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Sobre sexo

No puede pasar un día sin que nos encontremos con ello. Un grupo de profesoras de la universidad, interdisciplinariamente feministas ellas, se dispone a crear un instituto de ciencias de la mujer con el beneplácito general. Un conocido periodista, que en un rapto de imbecilidad deja hablar a la imaginación y compara, emulando la excentricidad de John Donne, a la mujer con el estatuto de RTVE, es reprobado unánimemente por su barbarismo atávico. El Parlamento italiano, siguiendo el ejemplo de otras naciones progresistas, legisla contra el acoso sexual y brinda a las mujeres casadas la posibilidad de enviar a sus maridos varios a ños a la cárcel. Sea cual sea el ángulo que escojamos, tropezamos una vez y otra con la nueva moral imperante, propagada con celo por hombres, mujeres y medios de comunicación como si viniese a solucionar el dilema tras unos cuantos milenios de injusticia sexual. Los hombres, se nos dice con resignación, han quedado totalmente desenmascarados como sexo opresor. Sólo les resta, si no quieren caer en la ignominia más honda, acatar el evangelio liberador de las nuevas autoridades, sabiendo, eso sí, que si contribuyen a su propagación serán adecuadamente premiados.Así, mientras las lectoras de la prensa del corazón sueñan con el jet de Julio Iglesias y rememoran las atléticas estadísticas del cantante, una aguerrida legión de varones se esfuerza por adaptarse al nuevo mundo feliz de sus mujeres. Obsesionados por no ser ni machistas ni maricones, esto es, por guardar una prudente equidistancia respecto a los dos polos del imperio del mal, ya no leen ni las revistas de sexo. Si lo hicieran, pobrecitos, descubrirían que una misma señora -a todas luces británica- puede navegar sin complejos en una misma sección de contactos, ofreciéndose ora como esclava complaciente dispuesta a soportar el dolor, ora como ama severísima deseosa de infligirlo con la mejor intención. Y es que, en tanto rumian sus culpas, no pueden evitar quedar prendados del brillo exterior.

En las calles, al fin y al cabo, reinan las minifaldas incluso en el invierno, y nuestras compañeras de trabajo lucen cada vez mejores escotes -las que lo son de cama cuestionan la legitimidad de nuestra lujuria desde su plena posesión de la autoridad orgásmica-. Es el mismo erotismo light en el que ya se inician nuestros congéneres de cinco años, a la par que debaten las excelencias de Danuta o de Sabrina. Para perseguir esa bendición anhelada, a la par que se modifica el concepto de virilidad, los hombres actuales -ese maldito rabo entre las piernas- alcanzan las mayores cotas de estupidez de su historia, lo cual vale por manifestar que adoptan un infantilismo imperdonable a la hora de verse sometidos al binomio sexo-poder. Este imparable declive no tiene que ver sólo con la inteligencia; un escritor amigo mío, en trance de separarse de su mujer, halló comprensible que ésta conservara, amén de casa e hijo, la mitad de su biblioteca, en justa aplicación, no ya de la legalidad vigente, sino de la moral gobernante.

Parece que nadie se acuerda de esas mujeres que hacen de noche la calle, bien entrada la hora en que ésta no se ve frecuentada por esta casada honorable, por aquella moderna independiente, por esa joven trepadora atenta a las debilidades del poder. Por ser personas que cobran su prestación al instante, con una claridad no necesariamente reñida con su generosidad personal, la sociedad las relega a unas tinieblas que, a modo de claroscuro, poseen una rara elocuencia: la que les da el constituir una simplificadora definición de esa misma sociedad, puesto que ellas sólo son las perdedoras dentro de un sistema de poder en el que la mercancía es el sexo. La génesis histórica de tal interacción carece ahora de importancia, aunque cabría leer a Bataille más que a Sade al respecto. Lo singular es que los hombres, lastrados por un sentimiento de culpa que ya no saben cómo incrementar, han delegado en las mujeres todo discurso o reflexión en tomo a este fenómeno, empapándose de la vindicación feminista como si de un anuncio de Margaret Astor se tratase. la moda del conservadurismo en todos los ámbitos tiene no poco que ver con esta feminización de la historia, que no en vano anatematiza cuanto suponga trasladar las relaciones entre sexo y poder al terreno de lo lúdico, como en el caso extremo del sadomasoquismo.

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En estos días ha saltado a la Prensa la noticia de que una comunidad radicada en la isla de La Gomera, compuesta por varios centenares de austriacos y alemanes y que cuenta con notabilísimos medios económicos, practica una sexualidad promiscua gobernada informáticamente por un gurú que detenta un poder omnínodo y evita la formación de parejas afectivas o de lazos entre padres e hijos. A caballo entre el escándalo que seduce y la moral que condena, la noticia se completa con una referencia al pensamiento de Wilhelm Reich, supuesto inspirador de las ideas del mesías gomero. Desde esta posmodernidad femenina, que iconiza irónicamente cuanto pilla y celebra actualmente el festín de las nostalgias con motivo de la celebración del 68, Reich podría dar nombre a una hamburguesería o a un conjunto de rock, y será por tanto difícil esperar cualquier uso de la inteligencia crítica, ya sea para valorar lo que parece constituir un caso de sectarismo fanático comparable al de Jim Jones y sus seguidores, ya para recordar la pertinencia de muchos de los hallazgos de Reich, que extrajo lo mejor de marxismo y psicoanálisis -siendo consecuentemente repudiado por comunistas y freudianos-, centrándose en su componente fibrepensador, antidogmático y constructivo.

No es de extrañar, por tanto, que la derecha y la izquierda rivalicen en un imparable afán por encarnar el, discurso femenino. En su celebrado El nuevo desorden amoroso (Anagrama, 1988, Y edición), Pascal Bruckner y Alain Finklelkraut se complacen en sancionar el descrédito de la genitalidad masculina, mientras se burlan de Reich y nos ponderan las bondades del orificio trasero. Se trata, al fin y al cabo, de ir tomando posiciones ante la nueva unanimidad respecto a la superioridad femenina. Lejos de comprender que la enajenación proviene de convertir al sexo en instrumento, lo que ésta propugna es que sea la mujer, y no el hombre, quien imponga su ley en este mismo juego. La dominación femenina será, a no dudar, más sutil y menos violenta que la dominación masculina. No en vano, siguiendo un mecanismo parecido, los políticos han sustituido la ideología por la capacidad de geducción. Sostener que están más guapos es una trivialidad, como apuntar que es preferible el caso Calviño al caso Grimau. Pero la teoría del mal menor es si acaso un pasatiempo mental ante la injusticia y no puede erigirse en la base de un orden armónico.

Determinar en qué consiste éste no se conseguirá con la política sexual que hombres y mujeres están consintiendo. El que Terenci Moix haya divertido al país declarándose videosexual arroja una estampa conmovedora, pues ejemplifica por vía de la catarsis colectiva cómo éste necesita el mal menor del discurso femenino como último baluarte frente a la soledad de la ficción. En fin, nadie sabe lo que va a pasar. A lo mejor, cuando tengamos ordenadores más sofisticados, emparejaremos a Calderón con Marta Sánchez y daremos con la raza del futuro.

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