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El silencio electoral

A las últimas elecciones les ha caído encima el silencio, la oscuridad o la simulación. La noche del recuento de votos fue más larga que cualquier noche por el silencio de unos resultados que, al no favorecer a sus distribuidores, se ocultaban. Continuó el silencio sobre una abstención más que notable. El silencio sobre los datos en Euskadi permanece. Y se silencia una pregunta tan sencilla como la de por qué una coalición desfigurada (o silenciada) llega al Parlamento Europeo mientras que otros grupos más mimados y promocionados se quedan en casa. Al silencio, por otra parte le ha salido un buen aliado: el ruido de los pactos, los repactos y los repartos.No es que las elecciones, en sí mismas, sean un acontecimiento tan extraordinario como para convertirlas en luz de la conciencias o faro social. Son eso sí, una muestra, un indicio de lo que le pasa a la gente. Por eso también reducir las elecciones al recuento de los datos o unas interpretaciones tan infantiles que nadie pierde es, como mínimo, tener vocación de anticuario. Recuerda lo que cierto filósofo reprochaba a cierto historiadores: éstos saltarían por encima de los valores, de los impulsos más vitales para coger sólo la cáscara de los acontecimientos.

Hablando de silencios no habría que olvidar (silenciar), aun que sea con moviola, uno especacular y preelectoral. Fue el que siguió a las insólitas declaraciones, a modo de pastoral de un obispo. El obispo excluía directamente a una agrupación política: pedía que no se le votara. Ante tanta audacia, todo el mundo calló. Nadie le pidió que, siguiendo con el ejercicio de dicha libertad, nombrara, excluyéndolos, a todos aquellos que, incompatibles con la doctrina que un obispo se supone que defiende, deberían de ser igualmente tachados. Y se silenciaron no menos las razones de su veto; razones que hacían de las ganancias turísticas un bien tan neutro que podrían porvenir, por ejemplo, de multiplicar bases como la de Rota.

Las elecciones, en suma, son la anécdota. Las elecciones, obviamente, ni nos liberan de la vida cotidiana ni nos atan a ella de tal forma que no levantemos cabeza. Sólo que, en cuanto signo de lo que nos ocurre, nos enseñan en qué entorno nos desenvolvemos.

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Precisamente el entorno cultural que ha acompañado a las elecciones ha sido de simple manifiesto o de panfleto. Raramente se ha visto algo más. De ahí la impresión de cultura muerta que dejan detrás de sí sucesos semejantes. No ha habido debate que fuera un palmo más allá del adversario inmediato. Es, así como se manifiestan las dependencias que agarro tan a aquellos que, aunque sólo fuera por oficio, deberían de hablar. Y es así como uno empieza a pensar que el retorno de los independientes es tan necesario como el comer.

Si alguien preguntara, "índependientes, ¿de quién?", habría que contestarle que tal pregunta es tan innecesaria como "libertad, ¿para qué?". La independencia cultural e intelectual ha de ser tanto respecto a los mismos intelectuales en cuanto grupo de presión, como respecto de las normas -¡éstas sí que se van independizando!- que día a día ganan un terreno que no les pertenece. Una independencia, en fin, que sirviera como modelo a toda independencia. La conciliación, la sugerencia o la propuesta sólo adquieren sentido si. nacen de la radical capacidad para sentirse uno mismo. Y otra nota más: el in dependiente conectará con naturalidad con las capas de la sociedad que le reclaman y que no son otras que las que se ven obligadas a ser dependientes Es en este sentido en el que el intelectual es, por definición, de izquierda. Las elecciones han evidenciado la pobreza cultural. Y no sólo cultural, sino moral, puesto que ésta es lo opuesto al silencio débil. Decía Adorno que la inteligencia es una categoría moral. Por eso, si seguimos su razonamiento, concluiremos que quien es inmoral no es muy inteligente. No es extraño, por tanto, que en vez de la provocación (dicho sin el menor intento de provocar, sino en su genuino sentido de incitar a cambiar de mirada o de postura rígida) lo que se haga es tapar huecos, cerrar filas, pequeños adornos y mucha, muchísima charla (aquí ya no hay silencio) sobre si e mejor una manzana que una pera.

Las elecciones han puesto de manifiesto que la cultura en la que nos movemos está más muerta que viva. El filósofo antes citado alertaba de la dificultad que para resistir el presente tiene quien sea capaz de agarrar los aspectos vivos de la cultura sin resignarse a ser un mero contable de los hechos. Quien así proceda vive con dificultad el presente, porque lo niega en sus aspectos más burdos, mirando al futuro no para colgarse de él, sino para animar a que se viva independientemente. No hace falta añadir que lo que se pide no es un ejercicio de- ascesis o un simple decorado. Se trata de vivir mejor en este país. Tampoco se pide tanto.

Y esto se dice con el mejor espíritu conciliador. Es hora de que las actitudes dispares no atemoricen, sino, más bien, liberen. Que en Euskadi, por ejemplo, se plantee una situación distinta puede hacer cambiar, para bien, mucho de lo que está más allá de sus límites. Decía el nada peligroso Habermas que "cuando se hallan en juego únicamente intereses particulares, los conflictos no pueden resolverse, incluso en los casos ideales, por medio de la argumentación, sino a través de la negociación y el compromiso". Sólo habría que añadir que en nuestro caso los conflictos no son particulares y que aún no hemos llegado al nivel de la argumentación.

Para que ésta se de, los argumentos tendrán que desarrollarse por todas partes sin la navaja de una censura que actúa -como nunca- con una eficacia verdaderamente temible. Si, al final, los argumentos no funcionaran, siempre se puede recurrir a instancias terceras a la aludida negociación. Todo menos ese triste tirar adelante, seguros de que los demás, por miedo o conveniencia, obedecerán.

Se puede aprender incluso de las elecciones. Pero teniendo en cuenta que el silencio y el ocultamiento deparan, en general, sorpresas desagradables. Entrar en mayoría de edad (a la que tantos nos invitan, creyéndoselo o no) es razonar más y personalizar menos. En caso ole negociar es cuando los argumentos y las personas importan. Los argumentos solos no suelen convencer más que al que está ya convencido de antemano, pero ayudan, en su ejercicio, al crecimiento de la pluralidad y de la transparencia necesarias para que un país sea un poco menos dependiente. Ayudan, sobre todo, a eliminar una cultura muerta y a prescindir de ese intelectual de nombre que, como Dios no lo remedie, amenazan con apoderarse del país.

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