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Tribuna:EN LA MUERTE DE DIEGO ANGULO
Tribuna
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Retrato de un histotiador fiel

Me ha llegado la triste noticia, al final de un angustioso rosario de avisos y de alarmas, filtrados hasta mis reductos de paz y de trabajo, en el desértico Madrid" agosteño, y que, ya en septiembre, disiparon toda esperanza: don Diego Angulo se hallaba en trance de muerte. Y, sin embargo, aún quería yo soñar que un milagro nos devolviera la confortadora presencia del gran maestro.Ahora, en el dolor de su ausencia, se me superponen en la evocación dos imágenes separadas por casi medio siglo: una inicial, la del profesor modélico en la vieja universidad Central (San Bernardo), donde le conocí; otra, postrera: mi última conversación con él, al concluir una junta en la Real Academia de la Historia, al comenzar este pasado verano. A través de tantos años, entre una y otra fecha -1941, 1986-, la identidad del hombre, su señera personalidad, no ha ofrecido mudanzas ni correcciones. Fue siempre, felizmente, ejemplarmente, fiel a sí mismo.

En su cátedra era Angulo -muy joven aún cuando tuve el privilegio de contarme entre sus discípulos- la expresión perfecta del estilo universitario puro, por encima de pasiones y parcialidades. Lo revelaba así su fisonomía y su talante. Don Diego tenía un cierto aire británico: delgado, elegante siempre en sus impecables trajes de color gris perla, con unos ojos claros de penetrante mirada, el pelo planchado -ya grisáceo entonces-, el perfil agudo -yo diría que dantesco-. Daba la impresión de distanciante y frío: sólo un trato posterior al estricto contacto académico descubría en él un gracejo humano y cálido en que podía reconocerse su raíz andaluza de la mejor cepa.

En unos tiempos en que todavía circulaba por las aulas -cierto que cada vez menos frecuente- el tipo esperpéntico del catedrático faltón, al que sólo de cuando en cuándo se veía por clase, sustituido -o no- en ella por sufridos ayudantes o auxiliares, como entonces eran llamados, Angulo mantenía una rectitud profesional rigurosísima: no recuerdo una sola ausencia suya durante los tres cursos en que le tuve como maestro. Estaba siempre, indefectiblemente, a la hora en punto, desarrollando desde la cátedra sus explicaciones sobrias y diáfanas, ilustradas con proyección de diapositivas, y que se ampliaban, por supuesto, con conferencias en el Museo del Prado o con frecuentes visitas a ciudades monumentales. No había publicado aún por entonces su archiconocido manual universitario de historia del arte, y creo que estas clases que yo seguí con él -un curso de historia de la arquitectura; otro, dedicado a la escultura; y un tercero consagrado a la pintura- le dieron la pauta para el libro luego escrito. Sus exposiciones no eran brillantes ni floridas, pero sí eficacísimas: los alumnos salían de sus manos perfectamente preparados para distinguir y clasificar estílos y escuelas; la sensibilización para el mensaje inefable de la obra de arte llegaba por añadidura a aquel que efectivaménte se descubría a sí mismo ante el panorama nítidamente expuesto de la evolución de las escuelas. Creo que no me equivoco si afirmo que, entre todos los profesores que mi generación disfrutó o padeció, según los casos, él, por sí solo, redimía tantos fallós o tantas carencias en aquella universidad emergente de las ruinas de una guerra civil. Su rectitud, su sentido de la justicia eran proverbiales: tanto a la hora de calificar a sus alumnos como a la de decidir en unas oposiciones. Se entiende que en torno a él proliferasen las vocaciones, y que su cátedra, proyectada luego en ese espléndido, laboratorio que fué, bajo su dirección, el Instituto Diego Velázquez, del CSIC, se convirtiera en semillero de maestros indiscutibles. Y, asimismo, es un hecho que todos los jalones de su brillantísimo currículo profesional supusieron siempre simples reconocimientos oficiales de unos méritos rotundamente cimentados: la promoción académica -por partida doble, la dirección -memorable- del Museo del Prado, la presidencia de la Real Academia de la Historia.

Mensaje del arte

Por mi parte, si seguí -pese a una vocación nacida en los días -de mi infancia- caminos de dedicación no estrictamente vinculados a la historia del arte, nunca olvidé aquel magisterio, y en buena parte a él debo mi convicción, muchas veces repetida, de que el mensaje del arte a través deltiempo es una de las claves metodológicas insoslayables para todo historiador de la historia íntegra. En cualquier caso, la obra de, investigador y publicista desplegada por Angulo me mantuvo, en contacto con el maestro, incluso en los largos años en que mi emplazamiento personal en el distrito universitario de Barcelona me mantuvo personalmente alejado de él. Ya de retorno en Madrid, sería una de mis satisfacciones que el discurso de contestación al mío de ingreso en la Academia de la Historia fuese obra -matizada por la amistad y el afecto- del propio Angulo, que presidía la docta casa.

Con ese mismo estilo seco, pero preciso, sin concesiones a un ensayismo escapista, que le caracterizaba como expositor en las aulas, Angulo ha desplegado una valiosísima labor investigadora a lo largo de 60 años. Dentro de la multitud de temas clarificados en sus modélicos estudios -con frecuencía artículos, siempre magistrales, en revistas especializadas-, don Diego se decantó, y era lógico, con una dedicación preferente a la plataforma culturaldel barroco andaluz: desde sus estudios juveniles sobre la imaginería del siglo XVII, a la culminación magistral que ha sido, en el crepúsculo de su vida, el espléndido monumento consagrado a Murillo. Tomando como punto de partida y de referencia esa riquísima plataforma cultural andaluza se hace casi lógica su gran aventura americanista: el trazado del cuadro general del arte hispanoamericano; obra titánica, llevada a término concienzudamente, rigurosamente, informándose sobre el terreno, identificando los vínculos entre la matriz peninsular y los espléndidos retoños criollos o mestizos. Los especialistas locales habrán podido luego perfeccionar, matizar, multiplicar la labor esencial del maestro; pero siempre será de justicia reconocer en Angulo el patriarca de estos estudios, esenciales para valorar uno de los frutos más indiscutibles de la obra colonizadora: la proyección de las grandes corrientes del Renacimiento, del Barroco, del Neoclasicismo etiropeos sobre la hispanidad ultramarina; el alumbramiento de modalidádes mestizas, al convertirse las foymas importadas de la Península en cauce para el libérrimo despliegue de la sensibilidad y la fantasía indígenas.

Hablar de las aportaciones de Angulo al conocimiento del arte español -por ejemplo, el estudio sistemático de la llamada escuela de Madrid- y de su homóloga toledana, plenitud de nuestra pintura del Siglo de Oro-; los numerosos trabajos en que a veces le acompañó la obra de sus aventajados discípulos -Pita, Azcárate, Pérez Sánchez, Elisa Bermejo, entre tantos otros- es tarea que rebasa las pretensiones de un artículo apresurado como este. Prefiero evocar, para concluir, el Angulo que, desde la presidencia de la Real Academia de la Historia, nos dio una pauta permanente de elegancia, de señorío, de exquisita discreción, sin renunciar nunca a los propios criterios, sin dejar de mostrar energía cuando era necesario, pero supeditando todas sus iniciativas al respeto que le merecieron siempre todos sus colegas.

Con Angulo -como antes nos había ocurrido, en la Academia, con el inolvidable don Jesús Pabón- se nos va uno de -esos ejemplares insustituibles de comportamiento humano y profesional que, por su rareza, han venido a convertirse en estos últimos tiempos en grandes hitos testimoniales de ética insobornable. La autoexigencia, la pulcritud de miras, la consideración respetuosa hacia todas las opiniones divergentes y una elegancia esencial, intransferible, serían las notas definitorias del gran maestro que acabade desaparecer.

El término que mejor cuadra a su figura humana y profesional ha entrado en desuso, precisamente por la dificultad cada vez mayor de hallarle destinatario adecuado. Pero, en su caso, no cabe duda alguna: en todos los terrenos, Angulo fue siempre la expresión perfecta del caballero.

Carlos Seco Serrano es miembro de la Real Academia de la Historia.

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