Para la gloria del cine, no de la televisión
De La diligencia a La invasión de los ladrones de cuerpos, la carrera del productor Walter Wanger se hace respetar por todo amante del séptimo arte. Cleapatra fue un proyecto suyo, una de aquellas locuras que sólo los que están más allá de la raza humana pueden perpetrar, que antes de tomar forma bajo las manos de Mankiewicz y las formas de la Taylor, el Burton y el Harrison pasó por las más diversas manos; las más temerarias, también: Hitchcock entró, como tantos otros, entre los candidatos a la realización, en una descabellada proposición (por supuesto que hoy no dudaríamos en vender nuestra alma al diablo por ver qué película, qué otra maravilla hubiera hecho el maestro de Vértigo).Más cosas: Sofía Loren, Joan Collins y Kim Novak acariciaron el papel estelar mientras Marlon Brando, James Mason o Laurence Olivier se barajaban, entre Marco Antonio o César, y a punto estuvieron de alzarse Peter Finch y Stephen Boyd con esos papeles; Lawrence Durrell, de camino por Alejandría, se propuso como guionista de una obra que bebe en muchas fuentes, principalmente en las de Shakespeare y Bernard Shaw.
Cleopatra se emite hoy, a las 22
05, por TVE-2.
Primeros pasos
No está solo Hitchcock: Rouben Mamoulian dio los primeros pasos de manivela, y se pensó en Mark Robson para los segundos. Al fin, los dioses de la justicia se aplicaron como nunca: llegó Joseph L. Mankiewicz, quien, elegida ya mucho antes Elizabeth Taylor, escoge a Ricard Burton y Rex Harrison como definitivos intérpretes masculinos. Mankiewicz tendría también problemas de concepción con los productores y, en un arrebato, declinó toda responsabilidad del producto, a pesar de todo sensacional y dificilmente comparable de haber caído en otras manos.
¿Qué hizo, pues, este hombre único para dar realce, personalidad y sentido fijo a una obra que, visualmente, es producto de un equipo compacto, compenetrado y homogéneo? Sencillamente ir más allá del por otra parte admirable, Cecil B. de Mille, a la búsqueda ambiciosa de una conjunción posible entre la historia tal cual -y ahí están Plutarco y Suetonio como inspiradores- y su representación teatral -los mencionados Shakespeare y Bernard Shaw- a su vez reconvertida en cinematográfica.
Mankiewicz, en fin, se entrega feliz a la fauna y flora hollywoodiense de vestuarios, escenas de masas -insuperable la entrada de la emperatriz en Roma- y batallas, sin dejar de ser un intelectual, esa criatura con pipa de la que venimos hablando últimamente, que se cuestiona con sorna el mundo y todo lo que ve pretende reflexionarlo.
Historia de amor
De ahí que nos narre una historia de amor con la elegancia propia en él, pero, al tiempo, un análisis político e histórico muy personal, al que nosotros, que tanto nos pesan los análisis, asistimos maravillados por esa capacidad de fascinar del cine cuando una fotografía de Leon Shamroy (en Todd-Ao y color de luxe) nos entra fresca por la vista y, por los oídos, la partitura inigualable de Alex North (cuyo oscar honorífico, este año, fue suprimido en el montaje televisivo que vimos hace poco, signo irrefutable de la marginación que sufren las bandas sonoras), mientras Burton y Harrison, Harrison y Burton, nos dan grandes lecciones de interpretación británica y Taylor demuestra -como demostró en De repente, el último verano- que hubiera podido ser mejor actriz de lo que fue.
Hasta aquí Cleopatra, la película de cine, el colosal monumento de 40 millones de dólares -de los de su tiempo- y rodaje trufado de complejidades -y no hemos hablado del affaire entre ella y él en presencia de Eddie Fisher-.
Ahora bien, la que esta noche vamos a ver -es un decir- por televisión es, desde luego, la misma, pero dividida por cien, minimizada, reducido su potencial expresivo, definitivamente anulada esa capacidad de maravillar y fascinar de la que hablábamos.
Los avances que emiten estos días respetan aceptablemente el formato, y eso se agradece, pero el problema es de raíz y literal: Cleopatra, sencillamente, no cabe en televisión.
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