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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cien millones bajo sospecha

A POCAS fechas de su iniciación, el juicio de la colza se encuentra ya sometido a veladas amenazas de suspensión. Los abogados defensores de los acusados quieren asegurarse el cobro de sus minutas, lo cual es natural. Pero como sus defendidos juran que no tienen dinero, y sus empresas, o lo que quedaba de ellas cuando se inició el procedimiento judicial, están embargadas, pretenden endosar este cobro a la Administración. Lo cual ya no parece tan natural.Plantear semejante cuestión a estas alturas, cuando el juicio está a punto de comenzar, propicia todo tipo de sospechas. O, de otro modo: no se entiende esta coincidencia cronólogica si no es porque se pretenda sacar provecho de ella, puesto que la insolvencia que alegan los acusados existe desde el mismo momento en que fueron procesados, hace años.

Los defensores de los acusados en el sumario de la colza basan su pretensión de que la Administración corra con el pago de sus minutas en argumentos tales como los de agravio comparativo y el derecho a un trato igualitario. Es decir, quieren ser iguales que sus colegas de la acusación particular, que defienden los intereses de las 25.000 víctimas de aquella acción criminal. Y como éstos percibieron cien millones de pesetas procedentes de los fondos de ayuda estatal a las víctimas, quieren que el Estado también les transfiera otros tantos millones a cuenta de unas minutas que se presentan de difícil cobro. Añaden además que la acusación particular no es necesaria cuando ya existe el ministerio fiscal para acusar, mientras que el derecho de defensa es indispensable en el proceso.

Argumentos todos ellos que deberían ser examinados, e incluso atendidos, si no fuera porque constituyen una especie de cortina de humo que oculta el núcleo del asunto. Es decir, el carácter libre del ejercicio de la abogacía y los riesgos mutuos que asumen abogados y clientes en sus relaciones profesionales. Si la Administración estableciese el precedente de abonar a cuenta del presupuesto estatal las minutas particulares de unos abogados, supondría una intromisión en una profesión como la abogacía, que los propios abogados siempre han pretendido defender en su liberalidad y preservarla de cualquier intento reglamentista o socializador proveniente del Estado.

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De otra parte, es seguro que una iniciativa de esta naturaleza provocaría a que se formasen ante las ventanillas públicas -esta vez por verdadero agravio comparativo- colas de letrados pretendiendo cargar sobre el erario público los incobrados.

El derecho de defensa está reconocido en el ordenamiento legal español y, por eso, el Estado lo garantiza con el pago anual de 3.500 millones de pesetas a los abogados que participan en el turno de oficio o en el de asistencia letrada al detenido. Esa es su obligación constitucional y no la de cargar con las minutas voluntariamente establecidas en el marco de unas relaciones profesionales libres.

Mediante los abogados de oficio, los acusados en el juicio de la colza, igual que cientos de detenidos o de procesados, no se quedarían, llegado el caso, sin defensa letrada. Cierto que, por su magnitud y trascendencia, el juicio de la colza no es como los otros, y la intervención ahora de defensores de oficio, desconocedores del larguísimo sumario, plantearía graves problemas. Pero esta situación, si llegara a producirse, sólo sería imputable a quienes renuncian a continuar con la defensa que un día asumieron libremente. Porque esta renuncia, de producirse, sería perfectamente legítima, pero sus autores se enfrentarían al desafío de explicarla sin tapujos a una opinión pública pendiente de la suerte de un juicio de tan fuerte repercusión social como el de la colza.

Nadie puede cuestionar la legitimidad de la ayuda estatal a las víctimas del envenenamiento criminal que asoló a España en la primavera de 1981. Y nadie puede cuestionar tampoco la utilización de una parte de esta ayuda para hacer posible una acusación particular en defensa de los intereses de estas víctimas y de sus familiares.

Ni en este caso ni en otros basta, como pretenden los abogados defensores, la actuación de oficio del ministerio fiscal. La historia judicial de los últimos años demuestra el papel fundamental que en los procesos de este tipo ha desempeñado la acusación particular junto al ministerio fiscal, más inclinado a defender la legalidad desde los intereses del Estado que desde los de la sociedad.

Escudarse en estos hechos para solventar un problema particular, que deriva exclusivamente de las libres relaciones de unos profesionales con sus clientes, no es serio. Mantener, por un lado, el orgullo del liberalismo profesional ante el Estado y, por otro, impetrar su ayuda cuando los riesgos de esa condición aparecen es tan grotesco como querer soplar y sorber a un tiempo.

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