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La poesía joven española, a la búsqueda de su consolidación

Larga nómina de autores que mantienen su obra a buen pulso

La poesía española joven -autores menores de 40 años- ha llegado a ese grado respetable de presencia formal a partir del cual deberían comenzar a descollar obras de verdadera importancia. De momento no es así. Pero de esa homogénea nómina sí destacan algunos autores que han sido capaces de diferenciarse del resto, de desarrollar un discurso propio con más o menos audacia e intensidad. Sin embargo, vaya por delante que la poesía más elevada y joven la está haciendo un hombre de 57 años: Antonio Gamoneda.

La poesía es siempre desafío. Y si alguna función social posee es la de medir y ensanchar la sensibilidad del hombre. Hay una ética en el lenguaje, una moral en la música de las palabras, una virtud curativa en el sello que el poema imprime en nuestro entendimiento. La poesía, altura máxima, señala los caminos del lenguaje que es suma de todas las artes, pone en el mundo cosas que antes no estaban allí.La poesía es sin duda un arte dificilísimo. ¿Cómo entonces puede haberse dado en nuestro país tal profusión de poetas jóvenes? Sencillamente, es fácil imitar el aspecto exterior del verso. Al hecho constatable de que el fragor de los mediocres nos impide a menudo escuchar a los buenos, hay que añadir el negativo y confuso ambiente acrítico en que el lector, por regla general, se ve obligado a moverse. Y es que no deja de tener su riesgo el abrirse paso a través de esta infinidad de versos para señalar con el dedo a tal o cual poeta presuntamente superior. Téngase en cuenta que establecer y definir los criterios de semejante elección rebasaría con mucho los límites de este artículo y que, aun así, la escrupulosa aplicación de los mismos no supondría garantía alguna de infalibilidad. ¿Podría realmente alguien nombrar sin miedo a los mejores poetas menores de 40 años? Podría, seguramente, pero la lista sería siempre demasiado grande o sospechosamente breve.

Hemos dicho menores de 40 años; la condición nos obliga a mencionar a uno y a prescindir del otro de los dos extremos (objetividad / subjetividad) que la generación de los setenta, si puede llamarse así, ha dejado, a estas alturas, suficientemente asentados: Jaime Siles y Leopoldo María Panero. Siles (1951) es, pues, por derecho, el más viejo de los jóvenes (como Panero es, entonces, el más joven de los mayores), y no teniendo nada contra la frialdad de una obra que, si bien leída, puede llegar a quemarnos, uno de nuestros más precisos geómetras, traductor de Wordsworth y de Celan, estudioso de las literaturas latina y barroca., es ya autor de nueve libros de poemas. Al margen de otras consideraciones, la suya es una obra de innegable calidad técnica, pero, sobre todo, de una pasmosa. coherencia. Su último poemario, Columnae, fue uno de los mejores libros del año pasado. Vive en Viena, donde, asegura, puede permitirse el lujo de la felicidad. Cosa que no le perdonan sus enemigos.

Territorio propio

Entre los que están ya más cerca de los 40 que de los 30 es obligado citar a Ana Rossetti, dueña de un territorio propio donde sigue siendo maestra.Y, continuando con este juego de oposiciones, y reconociendo que la transgresión y el valor hacen falta en un catálogo poético más bien aburrido, en el que reina la atonía, proliferan como moscas las adelfas y pisan (con gracia sureña o gravedad decadente) demasiados pies de plomo, es preciso atreverse a mencionar aquí al madrileño Pedro Casariego Córdoba (1955), por más que a algunos se les revuelva la bilis. Tiene ahora 32 años y, aunque nunca ha llegado a ejercer como tal, es economista. Tocado de un incurable recogimiento existencial, odia las entrevistas y es un pésimo manager de sí mismo. Acaba de ganar un accésit en el Premio Juan Ramón Jiménez de poesía con un libro que, sin su conocimiento, enviaron a Huelva sus hermanos: La voz de Mallik. Cuando se publique, serán cuatro sus libros editados. Para leer a Casariego es necesario no tener prejuicios, porque hay siempre algo ilícito recorriendo sus versos. El suyo es un discurso en fuga. No se parece a casi nada, y de ahí su facilidad para el humor, para darnos esquinazo, para desenfundar primero, para afeitarse sólo cada tres días.

¿Cómo avanzar ahora entre modos tan diversos y desiguales como los de José Luis Alegre Cudós, Mari Carmen Pallarés, Luis Alberto de Cuenca, Andrés Sánchez Robayna, Luis Antonio de Villena, Ramiro Fonte, César Antonio Molina, Concha García, Jorge Riechmann, Julio Llamazares, Menchu Gutiérrez, Javier Egea, Isla Correyero, María Antonia Ortega, Miguel Casado, Sabas Martín, Blanca Andreu, Luis García Montero, Justo Navarro, Julio Martínez Mesanza, Jon Juaristi, Luisa Castro, Miguel Galanes, José Ramón Ripoll, Esperanza López Parada, Víctor Crémer, Ramón Cote, Mercedes Escolano, Adolfo García Ortega, José Ángel Cilleruelo, Benjamín Prado, Ildefonso Rodríguez, Almudena Guzmán, Encarna Pisonero, José María Parreño..., convocados a esta incompleta muestra sin concierto ni orden?

Pues bien, si seguimos atendiendo a la personalidad de la obra, no podemos (por más que no dé muestras últimamente de regresar a la poesía) olvidarnos de Julio Llamazares (1955), cuya Lentitud de los bueyes es todavía obra de obligada lectura. Impecable y serena evocación de la memoria de un pueblo. Quizá le falte algo de irritación a ratos, pero a nuestro juicio sigue siendo un ejemplo de elegante sensibilidad, construcción unitaria y ajustada exposición.

Hace tiempo que a la poesía se le vienen prometiendo progresos definitivos. Blanca Andreu confía plenamente en su próximo libro, e Isla Correyero asegura que lleva ya un par de años trabajando en un proyecto del que no quiere hablar. Ya veremos, ya veremos.

Otros, como el gallego Ramiro Fonte (1957), han ido levantando su obra con buen pulso, aunque sin ruido, mientras nosotros, año tras año, aprendemos nuevos nombres que deberían servirnos (y que seguramente nos servirán) en el futuro: Jorge Riechmann, Menchu Gutiérrez, Mana Antonia Ortega.

María Antonia Ortega (1954) es la promesa más reciente. Es abogada criminalista y considera que la justicia es "el arte de saber pedir". Ha escrito Épica de la soledad sobre un caballete, de pie. La suya es voz personalísima, fuerte, sobreexcitada y alguna vez ingenua; pero ahí, en eso, nace precisamente su valor, su nueva forma de lirismo. Escribe sólo cuando se siente feliz, lo que, sin duda alguna, constituye toda una novedad. Corre riesgos enormes con inquietante alegría, y así, a pesar de sus altibajos, contribuye al necesario saneamiento del corral. Una cosa está garantizada: no aburre.

Ramón Cote, que nació en Colombia hace 24 años y que sobrevive en nuestro país (que es el suyo) gracias a los árboles, los trenes y las tartas de limón que le hace su abuela, anuncia la próxima publicación de Los fuegos obligados, libro en el que no hay más remedio que confiar. El de su poesía es ámbito sobrio, poco usado por estos pagos y, al mencionarlo aquí, no hacemos otra cosa que seguir primando la diferencia, la novedad, aunque, en su caso, la calidad es innegable.

Publicación marginal

Concha García (1956) es poetisa que tiene quizá que arrepentirse de alguna que otra prematura publicación marginal, pero cuya obra crece rápidamente y se va haciendo cada vez más certera. Ahí está Otra ley, para demostrar que posee un universo propio, lo que es mucho, y osadía de sobra para comunicarlo impune y contundentemente.También Esperanza López Parada (1962) promete libro, para después del verano. Por lo que leímos en La cinta roja, y en alguna que otra revista, hay que esperar con impaciencia. López Parada es de las que se toman la poesía en serio. Es decir, trabaja despacio y cuidadosamente, buscando la verdadera elevación y dejando pensar a las palabras.

Estas son las señales del futuro. Para ir más lejos es todavía demasiado pronto.

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