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De jueces

Recuerdo de cuando era chaval a un niño, de unos tres o cuatro años, cuya mayor gracia, jaleada con entusiasmo por sus mayores, era hacer e1 juez. El niño consciente de tener garantizado el éxito, no hacía remilgos y' con invitación o sin ella, siempre que había extraños no conocedores de sus habilidades, o cuando la ocasión festiva así lo requería, se erguía con premura, arqueaba hacia atrás la espalda, sacaba barriga, hinchaba los carrillos, se colocaba un puro imaginario en la boca y comenzaba a caminar con pasos cortos, enérgicos y un tanto crispados, al tiempo que miraba sin ver a su público, como si estuviera deliberando consigo mismo graves asuntos de vidas y haciendas. Y la verdad, recuerdo, siempre se producía entre el auditorio la carcajada., Hasta se apuntaba en los adultos un cierto mohín de malicia irreverente y compartida. Lo definitivamente gracioso, por lo visto, era que el niño sabía poner cara de pensar, al tiempo que transmitía de manera explícita que nada estaba pensando.Les debo reconocer que por entonces el crío en cuestión no me hacía ninguna gracia. A fin de cuentas, mi padre era juez y, desde luego, aquella imagen nada tenía que ver con la que él nos daba. Bien es cierto que, en la labor de construir un modelo acabado de juez sereno y mayestático, mi padre tampoco ayudaba mucho. Yo lo atribuyo a su perversa inclinación a no tomarse excesivamente en serio a quienes se tomaban a sí mismos en serio; de ellos, con su benevolencia habitual, apenas si se ocupaba, como no fuera para hacerles blanco de algún que otro tibio sarcasmo, en el caso extremo de que lograran -no era fácil- irritarlo. Con todo, y dado el natural de por sí impresentable de los adolescentes, yo me esforzaba en no copiar el ejemplo paterno y buscaba otros modelos judiciales que se avinieran mejor con mi rústico maniqueísmo.

Un juez, en definitiva, tenía que ser algo más parecido a un clónico de ese Dios grande y barbudo de las viejas estampas de la Biblia ilustrada por Gustavo Doré. Y lo cierto es que en aquel momento el juez que tenía en casa no daba el tipo. Comprenderán ahora por qué las gracias del pequeñín me resultasen particularmente idiotas.

A esas dos imágenes, la del crío y la de la Biblia, los años fueron superponiendo otras, tan variadas y contradictorias que aun hoy me resulta dificil formular, conclusiones seguras.

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No les importunaría con mis recuerdos si no pensara que la mayoría de ustedes son potencialmente justiciables; esto es, clientes eventuales, en cualquiera de las dimensiones del tiempo, de jueces y tribunales. Quizá no se hayan parado a pensarlo, pero es lo cierto que el mercado judicial es el más universal de los imaginables y que con mayor perseverancia resiste a cualquier crisis. "Del rey abajo, ninguno (y labrador más honrado, García del Castañar)" se escapa de su eventual tutela o control. Ni siquiera "la cuna y la sepultura" son el principio y el fin de su actuación, y conviene decirlo, en palabras de Quevedo, "para el conocimiento propio y desengaño de las cosas ajenas". Por eso, muchos de ustedes ya habrán tenido (o tendrán) la ventura o la desdicha de tropezarse con muy diversas especies de este género que hemos convenido en llamar jueces.Sin pretensiones científicas de catálogo, todos conocen (o conocerán) al juez espectáculo, al juez hada madrina, al juez culto, al juez alcanforado, al juez moderno, al juez progre, al juez especioso, al juez oráculo, al juez joven, al juez progresista, al mal juez, al juez a ratos, al juez desestabilizador de la democracia -nada menos-, al juez puro, al juez salvador de la Democracia -con mayúscula-. Hay, sin embargo, otras especies menos conocidas del gran público. De entre ellas, por no alargar la lista, voy a indicar dos que juro por mi honor haber conocido. La primera, que francamente me sorprende, es la especie, aún sin clasificar, del juez que ha logrado cultivar un rostro de maduro prohombre, caballeroso y, por tanto, ligeramente pérfido, con arrugas en la cara del tipo esculpidas adrede y, lo más chocante, a tenor del de plorable standing de los jueces, con este definible aire de rico sin dudas ni aprietos. El modelo se completa, en sus individuos más evolucionados, con un más que suficiente conocimiento de su oficio y, en todo caso, incluso en los más primarios, con una encantadora esposa apabullan temente inmerecida. No es que la especie en cuestión tenga un interés general, pero despierta las envidias suficientes como para merecer cita expresa. La segunda, que sí tiene interés general, es la integrada por aquellos jueces, mucho más numerosos de lo que pueda parecer, que cumplen sensata y hasta sa biamente su oficio.Tengo por cierto que el anterior listado pudiera aplicarse, con cierto éxito metodológico, a quienes comparten, como los jueces, el poder, cualquier poder. Pero incluso dentro de este amplio colectivo -creo que se dice así- sigue existiendo una singularidad en el caso de los jueces. Mientras que, respecto de los restantes oficiantes del poder, su descripción y hasta catalogación precisa no pasaría de tener un interés predominantemente zoológico -o, si me apuran, literario-, tratándose de jueces, la existencia de tales especies constituye un fenómeno esencialmente político de enorme, bueno, de alguna importancia.

Trataré de explicarme. Con la sola excepción de los jueces, el. resto se organiza, cada cual con su peculiar código genético, conforme a estructuras piramidales y jerárquicas. Son las famosas cúpulas dirigentes, que, junto a otros cometidos menos claros, cumplen siempre el de unificar, o al menos homogeneizar, lo inicialmente disperso. Tienen, al menos en teoría -y es suficiente que lo sea en teoría-, la misión de estandarizar y concentrar las decisiones. Esa forma de organización justifica, en términos políticos, que la responsabilidad se concentre en quien ejerza en cada caso el liderazgo. A la cúpula dirigente corresponde, en suma, la responsabilidad de uniformar la variedad zoológica de sus diversas especies. Y, de hecho, suele lograrlo. Las peculiaridades en la vida privada o íntima de las diversas especies no constituyen un fenómeno político.

No ocurre lo mismo -y aquí reside la singularidad- en el caso de los jueces. Lo que define su posición en el ecosistema del poder es la independencia y la pluralidad. Existen tantos centros de poder, sustancialmente autónomos, como juzgados y tribunales. Esa frondosa dispersión del poder judicial, tan ajena al lenguaje articulado de los restantes subsistemas de poder, pone en marcha mecanismos biológicos de rechazo, que solemos definir como conflictos. No pretendo ahora explicar de qué modo la heterodoxa plasticidad del discurso judicial resulta indispensable para el equilibrio ecológico del Estado de derecho. Lo que me interesa es subrayar por qué el problema de las distintas especies de jueces sí constituye un hecho político.

No es, en verdad, indiferente para el ciudadano justiciable a qué concreto modelo de juez le va a corresponder resolver su asunto, ni, desde luego, le es indiferente a la sociedad qué especies de juez deben preservarse de todo riesgo de extinción y cuáles, por el contrario, conviene abandonar a su suerte.

Entre el juez del niño gracíoso con que empezaba este artículo y el juez de Gustavo Doré, a la sociedad corresponde definir el modelo de juez al que desea confiar la tutela de sus derechos.

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