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El rey Midas del 'art déco'

Abrumado por los encargos más fabulosos, que fluían desde el último confín del mundo como un cuerno de la abundancia inagotable; coronado por el éxito social; adorado por las más bellas e inteligentes mujeres de su tiempo; pletórico de salud y de energía hasta el último momento de su vida..., ¿qué historia de humana plenitud puede compararse a la de José María Sert i Badia (Barcelona, 1874-1945)? No fue, empero, la suya la vida de un magnate, un político o una estrella, sino, incomprensiblemente, la de ¡un pintor! Un pintor, por lo demás, casi rigurosamente contemporáneo de Picasso, al que sólo le sacaba cinco años, y, por tanto, un pintor que atravesó sin inmutarse la época más conflictiva del arte contemporáneo, la de las vanguardias históricas, que fue también, no lo olvidemos, una época articulada entre dos guerras mundiales.Artista cosmopolita, que residió regularmente en París desde 1900, José María Sert no sólo vio dos veces tambalearse el mundo, perdiendo a cada sacudida sucesivas generaciones de amigos y colegas, que constituían estilos de vida diferentes, sino que, como español, conoció de cerca, en plena juventud, el desastre de 1898 y, más tarde, la guerra civil, en la que se destruyó una de sus obras monumentales más preciadas, la decoración de la catedral de Vic, en la que había empeñado más de 20 años de trabajos continuados, desde 1904 hasta 1926, ya que llevó a cabo dos versiones sucesivas. Nada podía, sin embargo, con este vitalista, una verdadera fuerza de la naturaleza, ya que, restablecida la paz en España, volvió con ahínco a la tarea de reconstruir lo destruido, y, de hecho, la muerte le sorprendió cuando, tras cuatro años de intensísima dedicación, había terminado, por tercera vez, y estaba personalmente dirigiendo la instalación, a pie de escalera, de la decoración de la catedral incendiada en la guerra.

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Hay personalidades -es evidente- que son así y, pase lo que pase a su alrededor, nada detiene su eufórico empuje vital. Desde esta perspectiva, Sert fue un hombre que se sintió protagonista de las glorias de la belle époque y de los años veinte, llamados años locos, y, de haber seguido viviendo, probablemente hubiera seguido sintiéndose el centro de los ulteriores milagros de posguerra.

Este hombre, favorecido por la fortuna desde la misma cuna -pertenecía a una acomodada familia catalana, relacionada con la entonces floreciente industria textil-; brillante en sus estudios, que terminó con las mejores calificaciones de mano de los jesuitas; sensible, cultivado y seductor -basta a este último respecto recordar sus apasionados y correspondidos amores con Misia Godebska y la princesa Mdivani-; este hombre, en fin, que parecía tenerlo todo, ¿tuvo, sin embargo, el talento artístico excepcional que podría deducirse del éxito social y económico que universalmente aureoló su trayectoria de principio a fin? Hemos mencionado su hercúlea tarea para decorar la catedral de Vic, pero no las del hotel Waldorf Astoria (1930-1931) y el Rockefeller Center (1933), de Nueva York, o la de la sala del consejo de la Sociedad de Naciones, de Ginebra (1936), o incluso, profeta en su tierra, la del Ayuntamiento de Barcelona, por sólo citar unas cuantas entre sus más célebres empresas, que entusiasmaban a las instituciones más sólidas y a las fortunas personales más legendarias.

Fastuosas escenografías resplandecientes como los chorros del oro (pues no en balde de oro y plata refulgentes eran sus predilectos y casi únicos colores) constituían el marco arquitectónico monumental donde, una y otra vez, se movía este Midas del art déco, intérprete privilegiado de los inconmensurables sueños de grandeza de millonarios y políticos que temían no tener estómago suficiente para comerse el mundo. Sert diseñaba para ellos la ilusión de un mundo de esplendor infinito, entre cuyos deslumbrantes rayos manaba una lava negra de multitudes goyescas contorsionantes, poseídas por la febril energía de un látigo. Testimonio de una era irremediablemente perdida, Sert, hoy lo sabemos, ocupa un lugar muy marginal en la historia del arte contemporáneo, pero ¿quién acertará a comprender la hybris de una época marcada por los excesos sin la figura de José María Sert?

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