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Tribuna:TRES OBRAS MADURAS
Tribuna
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Inteligencia y emoción

El autor de este artículo reflexiona sobre el carácter discutido de los jurados, ya que sus decisiones siempre suscitan discrepancia. Sin embargo, considera que los elegidos de este año para los Premios Nacionales de Literatura reúnen todos los requisitos de calidad para hacerlos menos discutible, desde la poesía a la novela, o al ensayo, premio otorgado, a título póstumo, a José Antonio Maravall.

Lo primero que llama la atención al ver quiénes han sido los ganadores de los Premios Nacionales de Literatura de este año es la estricta justicia de su concesión. Si cuando hay jurados de por medio nunca llueve a gusto de todos -ni siquiera de los propios miembros del jurado-, esta vez parece poco cuestionable un resultado en el que, claro está, habrá opción a pareceres discrepantes, pero en el que difícilmente podrán éstos venir como peros a la estricta calidad de la escritura en el caso de la novela o la poesía o, en lo que toca al ensayo, negar la trascendencia de un trabajo que, como el de José Antonio Maravall, viene a ser la culminación, desgraciadamente póstuma, de toda una larguisima trayectoria invetigadora.A Luis Mateo Díez -como el año pasado a Alfredo Conde, su compañero de generación- le llega el Premio Nacional en ese momento crucial en que la obra se hace más suya y se consolida con respecto a ella misma y a su contexto, a su historia y a esa otra, tan caprichosa, que llamamos de la literatura aunque sea contemporánea.

Las expectativas que en el anterior relato del autor -Las estaciones provinciales- se abrieron hace ahora cinco años, se cumplen con creces en La fuente de la edad que sigue los presupuestos de aquélla profundizando en ellos con inteligencia y estilo. Aquí está también, y naturalmente, esa pequeña sociedad provinciana, ese León que es para Luis Mateo Díez -él lo ha dicho y dice bien- lo que Ferrara para Bassani o Turín para Pavese. Y, cómo no, las criaturas que lo habitan un poco porque no hay otro remedio. La búsqueda de la fuente mítica, de una suerte de imposibles orígenes, es a la a vez el cronicón de unos años tristes -los poco felices cincuenta- y la vuelta del revés de unas vidas -las de los Cofrades- que quieren ser -a costa de la ternura de su autor, de su sentido del humor, y de una excepcional capacidad para hacerles hablar como lo hacen- algo más de lo que parece, algo más de lo que su peculiar retórica les va diciendo cada día. Es, a fin de cuentas, la necesidad imperiosa de la aventura, la presencia de la imaginación como resorte capaz de hacer saltar la palidez de lo cotidiano. Se trata de hacer de lo que parece muestra lección universal.

Generación de 1950El premio a El otoño de las rosas tiene también mucho de reconocimiento público a una obra que lo viene mereciendo desde hace tiempo, y no sólo porque ya le toque decididamente a esa generación de 1950, a la que Francisco Brines pertenece, asumir ese magisterio que tarde o temprano había de llegar. Un reconocimiento, todo hay que decirlo, que al autor de Palabras a la oscuridad no le han negado nunca ni la sociedad literaria -tan mezquina por lo general- ni esos más bien escasos lectores no gremiales de poesía que hacen bien en no considerar para nada tales mezquindades.

Francisco Brines ha sido siempre poeta despacioso y de apariciones silenciosas y discretas, acordes con e se sentido elegíaco y melancólico. que, entre otras cosas, caracteriza su obra. Seis libros en 27 años -de Las brasas, en 1960, a este El otoño de las rosas- dan idea del rigor y la paciencia ejemplares de una escritura para la que el tiempo, lejos de pasar en vano, acaba por convertirse en uno de sus temas centrales y catalizar la realidad a través de una experiencia que llega al poeta en su momento justo. Tal tranquilidad, que da idea sin duda de exigencia formal a la vez que de necesidad de que sea la vida quien dé la pauta al poema, ha de ser fundamento para que la emoción -clave segura para Brines de la bondad de lo escrito, de la pertinencia de ello- llegue siempre de la exploración constante del mundo interior y de la capacidad seductora de las palabras esperadas.

Poca poesía en tal punto tan comprometida consigo misma como la de Francisco Brines, un escritor que, por otra parte, sabe a la perfección cuáles son los resortes de la creación propia y que ha sido capaz de llegar a ese conocerse sin el que la peculiar mecánica poética llega a sufrir alteraciones que pueden resultar fatales.

Buen ejemplo en qué mirarse hoy que tantas ganas y tantas prisas, jaleadas a porfia, se ven por todas partes.

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