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Tribuna
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De película

Algunas de las; actividades preferidas de nuestra juventud se han vuelto, melancólicas, nostálgicas. Siento esto mientras compro una entrada. para ver Donde sueñan las hormigas verdes, de Herzog, pescada por casualidad en una pequeña sala de Barcelona que la exhibe sólo dos veces y durante pocos días: casi como un secreto. He comprado mi entrada con sigilo, sin nadie alrededor, y me imagino que los pocos asistentes al pase nos dispondremos en un pequeño círculo en la sala, como los congregantes de un rito en desaparición. Igual que los aborígenes australianos de Donde sueñan las hormigas verdes, la media docena de espectadores de la película, dignos, callados, blandiremos nuestro derecho a ser los únicos y últimos practicantes de una religión en desuso, avasallada por la nueva religión (la técnica) que destruye nuestros gustos, nuestras creencias, para proponernos una nueva, más aparatosa, sí, pero trivial. El paralelismo se me ocurre después de ver la película, y seguramente no tengo el más mínimo derecho de atribuírselo a ese poeta de la imagen que es Herzog, pero la sobria, pequeña historia de la humilde resistencia de un grupo de aborígenes australianos (nada folclóricos, por lo demás: visten como los negros pobres de EE UU y les gustan los relojes japoneses) me parece una parábola múltiple, de amplio alcance. Los aborígenes de la película se resisten pacífica y tenazmente a que una empresa minera horade y arrase parte del desierto, porque en ese lugar las hormigas verdes, anteriores a la aparición del hombre, suelen soñar. Y hay que respetar el lugar de los sueños.No me parece nada raro que sea precisamente Herzog quien nos proponga esta parábola: sus películas hablan siempre de los sueños obsesivos de los hombres, de la épica romántica de los locos, es decir, de aquellos que tienen una relación más fuerte con lo imaginario que con lo pragmático, para decirlo en términos de falsa oposición. (Una oposición que alcanza muchas veces una dimensión claramente política: cuántas veces oímos, en el último mes, que el sí del referéndum era más realista y el no delirante, como si el mundo tal cual lo hemos recibido, con sus contradicciones, injusticias, dolor, tortura y sólida estructuración no fuera, a su vez, el delirio de unos pocos en el poder, cuyo propio sueño se nos propone como el sueño universal, el único digno de ser soñado.) Tampoco me parece raro que la sala a oscuras (¡qué maravilla, encontrar todavía un espacio oscuro iluminado por los sueños de un director-poeta!) esté poco habitada, y que los escasos espectadores, reunidos como en un templo vacío, asistan a la proyección en un silencio respetuoso, casi místico. Ir al cine se ha vuelto un acto melancólico, no sólo por la competencia de la televisión y del vídeo, sino por la trivialización general de nuestras costumbres, gracias a la técnica. Y la técnica no tiene una estética que proponemos (una estética de la vida; la que tiene de los objetos es puramente modal, o sea, concerniente a la moda), sino el delirio del beneficio. El estilo de vida que nos propone la técnica es la saturación sin salir de casa. Por ejemplo: ver casi todo el cine hecho en un siglo desde la salita de un incómodo apartamento, mientras los amigos hablan, el perro del vecino ladra y suena el teléfono.

La trivialidad de la técnica reside en hacernos creer que lo importante es sólo el producto, y no las condiciones en que debe ser apreciado, porque para ellas fue creado o soñado. El objeto creado, desde un poema a una película, tiene en cuenta una serie de condiciones propicias (y preciosas) para ser contemplado, sin las cuales su intervención, su estímulo, disminuye, languidece. Sólo la intervención del artista puede variar esas condiciones primigenias, y cuando lo hace (el bigotito de Mona Lisa que le agregó Duchamp, o la botella de coca-cola en la soledad de la galaxia, de algunos artistas pop), cuando interviene en el medio propicio de una obra para desfigurarlo, subvertirlo o cambiarlo, esa transformación también está cargada de sentido y se vuelve significativa.

El efecto de saturación que ha causado la técnica en nuestras vidas nos vuelve cada vez más pasivos, menos estimulados. La propuesta solapada es ésta: Vea todo el cine de 50 años durante una semana, sentado en su casa, sin moverse.

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Igual que los fascículos, este programa cibernético, sin embargo, está pensado para que el ingenuo comprador se sature casi en seguida y tenga la ilusoria satisfacción de que lo ha visto todo, lo sabe todo. De ahí que, por ejemplo, las grandes productoras norteamericanas hayan olfateado que les conviene financiar esos bodrios espectaculares y terroríficos, para, deleite (?) de los adolescentes de todo el mundo que ya no se pueden asombrar si no es con catástrofes apocalípticas y completamente infantiles, por lo demás. No plantean problemas metafísicos, no se proponen ninguna utopía, no inducen a la reflexión, y provocan entusiasmo en las salas.

Pero la técnica no es el único factor de saturación. No sé cuántas veces algún tonto puede estar sentado ante la pantalla de su televisor viendo por enésima vez Casablanca y diciendo pavadas acerca de que ya el cine no es lo que era, o regodeándose en las mínimas arrugas del inexpresivo Humphrey Bogart; la crisis no es sólo de público, sino también del medio. El intimismo del cine europeo parece reseco, sin salida; está agotado el análisis, la reflexión acerca de las relaciones de familia, del amor, de la pasión.

El cine norteamericano, por su parte, ha agotado su épica del Oeste y acumula efectos especiales para asombrar a los niños. Quizá, como en La historia oficial, haya que volverse a una épica más contemporánea, más vinculada a la tragedia del hombre moderno en cualquier latitud. Por algo Herzog saca su cámara de los ambientes convencionales, de las ciudades prestigiosas, y se va a buscar esas gestas mínimas, poéticas, esas reflexiones laterales que son, sin embargo, el reflejo de problemas universales. Los temas marginados por los grandes productores, que son, precisamente, la épica de los marginados: los aborígenes, las mujeres, los negros, los poetas.

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