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Tribuna:
Tribuna
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Un sitio para la escultura

Cuando, en el verano pasado, buscaba angustiosamente datos que, supliendo mi absoluta falta de erudición, me ayudasen a redactar el protocolario discurso de mi ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, me encontré con este demoledor texto en la prestigiosa Enciclopedia Alpha, de ámbito francófono: "Las academias han servido, a lo largo de los siglos, como catalizador cultural indiscutible, y han hecho progresar los conocimientos artísticos, científicos y lingüísticos en proporción variable, según los países. Sin embargo, teniendo en cuenta la complejidad del conocimiento humano, la evolución del concepto del humanismo y, sobre todo, la velocidad desconcertante del cambio social, político y epistemológico, en la actualidad se consideran más bien como una supervivencia; ya no son las activadoras del pensamiento, sino instituciones, respetables sin duda, pero esclerosadas. Este estado es particularmente acusado en las academias de Bellas Artes, donde -por ejemplo, en Francia- ningún representante del arte moderno ha sido admitido desde hace un siglo".Muchas veces se encuentra uno resumidas así las respuestas a las dudas que le corroen. Y por igual causa, estas mismas respuestas le pueden conducir a contemplar los problemas desde otro criterio. Cuando el otro día, con la boca llena de esparto, leía en público los folios que con tanta dificultad había elaborado crecía en mí el temor de que todas las apreciaciones que allí vertía, demasiado triviales por conocidas, pudiesen sonar a novedad en aquel ambiente solemne, y, sin embargo, era consciente de no disponer de otro recurso para Hamar la atención sobre el desamparo en que la apreciación general de la sociedad, incluida la culta, tiene sometida a la escultura, especialmente a la elaborada en este siglo que está a punto de terminar.

Invocaba por ello la necesii dad de ayudar a esa comprensión con medidas que la liberasen de las muchas servidumbres que la discriminan, entre las que no es la menor el agravio comparativo constante de la pintura, su encanto visual, el ensueño mental que ésta suscita ante la seca materialidad que emana de las estatuas, de la escultura en general.

Me apoyaba en hechos tan ambiguos y desorientadores como que el Museo del Prado se llamase, hasta principios de siglo, Museo Nacional de Pintura y Escultura, y de que tengamos en Valladolid un denominado Museo Nacional de Escultura que sólo contiene una espléndida colección de escultura religiosa policromada, apuntando la urgencia de plantearse la necesidad de crear un auténtico y especializado Museo de Escultura, nacional o no, en el que se pudiese contemplar, ¡tocar!, estudiar y di vulgar esta expresión del arte tan desconocida por evidente.

Así, imaginaba una mezcla del Museo Imaginario de Malraux con el nuevo Museo Romano de Mérida, diseñado con enorme talento por el arquitecto Moneo, en el que se pudiese percibir la pureza de las formas sin otras competencias visuales, con adecuada iluminación y con mucho aire alrededor. Ni espacio ni luz escasean en Castilla la ancha. Seleccionar las obras idóneas, desde la estela prehistórica hasta cualquier pieza de la escultura que tan brillantemente están haciendo nuestros jóvenes artistas, no creo que tropezase más que con los obstáculos ancestrales del derecho de propiedad privada que suelen arrogarse sobre la propiedad pública ciertos organismos, directores e instituciones.

La otra vertiente que intentaba comunicar era el examen de la nueva contemplación del volumen, que ha sido propiciada principalmente por los pintores. La Guitarra, que Picasso realizaba en 1912 con chapa de hierro, es considerada por la crítica internacional como el punto de ruptura de la estatuaria con el concepto de la nueva escultura. Estas teorías, que han desarrollado desde hace unos años Goldwater, Margit Rowell, Kultermann, Bozo, han aparecido divulgadas en las páginas de El PAÍS, pero me interesaba hacerlas oír en un lugar donde se ha prestado más interés al pasado que al presente.

Y llegamos así, montados en el estrepitoso primisecular y futurista automóvil de Marinetti, "'más bello que la Victoria de Samotracia", hasta la rotunda afirmacíón que hacía Franco Maria Ricci en el número 508 de El País Semanal. "Los artistas de hoy ya no pintan madonas; están construyendo coches, motores y máquinas". Intentaba resumir en el Concorde todos los puntos de encuentro entre la escultura y el diseño. "Nos confirma", digo ell mi discurso, "que la furia de Marínetti procede inconscientemente del Pájaro en el espacio, de Brancusi; su autor es una compa¡lía anónima; ha sido fabricado empleando la tecnología y los materiales más sofisticados, y el hombre ha sido capaz de hacerlo volar a una velocidad superior a la del sonido, sin más plinto ni soporte que la inmensidad del cielo. Y a los que tengan el prurito de considerar como arte tan sólo aquello que no roce el carripo de la utilidad se les podrá tranquilizar diciéndoles al oído que además no es rentable".

Academia y poder

Volviendo a la apreciación de la enciclopedia con que iniciaba estas líneas, descubría, entre el público que me acompañaba, a un grupo de: jóvenes artistas, diseñadores, arquitectos, instalados ya en la seguridad mental que les ha facilitado una mejor información, de la que careció por completo la generación a la que pertenezco, y por una caída de tabúes que esta misma generación propició; y pensaba en las causas de nuestro antiacademicismo visceral, en contraste con un aparente menor rechazo, de una m ayor curiosidad de estos jóvenes creadores. Quizá todo ello emane de un simple fenómeno de pérdida de poder. Si es verdad que el poder corrompe, la academia ha ido perdiendo paulatinamente poder: el monopolio de la enseñanza de las airtes, cuando, después de la Bauhaus, las artes cuando no se enseñan, sino que se aprenden; la dirección del Museo del Prado, cuando ésta se ha convertido en problema de solución casi imposible; la Academia de Roma, cuando los becarios sólo quieren ir a Nueva York.

Tan sólo le va quedando un puro y sólido poder moral, sin dependencias, un sabio equilibrio que le facilita la defensa del arte de particularismos sectarios, de oficialismos tendenciosos, de la rapiña comercial. Esta plataforma de cómoda independencia, unida a su indudable aggiornamento, es posible que sea capaz de llenar de esperanza a una sociedad que está desengañada de tantas cosas.

Pero si ante esta situación que se vislumbra aún se pregunta la gente que "para qué sirve la academia", habrá que contestar, habrá que informar, será necesario abrir este ático areópago a la curiosidad de los que machadianamente la desprecian por ignorancia. Y que los hechos más o menos pomposos y simbólicos que llegan a la calle no oculten su ingente labor, su trabajo callado. El momento es propicio, y la potericialidad de lo que se puede hacer, enorme. Restablecer la comunicación escalonada entre las artes y el mundo en que vivimos puede que sea la tarea que el destino le tenga reservada.

Hoy ya es el porvenir: la reciente recepción de la reina Sofía como académica de honor; la próxima inauguración de la colección clásica del barón Von Thyssen en las magníficas nuevas salas habilitadas para exposiciones; el inmediato ingreso de Antonio Bonet Correa y Julián Gallego, del escultor Julio L. Hernández y del arquitecto Antonio Fernández Alba; la ampliación de tres plazas de académicos numerarios que se ocupen y representen las artes de la imagen, que comprenden la cinematografía, la fotografía, la televisión y el vídeo, pero que supongo que habrá que alargar hasta el diseño en general, son esperanzadoras noticias.

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