Los frutos del dolor verdadero
En el 150º aniversario de uno de los poetas más grandes de Italia
En la primavera de 1833, cuatro años antes de su muerte, Giacomo Leopardi traza en Florencia el esbozo de un poema terrible, Ad Arimane. Poco importa que el poeta hubiese tomado este nombre maligno del Barbare Arimane volteriano o del Manfredo de Byron. Lo importante es que este proyecto de poema señala el punto más exacerbado y abismal de una vida que había comenzado apaciblemente en 1798, en Recanati, una pequeña ciudad episcopal y cerrada de Las Marcas. Su nacimiento debió ser feliz, aunque fuera de los muros del palazzo de los Leopardi resonaba con gran estruendo el cañón napoleónico.Eran tiempos difíciles para aquellas tierras aún integradas en los Estados Pontificios y sometidas al huracán de las nuevas ideas llegadas del otro lado de los Alpes. El conde Monaldo Leopardi, un terrateniente en decadencia, se coloca al lado del poder absolutista y, con las idas y venidas de los franceses, pone su vida y su hacienda en peligro. Pero pasó el turbión de las amenazas del vil materialismo y la ciudad volvió a recuperar su ritmo ancestral. Sin embargo, su hijo Giacomo soportará sobre sus encorvadas espaldas, a lo largo de toda su vida, esa tensión que supuso el advenimiento de las nuevas ideas, su patriotismo y su amor a la libertad que se irían encendiendo al contacto epistolar con sus amigos jacobinos y carbonarios exiliados en Florencia y con sus lecturas de los enciclopedistas.
Al carácter cerrado de la ciudad de Recanati hay que sumar la rigurosa y extremada religiosidad de la madre, Adelaida Antici, la cual impone desde el momento de su matrimonio, sus reglas en el hogar: controla severamente la economía doméstica y se hace acompañar en todo momento del gran mazo de llaves de todas las puertas de la casa. "Una madre ultrarrigurosa, un genuino exceso de perfección cristiana", dirá de ella su hija Paolina en uno de los Memoriales. Otro de sus hijos afirmará más tarde de ella: "Su mirada era para nosotros la única caricia".
Libros
Ciudad cerrada, patrimonio familiar depauperado, rigor religioso... No es raro que en esta atmósfera de restricciones todos los Leopardi se lancen a lo que el propio Giacomo llamó "estudio loco y desesperadísimo". La madre es la única persona de la familia -la despectiva opinión es suya- que no sufre grafomanía. El conde Monaldo, tras la retirada de los franceses, compra a carretadas los libros que éstos han saqueado en las bibliotecas y en los conventos de la región y va reuniendo una biblioteca que, ya en vida del poeta, alcanzará los 16.000 volúmenes. (El Vaticano le dispensará más tarde de su devolución a causa, probablemente, de los buenos servicios prestados a la causa absolutista.)
Desde los primeros días de su adolescencia, Giacomo Leopardi emprende una ávida y desesperada carrera hacia la erudición, hacia un tipo de conocimiento que se ramifica en todas las direcciones: estudios grecolatinos, aprendizaje por su cuenta de una decena de lenguas clásicas y modernas, poesía, ensayo, paráfrasis y vulgarizaciones, traducciones, una abundante correspondencia y, sobre todo, sus voraces lecturas. De esta manera, la casa paterna se convierte para él hasta los 24 años, cuando viaja a Roma, en una gabbia doro Gaula de oro). Escribe todo el día y, mientras se seca la tinta en el papel -éste era su método para aprender los idiomas- echa mano de la correspondiente gramática para memorizar uno o dos verbos. Luego, de noche, a la luz de una vela -su hermano Carlo conservará siempre esta imagen de él- lee insaciablemente.
Tal vida de estudio y de encierro le conducirá a una progresiva destrucción fisica, a la enfermedad. De hecho, los primeros malestares se los produce la vista, lo que él llamó "un obstinadísimo mal de los nervios oculares", que le: lleva a pérdidas cada vez más frecuentes de la visión. Giacomo Leopardi crece beodo de saberes, enfermo y sin libertad, pero cuando intenta romper las amarras ya es demasiado tarde.
En julio de 1819, a los 21 años, proyecta una fuga de casa que acabará en el fracaso. Le animarán a dar este paso las cartas laudatorias de eruditos y filólogos nacionales y extranjeros y, especialmente, el estímulo del mejor amigo que tiene en esta época, Pietro Giordani, a la sazón "renovador y dictador" de la literatura italiana.
Fracasa la huida y la vida de fogoso estudio vuelve a ser su único alivio. Ha escrito tragedias a los 14 años; a los 15 aprende el griego por su cuenta; traduce varios libros de la Odisea y de la Eneida; es ya autor, en plena adolescencia, de varias voluminosas Historias sobre los temas más dispares e incluso ha polemizado en las revistas literarias de Milán con Madame de Suél. Pero aún no sabe que tanto esfuerzo le resultará nocivo e inútil. En tal estado de cosas, como una esperanza dulce e intensa, Giacomo Leopardi aprende a contemplar, es decir, descubre la poesía. Esta nueva práctica será, a partir de los 18 años, algo más que un simple ejercicio literario. Él ha compuesto poemas bajo la atenta mirada de sus preceptores desde los 10 años, pero sólo ahora la poesía es algo consustancial a sus ensueños y a su vida, una realidad nueva que borra el dolor presente y llena de promesas sus deseos de gloria, su ardor patriótico y, sobre todo, su necesidad de amar y de ser amado.
Los 'Cantos'
Detrás del palacio de los Leopardi hay un apartado espacio, una especie de quilla de barco con el que la ciudad de Recanati rompe el inmenso mar de tierras de los valles. Allí hay algunos pinos de espesa y rumorosa copa y un seto que priva a la mirada del lejano horizonte y que: provoca nuevas e infinitas ensoñaciones en el que contempla. Allí va el poeta imaginando y componiendo, uno a uno, sus Canti, una obra que abrirá la modernidad de la palabra poética en Italia y en Europa. Desde Petrarca no se habían escrito versos como aquéllos. Después de Dante, Leopardi será el poeta más grande de Italia, aunque para ello tenga que arrasar años de neoclasicismo, siglos de aburrido y esclerotizado lenguaje.
Pero "la soledad no está hecha para los que arden y se consumen en sí mismos". Por eso vuelven los deseos de huir; se repiten las llamadas y las presiones desde fuera de los muros de Recanati.
Su tío, Carlo Antici, todavía le recomienda paciencia. Desea hacer de él un Maistre o un Lamenais, un Bossuet o un Fenelon, pero las ideas de los nuevos tiempos ya habían arraigado profundamente en él. (Es el momento en el que, (te nuevo, le empujan a la erudición y le preguntan: "A pesar de la fama adquirida por Byron, ¿quisiérais cambiar vuestra suerte por la de él?".) Abandona los estudios eclesiásticos -aunque se vea obligado a vestir sotana- y deja incluso pasar el seguro ofrecimiento de un obispado. Ha descubierto que la verdad -su verdad- se encuentra en otro sitio. Lo sabe por las dulcísimas experiencias de sus contemplaciones en la soledad del colle y por las opiniones de los demás.
Para Pietro Giordani, Leopardi es el mejor filólogo; para los exiliados en Florencia, el mejor poeta; las copias de sus canciones corren por la ciudad y arden como "fuego eléctrico"; Brighenti le propone para la cátedra de Elocuencia de la universidad de Bolonia; el embajador de Prusia, Niebuhr, le pide que ocupe en Bonn una "cátedra dantesca". Al fin se quiebran los muros paternos y el poeta va a Roma a estrellarse con la sociedad de los humanos. En el bolsillo lleva una edición en el original del Quijote. A partir de ahora, Leopardi estará abocado a vivir herido el resto de su vida, arrastrando siempre la incomprensión familiar, los dulces amores de su adolescencia o los fallidos de su juventud. Y comienza su inquieto e imposible vagabundeo por Bolonia, Milán, Florencia, Pisa, Roma y, al fin, Nápoles. Le había dado demasiado tarde la espalda al .estudio loco y desesperadísimo".
Gestos y afectos
Quedan, en los últimos años de su vida, nuevos e incesantes gestos de genio y rabia, como los de los 3.1000 versos en octavas de sus Paralipomeni. También quedan afectos entraflables -para algunos interesados- como los que le mostraron en sus últimos días en Nápoles y junto a las laderas del Vesubio Paolina y Antonio Ranieri.
Y el final, lleno de fantasmas, fatal y misterioso como el de Mozart. Leopardi y el giallo de su muerte y de su tumba. Murió de muerte natural, ¿pero acabó en la fosa común de los afectados por el cólera que por aquellos días asolaba la ciudad? ¿Fueron verdaderamente sus restos lo que Ranieri colocó en una iglesita de Fuorigrotta, no lejos de la tumba de Virgilio? Más que en ningún otro caso, vida y obra discurren tensas y copiosas en Giacomo Leopardi. El 14 de junio de 1837 moría en Nápoles deseando ver -como tantos deslumbrados por un conocimiento excesivomás luz.
Para unos, Leopardi había sido "un alma dulce y buena", un milagro". Para otros, "un escéptico, un mofador de toda fe, de toda felicidad". A su muerte no faltaron las reservas, a pesar de que su fama se había extendido fullmrantemente por su propio país y por toda Europa. De ello fue buena muestra el gesto que tuvo para con su memoria su familia: en el lugar de la biblioteca destinado a los "libros prohibidos", los Leopardi habían colocado las obras de su hijo.
Babelia
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