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Crítica:CINE / 'REMANDO AL VIENTO'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Casi una obra maestra

Hace tres años, este cronista tuvo ocasión, cuando estaba recién escrito, de leer el guión de Remando al viento. Fue deslumbrante: es un guión bello, reciamente construido, lleno de ingeniosos diálogos que se acercan a la perfección y, sobre todo, desarrolla una idea argumental tan atrevida, que se presta a provocar imágenes de vuelos poéticos casi a la altura del de los gigantes de la poesía romántica inglesa -Mary, Percy Bhysshe Shelley y Lord Byron-, sobre cuya terrible desventura la ficción de Gonzalo Suárez discurre.Hoy, con la película realizada, la lectura de este hermoso guión está al alcance de quien lo desee, en un librito editado por Plot. Merece la pena. Por un lado, demuestra hasta qué punto es indispensable un buen guión para que exista una buena película o, con mayor radicalidad, lo dicho por Roman Polanski acerca de que "el guión es la película misma", lo que es su manera de decir que la película escrita es el primer y esencial estadio de la película filmada, la primera elaboración de la imagen.

Remando al viento

Dirección y guión: Gonzalo Suárez. Fotografía: C. Suárez. Música: A. Masso. Decorados: W. Burmann. Producción: A. Vicente Gómez. España, 1988. Intérpretes: Hugh Grant, Lizzy Mclnnery, Valentine Pelka, José Luis Gómez, Elizabeth Hurley, Virginia Matax, Bibí Andersson, Aitana Sánchez-Gijón. Cines Amaya y (en versión inglesa) Renoir.

La gran altura del filme -que acaba de ganar en San Sebastián la Concha de Plata a la mejor dirección- se manifiesta en el hecho de que, contemplándola, su discurso dramático y visual no desmerece del escrito, está casi siempre a su altura, y esto es, por lo antes referido acerca de ese guión, mucho decir.

El 'parto' de Frankenstein

El filme narra el parto, en un palacete suizo llamado Villa Diodati, de un gran mito romántico, el mito de Frankenstein, convertido un siglo después por Boris Karloff y James Whale, a través del cine, en uno de los mitos contemporáneos por excelencia.Pero el filme no sólo lo narra, sino que lo asume en la orfebrería de sus imágenes. Ahí está su atrevimiento: Suárez no se limita a ilustrar la tormentosa incubación, entre vapores de opio y de fiebre cerebral, del monstruo, en la imaginacion de Mary Shelley, sino que hace de su filme una prolongación de esa incubación. Rompe los límites entre el documento y el sueño y, por consiguiente, se embarca en una aventura estilística en la que se funden los dos grandes modelos o, sí se quiere, las dos grandes opciones de todo verdadero poema cinematográfico. No una u otra: ambas hechas una.

Formalmente hablando, esta fusión entre documento y pesadilla requiere gran coraje. De ahí que estemos ante un filme muy ambicioso y que está casi siempre a la altura de su ambición. Hacer hablar a Byron y Shelley y hacer verosímil su diálogo es diflicil, pero más lo es dar carne a la criatura que engendraron en Mary y hacernos creer en la verosimilitud de esa encarnación. Suárez tiene entre las manos, de esta manera, una gran obra -muy superior a las recientes versiones del mismo asunto realizadas por el mediocre Ken Russell y por el sólido y elegante, Ivan Passer- que no llega a ser una obra maestra por dos causas.

La primera hay que buscarla en la falta de interés, o de interés sólo ilustrativo, de unas pocas escenas o coletillas de escenas; como, entre otras, la de La Fornarina. Nada importante. Bastaría un ligero peinado en moviola para limpiar al filme de estas insignificantes caspas.

La segunda, grave porque no tiene rectificación posible, está en la actriz Lizzy McInnery, que interpreta a Mary Shelley. Es buena actriz, pero su presencia es pequeña para la enormidad del cometido trágico que el filme le reserva. Su modosa presencia nos invita a verla hilando las calcetas de Shelley y Byron, pero no hilando sus destinos. Le falta energía para crear temblor, esa silenciosa grandeza de, para entendernos, la mirada de una Vanessa Redgrave: el destello monstruoso de una belleza femenina que nos permita creerle capaz, de concebir un monstruo.

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