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La Universidad, al pairo

Hace pocos días me incorporaba, después de cuatro años de representar a España en Italia, a mi cátedra en la facultad de Derecho de la Complutense. Durante este tiempo, como es obvio, mis contactos con el mundo universitario han sido prácticamente inexistentes y las noticias que me llegaban a Roma sobre la marcha del mismo eran contradictorias y no siempre halagüeñas.Sin embargo, en ese período de tiempo se había aprobado y se hallaba ya en vigor la nueva ley de Reforma Universitaria, que, siendo una aspiración general, se dirigía a racionalizar una Universidad que no respondía, desde hacía muchos años, a las necesidades de la sociedad española de nuestros días. Es de suponer, pues, que mi reincorporación a la vida académica estuviese impregnada de curiosidad y de esperanza por el presente y futuro que me aguardaba en mi profesión original.

Con ese estado de ánimo me dirigí el pasado día 8 a mi vieja facultad, fecha en que se iniciaba el curso académico 19871988. Sin embargo, muy pronto se disiparon mis esperanzas ante el espectáculo que presencié. Después de deambular más de media hora con mi coche para encontrar un puesto de aparcamiento, me quedé pasmado ante las masas de estudiantes que pugnaban por tomar un café en el bar de la facultad, por subir en los ascensores del edificio de los seminarios, por encontrar sitio en las aulas donde se iniciaban las clases... Por un momento pensé que me encontraba en el estadio Bernabéu en un partido de Copa de Europa, pues el talante de las muchedumbres era parecido. Horrorizado, me encaminé hacia el decanato en busca de explicaciones de lo que estaba observando y allí me disiparon todas mis dudas: este año la facultad acogerá a 25.000 alumnos, casi la cuarta parte del total de toda la universidad Complutense. Más tarde, las conversaciones con los colegas que encontré, la visita que hice a mi departamento, el estudio de la normativa vigente en la Universidad y la lectura de numerosos testimonios sobre lo que viene sucediendo en ella desde hace cuatro años me trasladaron a una melancólica convicción: la Universidad se halla al pairo y no se sabe a dónde va. O mejor aún, así no vamos a ninguna parte, y para ese fantasmagórico viaje no hacían falta las alforjas de una nueva ley de Reforma Universitaria. Lamento tener que decirlo, pero en muchos aspectos nos encontramos peor que en 1983, cuando abandoné mi cátedra para hacerme cargo de la Embajada en Italia. Por supuesto, creo que nadie podrá dudar de los buenos propósitos que guiaron a los responsables del Ministerio de Educación al iniciar sus proyectos de reforma. Pero dicho esto, no cabe más remedio que afirmar que el camino emprendido no ha sido el adecuado.

Eran dos, a mi juicio, las preguntas que hacía falta contestar en el momento del planteamiento de la reforma que era insoslayable realizar. Por una parte, había que responder a la necesidad de escoger entre dos concepciones de lo que puede ser la Universidad en nuestros días. Por otra., solucionada la primera incógnita, había que elegir el modelo a seguir. Pero veamos con más detalle una y otra.

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En primer lugar, la Universidad puede ser concebida como una institución destinada a la investigación y a la formación de minorías profesionales capacitadas para ejercer un cierto papel de vanguardia en la sociedad. Pero esto, entiéndase bien, no quiere: decir que se esté abogando por una institución de elites que se nutra de las capas más privilegiadas de la sociedad. Lo que se quiere decir es que el requisito indispensable para aceptar esta primera concepción consiste en una doble exigencia: que en la Universidad haya una total igualdad de oportunidades para todos los alumnos capaces intelectualmente que quieran acceder a ella, con independencia de su clase social, y que todos aquellos que no puedan entrar en el recinto universitario tengan acceso a carreras medias y a centros de formación profesional. Si se opta por esta concepción, las consecuencias son varías: aun ampliando al máximo posible el número de universitarios, sería necesario establecer el numerus clausus, crear únicamente las universidades que puedan poseer los medios indispensables para su función, como son bibliotecas, laboratorios, buena organización administrativa y, por encima de todo, profesores competentes y bien pagados, dentro de una jerarquía que se base en el saber, rechazándose el criterio de que todos los profesores son iguales por el mero hecho de estar en plantilla.

Frente a esta concepción de la Universidad restringida se ha ido imponiendo en nuestro país una segunda que consiste en que la entrada en los estudios universitarios debe ser un derecho universal para todos. De ahí que al no impedirse la masificación sea necesario crear continuamente nuevas universidades con el mismo criterio con el que se crean hospitales para poder atender a todos. No hace mucho que leía en un periódico la carta de un lector que reivindicaba, para satisfacer todas las demandas de aspirantes a los estudios universitarios, la creación en todas las provincias españolas de nuevas universidades, y algo de esto estamos acostumbrados a ver en los últimos tiempos, pues ya se habla, por ejemplo, de crear la universidad del Sur en Madrid para atender a los jóvenes que residen en esa zona. No me parece que haya que insistir mucho en que tales instituciones no pueden ser consideradas verdaderas universidades, sino más bien centros recreativos o culturales, pues la verdadera Universidad sólo puede existir si se dispone de una gran biblioteca, de medios de infraestructura suficiente y de profesores preparados. Repásese la mayoría de las universidades que se han creado en España en los últimos años y se verá que lo que mantengo es fácilmente comprobable. De ahí que si lo que se persigue es que todo joven español cuente con un título universitario, valdría más vender los títulos, a precios asequibles, en los estancos, digamos por caso. Ahora bien, un país que adopte este tipo de seudo-Universidad es un país que está abocado a la ruina cultural, económica y tecnológica, condenándose así a una eterna dependencia de los países avanzados.

La reforma que requería la Universidad española era, creo que no hace falta insistir, la que he señalado en primer lugar. Sin embargo, me temo que nos estarnos encaminando inexorablemente hacia la segunda, salvo que se dé un enérgico golpe de timón, pues todavía es posible que estemos a tiempo. Claro que para ello es necesario y urgente una obra de explicación al pueblo español de lo que nos estamos jugando con esa concepción, falsamente igualitaria, de que todo joven tiene derecho a un puesto en la Universidad.

Lo que ocurre -y paso así a abordar la segunda cuestión que planteaba al principio- es que sin haber optado claramen

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La Universidad, al pairo

Viene de la página anteriorte por una de estas dos concepciones se ha elegido, a través de la ley para la Reforma Universitaria, un modelo también confuso y erróneo de lo que debe ser nuestra más alta institución educativa. En efecto, es sorprendente comprobar cómo se ha hecho un pastiche intentando seguir el modelo universitario anglosajón, sobre todo en su versión americana. Pero partiendo de la base de que esa Universidad es en su mayoría de naturaleza privada, se han copiado caracteres que no nos benefician en nada y se han rechazado, o no se han querido ver, los que nos podían favorecer. Cito, por ejemplo, el curioso sistema de los créditos, imperante en las universidades americanas, que comporta el que los estudiantes se hagan su menú de materias a estudiar. Los defensores entre nosotros de tan singular sistema no han tenido en cuenta que esa característica es típica de una Universidad en la que los estudiantes no sólo eligen una materia, sino incluso la propia institución en la que quieren estudiar. Pero en España los estudiantes no pueden elegir el centro en el que quieren matricularse, y ni siquiera, por ejemplo, en mi masificada facultad pueden elegir al profesor que más les guste. Por lo demás, en Estados Unidos se empieza a cobrar conciencia de que los estudios superespecializados no conducen más que a suministrar licenciados que no poseen un mínimo de base cultural general y a crear personas robotizadas e incapacitadas para tomar decisiones. Lo mismo podríamos decir del absurdo criterio escogido para crear los departamentos que, por su propia naturaleza, se convierten en pequeños parlamentos de bla-bla-bla o en sádicas máquinas burocráticas, pero no en centros de investigación y enseñanza.

Por el contrario, puestos a copiar, se podía haber imitado el salario de que gozan los profesores americanos o las facilidades funcionales de que disponen, como secretarias, años sabáticos, becas de investigación, etcétera. No merece tampoco la pena que me detenga mucho tiempo en el absurdo sistema de selección del profesorado, que cada día tenderá más al localismo y a la paletería caciquil; en la jubilación anticipada, cuando aquí lo que faltan son cerebros, o en la falta de jerarquía del saber que se traduzca en niveles diferenciados del profesorado...

En fin, ¿para qué seguir? Yo no sé si todavía estamos a tiempo de conseguir la Universidad que necesita España, pero sí creo que es necesario rectificar cuanto antes. Mi reincorporación a la Universidad me ha permitido, como decía al principio, volver a intercambiar opiniones con mis colegas de la facultad y darme cuenta así de que en todos los buenos profesores, que desgraciadamente cada vez quedan menos, ha cundido el desánimo y la falta de ilusiones, hasta el punto de que uno de ellos me decía amargamente que Ios que todavía estamos aquí es que no servimos para otra cosa". Pero mentiría si dijese que no he encontrado ninguna excepción. En efecto, un colega y amigo, prestigioso penalista de talla internacional, al haber ganado este curso la cátedra en la Complutense, estaba exultante de encontrarse en ella. Cuando le pregunté la razón de tamaña anomalía, me contestó feliz: "Porque aquí, al menos, no hay que dar las clases en barracones, como en la universidad de Alcalá de Henares, de donde vengo...".

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