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Robert Wilson o el virtuosismo de la iluminación

El creador norteamericano presenta su montaje de 'Alcestes' en el Festival de Otoño de París

Un muro de piedra sobre el que aparecen dos figuras sin que se sepa muy bien al principio, gracias a una iluminación sofisticada, si son reales o proyectadas. Una voz grabada, sobre la que se superponen cuatro más, recita Descripción de un cuadro, una larguísima frase de 13 páginas que sirve de introducción, obra del escritor alemán oriental Heiner Müller. El empleo de micrófonos crea un vacío entre el sonido y la imagen. Son partes de Alcestes, de Eurípides, en adaptación del norteamericano Robert Wilson, que se ha presentado en el Festival de Otoño de París.

Los cantos de los pájaros de buen o mal agüero se oyen en la lejanía. Así comienza Alcestes, de Eurípides (480-406 antes de Cristo), adaptada por el norteamericano Robert Wilson y presentada este año por el Festival de Otoño de París. Wilson estuvo presente en el festival de otoño madrileño del pasado año con The knee plays. Terminado el prólogo, el muro de piedra se convertirá en una cadena de montañas (¿la de Delfos?) cuyas rocas invadirán progresivamente la escena, destacándose sobre un inmenso cielo azul. Además de las montañas, el río, símbolo de muerte y purificación, los cipreses, protectores del sueño y las columnas griegas que, ya a punto de terminar la obra, se transformarán en las chimeneas humeantes de una posible ciudad, delimitan el espacio en que se desarrolla la tragedia.

En una prolongación del escenario, un personaje embalsamado, el coro, suspendido sobre la ampliación gigantesca de una estatuilla de las islas Cícladas, que rodeaban la de Delos, donde se encontraba el templo de Apolo, quien, sobre el escenario, mantiene un duelo verbal con Tanatos, para conseguir arrancar a Admetos, rey de Tesalia, de sus garras. Al final llegan a un compromiso: encontrara alguien que muera en su lugar. Alcestes, la esposa sacrificada, "símbolo del amor conyugal" y, por tanto, "dechado de virtudes", será la única que aceptará morir por un marido hipócrita y medroso.

Si se estableciera una lista de los elementos más significativos del montaje de Wilson, ésta comenzaría sin duda por la iluminación (realizada en colaboración con Jennifer Tipton), que marca la pauta, la densidad de cada escena. A continuación vendría el sonido (efectos especiales y música confundidos), la escenografía y por fin la coreografía (de Suzushi Hanayagi), hermosa, aunque en, algunas es cenas, la del sacrificio, por ejemplo, desfallezca, dominada por una música magnífica.

El montaje clásico y, naturalista de Wilson es como una sucesión de cuadros (de Caravaggio y Velázquez a Delvaux, pasando por los románticos alemanes), pero entendámonos, no a nivel de representación, sino de atmósfera, de ambiente, de contrastes de colores y ritmos de sombras y luces, donde las figuras evolucionan, lentamente, como en trance.

La distancia

Con el mismo sentido de la libertad que Eurípides, Wilson nos presenta un Alcestes a su medida, mezcla de escenas que van de lo más cotidiano a lo superrealista (no siempre las mejores), que marcan la distancia entre el griego y el norteamericano. Poco importa, y efectivamente parece irrelevante, si sumergido en esa serie de imágenes sutiles o impresionantes -por ejemplo, ese rayo láser que abre la montaña, como un ojo gigantesco de un inmenso cíclope- la fuerza dramática de la obra de Eurípides ("el más trágico de los poetas", según Aristóteles) se diluye, incluso se trivializa, vencida por el juego escénico y la estética wilsoniana, y la única emoción que se transmite al espectador es la de la contemplación admirativa, de tanta sabiduría teatral, y la fertilidad de su visión. Sin por ello traicionar a los personajes, Wilson insiste, pone de relieve (muy oportunamente), la ambigüedad de sus sentimientos: Alcestes, por ejemplo, ¿se sacrifica realmente por amor o simplemente porque no le queda otro remedio, atrapada en su papel de esposa fiel y amantísima, que no puede decepcionar, siempre en función del otro (cualquiera que éste sea)? La escena en la intimidad del lecho conyugal deja planear la duda, tanto sobre su espíritu de sacrificio como sobre la calidad (egoísta sin duda) del inmenso amor que Admetos siente por ella. De la misma manera, Wilson trata el sacrosanto amor filial.La escena entre Admetos y su padre -que naturalmente se niega a morir en su lugar; es un hombre-, a quien Wilson hace salir a escena prácticamente desnudo, plagado de llagas y con la cabeza en el interior de una escafandra que le permite todavía respirar, aunque penosamente, una respiración amplificada que es como un contrapunto al diálogo de los actores. Es profundamente desmitificadora, no solamente por lo que respecta al amor paterno-filial, sino también sobre los sentímientos que el hombre experímenta con relación a su propia vida y muerte, una muerte omnípresente, frente a la cual cualquier engaño, por sutil que éste sea, queda desarticulado, y que el director de la obra destaca con gran habilidad.

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