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Demonios el jardín

Hubo un tiempo, allá por el año 1981, o sea prácticamente ayer, que esta democracia era un puro susto. Los enemigos exteriores acechaban y aquí podía pasar cualquier cosa en cualquier momento. Pero el golpismo fracasó el 23-F y el terrorismo no consiguió sus objetivos desestabilizadores. Hubo alternancia en el poder, al que accedieron limpiamente por las urnas los antiguos rojos, y no sólo no pasó nada sino que, por el contrario, encontraron bastantes menos resistencias en su programa de moderadas reformas que, por ejemplo, nuestros vecinos socialistas francesas. El resultado es que el sistema democrático está asentado y la hasta hace poco temida involución ha desaparecido de nuestro horizonte colectivo. En eso estamos, a Dios gracias. Sin embargo, hay quien sigue confundiendo ese asentamiento, real, con su consolidación, lo que es bastante más problemático. Sin ir más lejos, Alfonso Guerra partía de esa consolidación democrática para afirmar que el cambio, basado en ella y en otras dos condiciones (recordemos: fin del aislamiento español y saneamiento económico), ya se había producido. Aun aceptando, que ya es aceptar, que el cambio prometido fuese eso, hay razones más que suficientes para dudar que la democracia española esté consolidada. Al menos, si se entiende por democracia un sistema de valores, la aceptación de unas reglas de juego y un clima de convivencia cívica asumido por la ciudadanía. La democracia no es sólo un sistema jurídico y unas instituciones. Es también un conjunto de hábitos, usos y costumbres. Aquéllos son una condición necesaria pero no suficiente, y éstos, un soporte imprescindible. Ojeando lo que está pasando en este país, no hay razones que sustenten ningún tipo de triunfialismo respecto a la consolidación de la democracia. Se diría, más bien, que existen indicios de un fuerte retroceso en casi todos los frentes y que la clase política, con perdón por la expresión, se niega a reconocerlo con la vieja táctica de mirar para otro lado o practicar la también conocida estrategia del avestruz.Por razones que caso, es claro que en España no está equilibrada la balanza entre libertad y responsabilidad. Una gran mayoría de españoles descubrió casi por sorpresa aquélla. Pero la segunda nadie se la ha intentado enseñar, con todas sus consecuencias. Entre otras cosas porque aquí hemos vivido un permanente proceso electoral y en tiempos de campaña vale todo. Incluso prometer lo que se sabe no se puede cumplir, encabezar toda protesta y al margen de que alguna no esté justificada y asumir todas las causas perdidas para la razón y para la historia. En campaña electoral, o cuando se está,en la oposición, y con tal de salir en los medios de comunicación, se practica. la más absoluta incontinencia. Luego, cuando se está en el poder, lo que se lleva es el praginatismo de lo que se puede hacer. Y punto. Pero la semilla está echada y, como las malas hierbas, resulta rnuy difícil de estirpar. En otras palabras: quien siembra vientos recoge tempestades. Los políticos no deberían olvidar nunca este viejo refrán.

Así las cosas, ¿de qué consolidación democrática se habla? Desde luego no se puede hablar de ella como asentamiento de unas reglas de juego y de un sistema de valores. Lo asombroso, por ejemplo, no es que un día se bloquee un puerto y se aísle una ciudad para apoyar una reivindicación laboral. Lo que produce estupor es que sus autores, afiliados a una central sindical, ni siquiera sean objeto de un expediente disciplinario por la utilización de tales métodos. O aquella otra central que paga religiosamente el coche quemado a un directivo de determinada empresa pero que ni siquiera amonesta a sus autores. Y desde la base sindical podemos ir subiendo en el escalafón hasta llegar a la cúspide de la Administración, donde, que se sepa, en cuatro años y medio se pueden contar con los dedos de la mano los ceses motivados por una actuación errónea o por una manifiesta incapacidad. Y no digamos ya por abuso de poder. La ola de conflictividad que nos anega, y aun a riesgo de caer en el catastrofismo informativo, está revelando en muchos de sus efectos y en algunas de sus causas no sólo la irresponsabifidad de algunos colectivos sino también la indiferencia con que la sociedad española y sus dirigentes aceptan que se conculquen algunos de sus derechos más elementales. La vida pública española, en todas sus múltiples manifestaciones, está aceptando con el estoicismo con que se recibe el pedrisco de agosto por los campesinos una serie de vicios ciudadanos que corren el riesgo de entronizarse definitivamente entre nosotros. Nadie se escandaliza, ni se piden responsabilidades, porque los políticos mientan. Se cortan vías férreas, se bloquean carreteras, se derriban postes de telégrafos, se secuestran directivos de empresas. Lo que se hace es esperar tranquilamente a que la fuerza pública llegue y resuelva, o agrave según los casos, el conflicto. La cuestión no está en que esas cosas sucedan, como en tantos otros países, sino en que comiencen en ser aceptadas como medios válidos para hacerse oír por el poder. Y que éste, de al guna manera, espere a que la sangre de la violencia llegue al río para prestar alguna atención a las causas que han motivado el conflicto.

Por lo demás, no hace falta poseer grandes dosis de observador para ver la degradación a que está sometida en parte nuestra vida ciudadana. Un vistazo la noche del domingo a las calles más céntricas de las. ciudades, convertidas en un auténtico estercolero, da idea de lo que entiende un gran número de españoles por respeto a los lugares públicos. Lo mismo que las cifras que gastan empresas estatales (Renfe, Telefónica, Seguridad Social, institutos) en reparar daños causados voluntariamente por la ciudadanía que hace uso de ellos. Recorrer ciertas carreteras durante centenares de kilómetros puede convertirse en un alucinante viaje hacia un futuro de cochambre. Sin embargo, nadie parece prestar atención a estas cuestiones. En días de campaña electoral vemos cómo los políticos prometen más presupuestos para la limpieza, pero a muy pocos de ellos se les ocurre denunciar la irresponsabilidad colectiva de que eso tenga que ser así. Consolidar la democracia, en cuanto sistema de valores, no es una tarea fácil en un país con un pasado como el nuestro. Sorprende que se dé por hecha cuando la realidad ofrece datos sobrados que demuestran lo contrario y nos acerca a una especie de tercermundismo en usos, hábitos y costumbres, que traspasa verticalmente irriportantes espacios de nuestra sociedad. Desde la utilización abusiva que se hace del poder, y de sus prebendas, hasta la negación cotidiana de los derechos ajenos de que hacen gala multitud de ciudadanos, colectiva o individualmente. Amparados en algunos casos por las instituciones que los representan. Son los demonios en el jardín de nuestra todavía no consolidada democracia. Lo malo es que son ya aceptados como un elemento ornamental y no como una peligrosa plaga que puede llegar a socavar las raíces de las instituciones. Pero aquí lo que cuenta es cómo acceder a ellas. Y bastante menos cómo enraizarlas dentro de un tejido social que con demasiada frecuencia utiliza de la libertad pero pasa de la responsabilidad.

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