Sócrates!

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ga tranquilamente a Sócrates todo lo que a su propósito le viene bien de las monsergas morales y políticas que Jenofante sobre todo le mete de vez en vez a su personaje "Sócrates", y supongo que también de los ideales políticos de Platón, que también él fue cada vez más descaradamente poniendo en boca de su "Sócrates" (aunque hay que decir que en el último y más grueso de los tratados políticos, las Leyes, tuvo la decencia de retirar al fin el nombre de Sócrates de la trama), y así se ha debido de montar el señor Stone el Sócrates que le hacía falta para el juicio.

En fin, el colmo de la cosa debe de ser cuando, como muestra del desprecio de Sócrates por la Democracia, le reprocha el señor Stone no haber en su defensa apelado al principio de la libertad de expresión, genial invento que si Sócrates hubiese usado le habría disculpado de corromper jóvenes y de meter dioses nuevos. Como si Sócrates no hubiera hecho al Principio Democrático de la Libertad de Expresión el más directo y fino homenaje que se puede, a saber, el de usarla, soltando el día del juicio, igual que cualquiera de los de su vida, lo que le salía por esa boca, sin cuidarse mucho de sus consecuencias.

Y todavía yo creo que el señor Stone sospecha que Sócrates, que podía haberse fácilmente salvado de la condena (y podía, sí: a lo que dicen nuestras fuentes, pudo en contrapropuesta de pena condenarse a una multa muy grande, tomando el dinero que sus amigos ricos le ofrecían, cosa que el Jurado habría aceptado probablemente; pero él, que pensaba que lo que Atenas le debía era agradecimiento por haber operado sobre ella como el tábano que mantiene despierto a un caballo remolón, se obstinó en no ceder en eso, y todavía, a regañadientes, se condenaba a pagar todo el dinero que él tenía, unas 20.000 o 30.00 pesetas de las de ahora, lo que al Jurado, claro, no iba a parecerle respetable), pues sospecha el señor Stone -yo creo- que se dejó ejecutar adrede para chinchar a la Democracia y dejarla para siempre cargada con la mala sombra de su muerte.

No puedo más seguir en torno a la figura de Sócrates con estas necedades. El libro del señor Stone ni siquiera lo he leído: al entrar o salir de cenar lo he hojeado un par de noches en las pilas de novedades de algún drugstore, y no me han dado ganas de más. Ni me habría ocupado de semejante libro si no llega a ser que un amigo me trajo a la atención un par de artículos que han sacado G. Jackson en El Independiente, 24 de febrero, y F. Savater, en EL PAÍS del 26, a propósito del libro, tratándolo con encomio, aprobando su ingenio y probidad histórica, y hasta Savater, que en años lejanos anduvo leyendo conmigo restos de presocráticos (y sócrates no es otra cosa que el último de los presocráticos), estimando contundentes los argumentos del señor Stone y declarando la delicia de iconoclastia que con ese libro le ha cosquilleado.

¿Qué puede pensar uno de estos hombres? Lo más piadoso que se le ocurre pensar a uno es que están viejos o se están haciendo viejos, o adultos, por lo menos. Porque es que la voz de sócrates es un encanto perpetuo para los oídos de los muchachos. La figura "Sócrates", al fin y al cabo, allá se vaya, con su juicio y su muerte, con la Atenas democrática del 339, ante y la Administración de la Casa Blanca de 1989 post, a la sarta de zarandajas históricas con que entretienen su tránsito hacia la muerte los ejecutivos y sefloras de ejecutivos, comadreando delante del televisor o en su pantalla: ¿a quién le quita el sueño el figurón de Sócrates y los mecanismos políticos de su ejecución? Pero la voz de sócrates, eso que, gracias a y a la vez a pesar de Platón y Jenofonte, resucita de los escritos y suena una vez y otra, eso a los muchachos y menos formados los encanta una vez y otra y les hace abrírseles los ojos y palpitar en una pasión de razonamiento vivo.

Porque es que, en el trance en que el mundo los tiene de aceptar el principio de realidad, de someterse por su propio bien futuro a las ideas que los maybres les inculcan, suena una voz que a cada una de esas ideas dominadoras pregunta "¿Qué es?" y descubre razonando amablemente las contradicciones y mentira de que están formadas, y eso es como un aliento de liberación en que aletean, aunque sea un breve rato, sus corazones, y así les pasa, como cuenta Alcibíades de Platón (Symp. 215 d-216 b), al que hace entrar al final del convite de Amor medio borracho, diciendo aquello de que cada vez que oía a sócrates, o las razones de sócrates referidas por boca de algún,otro, le danzaba el corazón y se le saltaban las lágrimas, y le parecía que no podía un momento más seguir viviendo como vivía.

Luego los muchachos suelen hacerse mayores, y empiezan a creer a su vez en cosas, en él ideal nacional-sindicalista o en la Democracia, por ejemplo, y a ocupar sus puestos y destinos, y entonces eso de sócrates les estorba, como a ese Alcibíades, al que saca Platón en un trance de su vida en que está ocupando altos cargos en la Administración Democrática de Atenas, y que sigue en su discurso declarando que ahora lo que tiene que hacer es andar escapando de sócrates y, como Ulises con las sirenas, tapándose los oídos a sus razones, porque sabe que si las oye va a pasarle otra vez, como de muchacho, y se va a quedar allí hasta la vejez oyéndolas.

Sólo que no suelen los hombres confesarse tan claro esa necesaria huida y sordera a sócrates a que su estado adulto les obliga; lo corriente es que apaguen pronto sus contradicciones, crean firmemente en algunos ideales o principios (en caso de que el recuerdo de sócrates siga aguijando mucho, pueden, como Platón y Jenofonte, atribuirle a Sócrates las ideas en que ellos van con la vejez creyendo), o más bien no vuelvan siquiera a acordarse de a qué sonaba sócrates, al menos hasta que alguno de los niños o niñas que hayan criado para el cielo venga por ventura a oírlo y se lo recuerde amargamente.

Es una pena que los oyentes de sócrates tengan en su mayoría que ser siempre tan inexpertos y jovenzuelos y, desde luego, esto de la sucesión de generaciones y que, aunque la voz siga sonando siempre, esos jovenzuelos tengan que ser a cada paso otros y otros, no es un procedimiento nada satisfactorio ni para quedarse tan conformes, pero el tinglado así lo condiciona; y en tanto y no que pasa algo para desbaratarlo y acabar con esas condiciones, lo que sí conviene que notemos es que el truco principal para anular o ensordecer las razones es el de confundir la voz de sócrates con la figura histórica de Sócrates, y para no oírlas, platicar mucho de las anécdotas de su juicio y su condena y muerte bajo las piedrecillas de los votos negros de la mayoría democrática de un Jurado de la vieja Atenas.

Recuérdese que esa reducción de las razones de sócrates a la máscara histórica y personal de Sócrates y a sus líos con el régimen político de su pueblo que le tocó en suerte, eso es el verdadero proceso para juzgarlo y condenarlo, una y otra vez, a muerte.

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