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Ayer, hoy, mañana

Los cimientos de la sanidad española, cuando se llegó a la transición, no eran demasiado sólidos, según el autor de estas reflexiones. Una larga etapa plagada de borradores, anteproyectos, improvisaciones, junto con la traca final de una ley de Sanidad, ha provocado el rechazo por parte de muchos médicos.

La práctica médica occidental ha tenido en los últimos 40 años una extraordinaria progresión. Gracias a una gran profundización en las ciencias básicas, al progreso económico y al desarrollo tecnológico, la medicina ha dejado de ser una actividad excesivamente empírica para derivar cada vez más a una tarea más profesionalizada, científica y técnica. En ello mucho tendrían que ver la organización y pragmatismo anglosajones que, entre otras muchas cosas, desarrollaron ya desde los años veinte un sistema de formación de residentes sobre bases de ciencia y profesionalidad que sería válido en todas las naciones, incluida la nuestra, en que fue imitado.España se incorporó tarde, y no bien, al nuevo tempo sanitario, pudiendo decirse que hasta los años sesenta, coincidiendo con el desarrollo de los hospitales de la Seguridad Social (SS), el panorama era desolador. El autodidactismo y el empirismo, un seudorromanticismo estéril, la mediocridad mejor o peor disimulada, la formación a través de un meritoriaje similar al de la farándula, una especialización inhomologable y, a lo sumo, sólo abnegación y buena voluntad eran las características de una gran mayoría de los médicos españoles.

De tal desolación serían corresponsables, y también víctimas, la Universidad en general y las facultades de Medicina en particular. Sumisas y miméticas, ricas sólo en carpetovetónica soberbia, quedaron ancladas en los zapatos de Cajal, se acorazaron contra la evolución, se negaron a ver el presente, confundieron sus puntos cardinales y expidieron títulos de un miserable contenido.

Obviamente, hubo notabilísimas excepciones. Pero, como apuntó Ortega, lo que marca el nivel no son las calidades singulares, sino las habituales, y éstas no parecen merecer el elogio.

El desarrollo de la red hospitalaria de la SS constituiría un hecho capital, de modo que en pocos años nuestro país pasó a disponer de una excelente cobertura sanitaria, al menos sobre el papel. Pero la inmensa inversión realizada lo fue con un penoso lastre. Así, el despilfarro y el descontrol, el amateurismo a demasiados niveles, la mendacidad en la gestión y en la dirección, la improvisación y una suicida imprevisión alumbraron un Leviatán ingobernable, arrollador e insaciable devorador de recursos... e inteligencias.

Cuando casi todo estaba por hacer, cuando había medios para organizar una eficiente medicina primaria y fondos para facilitar y remunerar adecuadamente las dedicaciones exclusivas a la medicina pública, se derivó a la inhibición en la responsabilidad y a la truhanería y se fomentó un negativo pluriempleo agotador de cuerpos y cerebros. Por otra parte, ¡cuántos médicos de asistencia primaria se enfrentaron a unas arcaicas estructuras, al olvido de la medicina rural, a la proliferación de usuarios voraces consumidores de fármacos, sufrieron la irresponsabilidad de una Administración tras otra o sucumbieron ante burocracias tan descomunales como ineptas!, todo ello ante el silencio y complicidad de los ilustres colegios de médicos.

Nivel técnico

En cuanto a la asistencia hospitalaria de la SS, ha de admitirse que logró una notable eficacia, amplió la cobertura de la población ante las patologías graves, ayudó a elevar el nivel técnico médico mediante la formación de residentes y, con un mínimo de fundaciones privadas y excepcionalmente algún hospital universitario, sirvió para, en términos generales, hacer presentable la medicina de nuestro país. Así las cosas, muchos médicos creíamos en 1980 en la necesidad de un radical cambio sanitario, en el seno de una modernización global de la nación. Y en 1982 el abrumador triunfo de la izquierda posible deparaba una situación insólita. La ocasión era única; la expectación, enorme; las esperanzas, ilimitadas.

El presente de nuestra sanidad es, en esencia, incertidumbre y confusión. Si ya los cimientos no eran sólidos, una larga etapa plagada de borradores, anteproyectos, amenazas y declaraciones pomposas y hueras, junto a la traca final de una psicodélica ley de Sanidad, han conducido a la desconfianza o al más completo rechazo por parte de muchos médicos. Pocos dudan en el otoño de 1982 de la necesidad de racionalizar el gasto y la gestión, moralizar las actividades, impedir irracionales incompatibilidades o acotar las ocupaciones vergonzantes de una considerable minoría. Pero falla, otra vez, el método.

Así, la desacreditación global como hábito, cuando no el insulto o la presión más o menos zafiamente manifestada, se convierten en moneda corriente, y la falacia de considerar el pluriempleo, el absentismo, la codicia, la impunidad y unos altísimos honorarios como rasgos de todos los médicos es aventada. Nada importa que a poco que uno se documente la realidad sea muy otra y que el método empleado sea intrínsecamente insensato. De forma pueril, el poder se empecina en funcionar por criterios sólo cuantitativos y seudoeconómicos; elabora, asume y maneja estadísticas inverosímiles; para dar una imagen de dinamismo inagotable confunde proyectos con unidades en funcionamiento o inaugura varias veces un mismo centro de salud; irrumpe en el campo de los medicamentos con tanta ignorancia como publicidad, o habla de humanizar los hospitales cuando al paciente ni siquiera le está garantizada una habitación adecuada, y finalmente, perfecciona el arte de denigrar y amordazar al que discrepa, para promocionar a las asesorías y direcciones a titulados (?) con un mísero currículo técnico.

Ante la débil beligerancia de los recién nacidos sindicatos médicos, la jerarquía se bloqueará en planteamientos seudopolíticos y mal documentados, demagógicos en su esencia y a la larga totalmente esterilizadores. Sus brillantes ideas de considerar a priori contrapuestos los intereses de la profesión médica con los del país, la medicina terapéutica como esencial enemiga de la preventiva o la medicina pública como excluyente de la semiprivada o totalmente privada quizá sean las más significativas.

El futuro de nuestra sanidad, como el del resto de nuestra sociedad, ha de llamarse Europa. O, si se prefiere, inteligencia. Y es que sólo a través de la inteligencia se llegará a una sanidad más profesional, más justa y más eficaz.

La inteligencia descubrirá, entre otras muchas cosas, el valor de la profesionalidad; permitirá conocer los recursos, carencias y prioridades que en materia sanitaria posee nuestro país, algo que, se diga lo que se diga, aún está por hacer; aprovechará lo mejor posible todo el capital humano de que dispone, frenando su progresivo deterioro, en gran medida fruto de una absoluta falta de incentivos; discernirá entre cualificación y fidelidad, justicia y homogeneización, sencillez y chabacanería, entre progresismo y lo que es sólo vacua indisciplina; ayudará a construir desde cero la necesaria confianza en las instituciones, y, finalmente, permitirá reavivar la ilusión de cooperar en un proyecto común. La inteligencia y la profesionalidad han de ser, y evidentemente no sólo en el campo sanitario, elementos básicos en el cambio quizá definitivo que significa nuestra incorporación a Europa. De esta forma es posible que España algún día sea algo más que cañí. Incluida su sanidad.

es médico de la Ciudad Sanitaria Primero de Octubre, de Madrid.

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