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La permanencia del arte

Puesto que cuestiones como el mercado, la moda, la ideología y el poder conciernen a todos, a menudo se tiene la tendencia de reducir el debate sobre arte contemporáneo a una discusión que gira en torno a esas cuestiones. Por cierto que son temas candentes, íntimamente ligados a las cosas y a los problemas de nuestras sociedades, pero no son más específicos del arte que del deporte, la política o la ciencia.Forman parte de las condiciones generales de posibilidad de nuestro modelo social y desempeñan un papel tan destacado como la composición del clima, las fluctuaciones demográficas, la distribución de los conocimientos o la permisividad de lo imaginario en esa misma sociedad. Sin embargo, ésos no son temas a partir de los cuales se pudiera encontrar suficientes razones para pensar el arte y poder vivir con sus obras.

El estudio de la historia y de las ciencias humanas nos ha permitido analizar desde otro enfoque nuestra relación con el mundo y las cosas (inclusive la relación con el poder, el dinero, el sexo y el deseo) y ya no podemos no admitir más, bajo pretexto de progresismo, la reducción del arte a un epifenómeno ideológico de una infraestructura económica. Debemos entonces pensar de una manera diferente la historicidad del arte, de forma que se corresponda con la especificidad de sus prácticas.

Se sabe positivamente que el arte es producción de obras y de ideas y que es, por tanto, producción y no reproducción del sentido. Entonces es en la especificidad de sus prácticas que el arte define, apropiándoselos, los medios de producción del sentido en el que encuentra su pertinencia. De tal modo la importancia de las obras de arte se mide por su compromiso, y no en relación con la ideología, sino en relación con la historia misma. Lo que en una obra marca un hito no es un acontecimiento de tipo expresionista o existencial, ni una significación de tipo sociológico o conceptual, sino una cierta densidad de las cosas que alcanza el grado de complejidad de una existencia real, e histórica.

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Es así como el arte encuentra su pertinencia histórica y, mediante ella, termina por producir formas nuevas, apropiándose de las aperturas del sentido en la historia.

Las nuevas formas no tienen entonces nada de esa novedad que impacta, lo que a su vez es un epifenómeno ideológico de la modernidad: su desprecio. Al volverse específica, toda práctica artística produce formas nuevas. Lo que en aras de las necesidades de la concisión llamo aquí la pertinencia de las obras, no es un concepto exclusivamente epistemológico. Se trata más bien de la resistencia que presenta toda obra a la indexación ideológica o formal.

Aunque, de por sí se encuentre en el inicio mismo de una experiencia analítica del sentido, la obra no prescinde en absoluto de la síntesis de la que saca su pertinencia y su precisión, haciendo de ello el concepto fundador de sus prácticas.

Es entonces inútil buscar previsiones para el arte, igual que es también inútil generalizar demasiado las características de las épocas y las sensibilidades, en tanto preocupaciones estilísticas o líneas conductoras del gusto, sobre todo a partir del momento en que esas épocas y esas sensibilidades duran apenas el momento de una moda.

Creo francamente que la primera característica a recordar de algunas, recientes fechas artísticas es que los artistas se tomaron su tiempo, verdaderamente y antes que nada, todo el tiempo necesario, para su obra. Terminaron también por marcar una relación específica con el tiempo y la obra, un tiempo histórico que desvela otras continuidades y otras rupturas que las otorgadas por la museografía espontánea. De hecho, son las obras las que nos enseñaron a mirar de otra manera.

No son ni la moda ni el gusto los que nos llevan hacia las obras. Por el contrario, pese a la crisis de vocabulario y de conceptos críticos, las obras importantes siguen resistiéndose al gusto, a la explicación, a las ideologías, a la integración.

Esto se ha vuelto cada vez más claro durante los últimos años, pese al creciente número de parasitismo que padece el medio artístico. La increíble cantidad de medios prácticos, materiales, humanos, ha generado una confusión tal que se pueden tomar fácilmente las ferias por los lugares apropiados para el arte, y a las tiendas de enmarcado, por altas instancias teóricas para las obras. Sin llegar a dejarse deslumbrar, hay que decirse que detrás de esta confusión existe algo primordial: la democratización de la cultura y de la información que, pese a la densa concentración de advenedizos, conduce a una secularización del conocimiento y de la práctica y, por la misma instancia, hacia un conocimiento más agudo, más crítico y exigente de la realidad artística.

Frente a la industria turística, que tiende a sustituir a las instituciones culturales y artísticas, el trabajo de los mejores artistas conlleva, antes que nada, la creación de los lugares auténticos, de los lugares en los que la relación con la cultura no es gratificante, sino que queda absolutamente por definir. El arte contemporáneo genera mundos posibles, lugares que pueden existir en la historia una vez que se ha tenido el sentimiento de que existen ya para algunos de nosotros. Esa relación entre el lugar y lo posible es, en definitiva, lo que trabaja el arte. Por más que se diga que la noción del paisaje pertenece al siglo XIX, pertenece ciertamente a lo imaginario de ese siglo, a menudo a su iconografía, aunque no aún a la experiencia efectiva de su cotidianidad. Es sobre todo en el arte contemporáneo, y muy lentamente, que el arte conquista el espacio de lo real, el lugar, las cosas, fuera de las convenciones del viejo racionalismo cartesiano y de sus caducos modelos representativos, pero que aún están fuertemente arraigados en nuestra sensibilidad; de ahí los constantes virajes a la confianza en la superstición, a los valores de uso y a las tradiciones artísticas que forman las modas fáciles. Por fin los artistas de hoy tienen materia para trabajar, y esta materia no es el Gran Cañón, sino la realidad de un espacio que es simultáneamente memoria y vacío, que no es ni arquitectura ni estructura, y pese a la apresurada charla de la teoría, me niego a calificar de posmoderno -puesto que es el espacio moderno por definiciónel espacio de la libertad.

Este fin del antropocentrismo o del logocentrismo no es una de las invenciones literarias de los filósofos, sino una realidad que el arte nos pone ante la vista y nos hace posible. Lo que, pese al mal humor de los filósofos (para citar a Marlo Merz, hace de esta posibilidad (como dice Gerhard Richter) la forma más alta de la esperanza. Es, por tanto, cierto que donde hay que buscar ese lugar es en el arte, en la aventura de las obras, porque se lo encuentra raramente en los lugares convenidos.

El arte precede a la cultura. De la misma manera, si, como dice el gran historiador Paul Veyne, es el lugar lo que crea la historia, podemos pretender aquí que el arte crea el lugar figurándose su posibilidad antes mismo que acontecimiento alguno se erija en perspectiva histórica.

No es necesario ser adivino para saber lo que quedará de estos años.

Es, efectivamente, el museo inimaginable, para retomar el hermoso concepto de Georges Duthuit; es el arte que da el lugar y hace del lugar un paisaje, es decir, una unidad sintética de la experiencia, de la historia y de lo real.

Una unidad que se encuentra sobre la doble vertiente de la historia y de la antropología, porque, si asume un real para desprenderse de los restos de las convenciones obsoletas, prefigura, más que una reforma cultural o formal de los modelos, una escisión antropológica en el seno mismo de la definición de la cultura y nos enfrenta a la vez con nuestros mitos y con los límites de nuestra propia civilización.

Es así que, si la noción de arte internacional es imperialista a nivel de mercado, es pertinente en la historia de los conocimientos y de las sensibilidades, porque marca la envergadura de lo real que ataca el arte, y más que desvelarnos los secretos del éxito, nos ofrece la resistencia de un mundo en el que el arte le es composible.

Es esa densidad lo que la improbable extensión de un horizonte trabaja en un paisaje que capta la experiencia del mundo en un lugar de la libertad y en una obra de la libertad, en el sentido más fuerte del término. Lugar, horizonte, paisaje, obran como la muralla china, que, al decir de un poeta, es un anillo cuyo centro y cuya circunferencia se tocan. Esta dimensión sintética de ciertas obras contemporáneas no sólo está destinada a permanecer, sino que resiste al tiempo, como toda obra que apunta a una existencia auténtica antes de ceder al melancólico reposo del patrimonio del que tal vez un día sea llevada a formar parte. En cuanto a los nombres de esos artistas, sólo tienen sentido frente a las obras mismas. Todo lo demás es anécdota.

Denys Zacharopoulos es crítico de arte. Enseña en el ESAV (Ginebra, Suiza) y en la escuela del Magasin (Grenoble). Traducción: Jorge Onetti.

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