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La Conferencia Episcopal, por dentro

A pesar de la importancia que se les concede, y que realmente tienen, las conferencias episcopales son instituciones recientes. Tal como ahora existen, son creación del Vaticano Il. Consecuencia espontánea de las reflexiones y enseñanzas del concilio sobre la amplitud universal de la misión de los obispos dentro de la Iglesia.No faltan antecedentes inmediatos. Fueron los obispos alemanes quienes comenzaron a tener periódicamente reuniones de trabajo a partir de 1848. Poco a poco, esta colaboración permanente de los obispos de un mismo país se fue extendiendo a medida que las naciones modernas consolidaban su unidad espiritual y las condicioes de vida permitieron cada vez más fácilmente la relación y la comunicación entre los obispos.

En España esta manera de actuar juntos los obispos aparece inicialmente en 1870.

La primera declaración colectiva del episcopado español, propiamente dicha, es del 15 de diciembre de 1917. El 1 de marzo de 1922 se publicó una carta del episcopado español. Con ella quería promover una gran campaña social en toda España. De hecho, esta campaña se inició, pero fue interrumpida el día 30 del mismo mes por imposición de la autoridad real.

Ya en 1923 se constituye establemente una Junta de Metropolitanos que funciona como instrumento de una cierta coordinación entre los obispos españoles hasta la constitución de la Conferencia Episcopal española de 1966, es decir, recién concluido el Vaticano II.

¿Para qué sirve?

Tal como están constituidas, las conferencias episcopales son instituciones que reúnen a los obispos de cada país para ayudarles a ejercer mejor el ministerio episcopal en sus diócesis respectivas y ofrecerles la posibilidad de actuar conjunta y solidariamente en relación con los problemas comunes, de carácter general y destacada importancia.

Este trabajo conjunto de los obispos tiene una primera razón de ser en la creciente unificación de la vida social y cultural de las sociedades modernas, como consecuencia inmediata del extraordinario desarrollo de la comunicación, escrita, audiovisual y hasta física.

Cada vez más, los grandes asuntos de la actividad pastoral de la Iglesia tienen naturaleza supradiocesana y trascienden incluso las fronteras nacionales.

La colaboración permanente entre los obispos tiene, en consecuencia, una primera finalidad que es, sin duda, la más amplia: favorecer la comunicación y la reflexión conjunta de los obispos sobre los problemas comunes. Gran parte del trabajo de la conferencia se queda aquí. Y no es poco. El simple reflexionar conjuntamente sobre las preocupaciones comunes es ya una gran ayuda para que luego, sin merma ninguna de sus responsabilidades y competencias, cada obispo, en su diócesis, haga lo que crea que tiene que hacer.

Hay un segundo nivel de actuaciones de la conferencia que consiste en facilitar servicios que los obispos no podrían organizar aisladamente en sus diócesis respectivas. En esta línea se inscriben servicios de información, asesoramiento jurídico, preparación de materiales de uso pastoral y cosas semejantes que luego son utilizadas en las diócesis según el criterio de los obispos y de los organismos diocesanos correspondientes.

Pero la conferencia es algo más que un foro de comunicación entre los obispos y una fuente de servicios para la diócesis.

Lo normal es que a cada obispo se le asigne una diócesis. Dentro de su Iglesia, y en relación viva con ella, el obispo ejerce su ministerio, enseñando, santificando y gobernando, en nombre de Jesucristo, como verdadero sucesor de los apóstoles. Pero esta imagen del obispo, encapsulado en su propia diócesis, oculta aspectos muy importantes de la naturaleza del ministerio episcopal y de la constitución misma de la Iglesia. En realidad, el obispo es obispo de la Iglesia católica y para la Iglesia católica. Todos los obispos juntos con el Papa y presididos por él son obispos de toda la Iglesia. Esto es lo que en términos teológicos se llama colegialidad. Todos los obispos con el obispo de Roma y presididos por él mantienen la sucesión del colegio apostólico en la Iglesia, la sirven y gobiernan autorizadamente en nombre de Jesucristo.

Esta naturaleza colegial del ministerio episcopal hace que el obispo no pueda vivir encerrado en los límites de una diócesis. De alguna manera tiene que responsabilizarse con el Papa y los demás obispos de la Iglesia universal.

Estas explicaciones pueden parecer complicadas, pero bien comprendidas sirven para descubrir la hermosura de la unidad católica de la Iglesia: gracias al ministerio episcopal, cualquier comunidad cristiana, la vida misma de un fiel cristiano, si es lo que tiene que ser, es universal y católica en sí misma, está interiormente fecundada por la presencia de la Iglesia entera y está ella misma intencionalmente presente en cualquier otro rincón de la Iglesia. Todo es de todos y todos estamos con todos.

Más allá de la organización

Juntando esta naturaleza universal del episcopado con lo que decíamos antes sobre el carácter unitario de la vida moderna, se entiende claramente la razón de ser y la naturaleza de las conferencias episcopales. Hay, por supuesto, unas razones de tipo sociológico y cultural; pero la realidad es algo más que una conveniencia puramente organizativa o convencional. Los obispos, que saben que su responsabilidad y ministerio pastoral no se agota en los límites de sus diócesis respectivas, ante la existencia de problemas generales y comunes, poniendo en juego las dimensiones más amplias de su ministerio episcopal, con un espíritu colegial, es decir, con un ánimo abierto y solidario, se juntan entre sí para poner en común sus esfuerzos y responsabilidades, para ayudarse en el ejercicio de su ministerio por encima de las delimitaciones diocesanas.

Cuando esto hacen los obispos de manera eventual y pasajera, lo que aparece es un sínodo regional o nacional. Cuando lo hacen de manera institucional y permanente, lo que surge es la Conferencia Episcopal. De manera que estas instituciones que son las conferencias episcopales sitúan a los obispos de cada país en una situación sinodal o cuasi sinodal de manera permanente, con el fin de ayudarse a ejercer mejor su ministerio en el seno de la sociedad moderna y promover las iniciativas conjuntas que las circunstancias aconsejen, de acuerdo con las prescripciones del derecho canónico.

No es fácil de entender este entramado de competencias y actividades. El último sínodo recomendó que se siga estudiando la naturaleza y las funciones propias de las conferencias episcopales. Ni siquiera en las aulas de Teología está clara la cosa. Es normal que tampoco la tengan clara los cristianos o los periodistas que tienen que hablar sobre nosotros.

Por un lado, las conferencias no deben mermar las competencias y responsabilidades de cada obispo en su diócesis. Cada obispo, en comunión con el Papa y con los obispos del mundo entero, es auténtico sucesor de los apóstoles y verdadero vicario de Cristo entre sus hermanos. Ni puede tampoco la Conferencia interponerse como una instancia intermedia entre el Papa y los obispos o los fieles de cualquier parte, mermando la universalidad del ministerio pontificio en favor de la Iglesia universal.

Por eso mismo no es válido el esquema que muchos se hacen de la Conferencia Episcopal considerándola como el gobierno central de la Iglesia de un país. Hay en esto una falsa trasposición de los esquemas de gobierno de la sociedad civil al gobierno y organización de la Iglesia. La Conferencia, o su presidente, o sus organismos, no sustituyen ni recortan en nada las atribuciones y responsabilidades de cada obispo en su diócesis. Avanzar en este camino, avanzar también en el reconocimiento efectivo de la universalidad del ministerio del Papa, y encajar al mismo tiempo la comprensión clara de la naturaleza y las funciones propias de la Conferencia Episcopal, no es cosa sencilla.

Las ideas excesivamente vagas y confusas dificultan la comprensión entre nosotros, más allá incluso del ámbito eclesial. Unos piden a la Conferencia o esperan de ella bastante más de lo que puede dar. Otros, en cambio, le niegan lo que verdaderamente tendría que hacer, rechazando la validez de sus enseñanzas o resoluciones, aun cuando estén en todo conforme a derecho.

Esta falta de claridad frena incluso por dentro la actividad efectiva de la Conferencia. Hay como un temor de que su funcionamiento dificulte la actuación de los obispos en sus diócesis o entorpezca las relaciones que tiene que haber entre cada obispo y cada Iglesia particular con el obispo y la Iglesia de Roma. Nada de esto tiene por qué ocurrir. Actualmente hay ya suficiente claridad de ideas y de competencias para que las conferencias puedan funcionar intensamente como una importante ayuda para los obispos sin alterar para nada la actividad diocesana y católica de su ministerio episcopal. Es cuestión de saber combinar la solidaridad con la iniciativa personal, lo general con las realizaciones locales y concretas.

En este marco, la Conferencia Episcopal española ha ido encontrando poco a poco su camino. Hoy es un instrumento importante de comunicación entre los obispos de España con unos niveles muy altos de libertad, claridad y respeto en sus intercambios y debates. Poco a poco, sin forzar a nadie, como fruto espontáneo de esta comunicación, existen hoy unas franjas muy amplias de coincidencia entre los obispos y entre las mismas iglesias de España, compatibles con las diferencias diocesanas o regionales que las circunstancias aconsejan y que todo el mundo respeta. Esto sólo es ya un gran servicio de la Conferencia a las iglesias particulares, a los católicos en su conjunto y a la misma sociedad española. ¿Podemos pensar lo que sería la situación actual si no hubiera existido este instrumento de comunicación y acercamiento permanente?

Magisterio conjunto

Por otra parte, más allá de la simple comunicación, los obispos reunidos en conferencia han ejercido un magisterio conjunto sobre temas importantes que ha ido clarificando los perfiles y los objetivos primordiales de la Iglesia en el marco de la nueva sociedad española. Gracias también a la Conferencia han sido posibles algunas iniciativas pastorales importantes de alcance nacional. La Conferencia ha facilitado asimismo la posibilidad de mantener unos criterios comunes y desarrollar unas relaciones unitarias con el Gobierno de la nación en aquellos asuntos que afectan a la vida de la Iglesia y a la vida religiosa de los católicos.

Sin duda, es preciso mantenerse alerta para que la actividad o el excesivo protagonismo social de la Conferencia no dificulte la presencia de la Iglesia en el nivel real de la vida: las familias, los barrios, los pueblos y las ciudades. La presencia capilar de la Iglesia junto a las personas y en el tejido real de la sociedad corresponde a las iglesias particulares, con su red de parroquias, comunidades, grupos y asociaciones, a condición de que estén bien conjuntadas y organizadas ellas mismas. Seguramente la nueva condición de las sociedades modernas, con su movilidad y sus nuevos centros de influencia, están exigiendo una revisión y modernización en este campo. Pero esto es otra cuestión.

De ninguna manera la existencia de una Conferencia activa y bien organizada ha de suponer un debilitamiento de esta red de presencias eclesiales en todos los terrenos y en los más variados ambientes de la sociedad. Al contrario, la eficacia de cuanto se hace en la Conferencia y desde la Conferencia depende decisivamente de que sus documentos y directrices sean luego asumidos, asimilados y puestos en circulación, por esas venas del cuerpo eclesial que son las delegaciones diocesanas, las parroquias, las comunidades religiosas con sus asociaciones regionales o nacionales, las comunidades cristianas y los grupos o asociaciones de fieles. Seguramente está en esta conexión y sintonía, de ida y vuelta, entre lo nacional y lo local, la más urgente necesidad y probablemente la mayor debilidad operativa de nuestra Iglesia en la actualidad. ¿Podremos los católicos españoles armonizar nuestra independencia y creatividad individual con una conciencia y una organización más amplia y solidaria? En esta cuestión puede estar una de las claves decisivas para la efectividad de nuestra presencia en el futuro.

Fernando Sebastián Aguilar es obispo secretario general de la Conferencia Episcopal.

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